Pero justo en esa época, al otro lado del mar, comenzó a brillar la estrella de Christophe.
Marcel conocía el resto.
Mucho después de que monsieur Philippe dejara desvanecerse los ecos de la historia, Marcel siguió el hilo en su propia memoria: la gente, atraída por la fama del hijo, se había congregado junto a la puerta de la casa para ver salir el ataúd del viejo. Sólo cuando hubo terminado todo y Juliet, destrozada, demacrada, volvía del cementerio bajo el sol ardiente, empezó a divulgarse la verdad. Estaba en la lápida. ¡El viejo haitiano era su padre!
¿No iba a tener derechos sobre el chico, siendo su abuelo?
¿Y qué iría a hacer ella ahora? ¿Tener amantes? ¿Contratar a nuevos criados para reemplazar a los que habían sido vendidos o habían muerto? ¿Arreglar los muros y llamar a pañeros y pintores? Nadie dudaba de que podía hacerlo. Era todavía muy adorable. Marcel, a sus doce años, estaba loco por verla. Entonces no comprendía realmente qué pasaba con Christophe. Estaba «enamorado» de otra cosa, de otra persona. Para él aún no significaba nada que un hombre famoso hubiera vivido allí, que allí hubiera caminado y respirado.
Pero ella no hizo nada. El polvo se acumuló en las ventanas, y el muro del jardín se convirtió en una amenaza. Las mismas parras que lo empujaban, lo sostenían también milagrosamente. Juliet no respondía a notas ni llamadas, y pronto surgió el odio. ¡Era injusto! La novela de Christophe,
Nuits de Charlotte
, seguía expuesta en los escaparates de las librerías. Era estúpido, absurdo…, pero sobre todo injusto.
Qué maravilloso habría sido conversar con Juliet, trabar amistad con ella y oír de primera mano noticias del muchacho. Pero ella se convirtió en una bruja; su soledad no sólo era absurda sino insondable. ¿Cómo podía soportarlo? El último de sus esclavos fue a descansar en paz al viejo St. Louis y la casa quedó vacía, salvo de gatos.
Sin embargo pronto desapareció la compasión, porque Juliet era grosera cuando se dirigían a ella. Daba la espalda inmediatamente, con la cabeza gacha, con su gato metido en la cesta que llevaba al brazo. Y junto con la fama de su hijo creció el odio.
Los chicos de la edad de Marcel sentían auténtica pasión por Christophe, lo adoraban, y a pesar de la firme prohibición de acercarse a su madre, acudían hasta su puerta con la vana esperanza de poder formular una sola pregunta. Si Juliet salía, se dispersaban. Su aspecto era terrible, con sus anillos de diamantes al sol del mediodía y las enaguas asomando bajo las faldas. El cartero le traía cartas de Francia, según le sonsacaron, ¿pero las recogía Juliet del suelo? Ellos trataban de atisbar a través de una grieta en la madera, muertos de miedo.
Al fin y al cabo era la madre de Christophe. La lealtad les impedía despreciarla y además tenían otras cosas en la cabeza, como escribir relatos con su estilo o hacer álbumes con los recortes de prensa enviados por hermanos mayores, tíos, primos. Se pasaban las tardes en los salones de unos y otros, cuando habían salido los padres, para escamotear unas copas de coñac y soñar en voz alta con el día en que pudieran realizar el mítico peregrinaje a París, llamar a la puerta lacada de su casa en Île St. Louis y con reverencia, con cortesía, con suavidad y sin molestar, tenderle sus páginas manuscritas.
De vez en cuando llegaba a casa un tío o un hermano que había tomado una copa con él en algún café atestado de gente. Entonces los rumores volaban.
Fumaba hachís, hablaba enigmáticamente, se metía en peleas callejeras y se le había visto paseando veinticuatro horas borracho; hablaba solo y a veces entraba en trance en la mesa de un café. Entonces aparecía el inglés —blanco, por supuesto—, que lo recogía, le echaba suavemente un poco de agua en la cara y le llevaba a casa apoyado en su hombro.
Siempre había sido bueno con sus compatriotas. Aunque nunca leía los manuscritos que le ofrecían en los cafés, daba consejos, y hacía las presentaciones con elegancia. No se avergonzaba de su raza, estrechaba manos negras, se interesaba por Nueva Orleans y escuchaba con atención, pero pronto se aburría, se quedaba en silencio y se marchaba. Y era inútil llamar a su puerta. Él no podía hacer más, y sabía que nadie tenía nada que ofrecerle.
«Podéis admirarlo si queréis, pero imitarlo, jamás», decían los padres a los muchachos encandilados. Marcel lo adoraba, y los que veían sus recientes vagabundeos se preguntaban si no se habría descarriado por querer emular al hombre famoso.
Para los otros chicos la figura de Christophe era un ejemplo a imitar, de modo que en las escuelas privadas de la ciudad, costosas academias de ambiente selecto, con profesores blancos o negros, se esforzaban con ahínco en estudiar. Debían estar formados al bajar del barco, debían ser hombres.
No había duda de que Marcel realizaría el viaje a París, de que tendría su oportunidad. Lo garantizaba la promesa que hizo monsieur Philippe el día de su nacimiento, una promesa que se reiteraba por lo menos una vez al año. Cecile se encargaba de ello. A Cecile no le preocupaba su hija Marie, a Marie «le irá bien», decía, y con los labios apretados ponía un brusco punto final al asunto. Pero cualquier momento era bueno para mencionar el tema de su hijo. Marcel, insomne en las sofocantes noches veraniegas, separado de ellos sólo por la mosquitera que relucía como el oro bajo el tenue chisporroteo de la luz, oía a monsieur Philippe musitar sobre la almohada: «El muchacho viajará como es debido…». Era una vieja promesa que formaba parte de su vida. Así pues, ¿por qué no esforzarse en hacerla realidad?
Pero Marcel se pasaba las clases sumido en sus ensoñaciones, provocaba a sus maestros con intrincadas preguntas y en el último mes había dejado su silla vacía una docena de veces. Sus compañeros estaban preocupados, porque Marcel les caía bien, y su mejor amigo, Richard Lermontant, parecía bastante triste. Pero lo más desconcertante, sobre todo para Richard, era que Marcel no estaba en absoluto desconcertado. No era que hubiera caído indefenso en las garras de la pasión adolescente. No cortejaba, por ejemplo, a las guapas amigas de su hermana para luego tirarles del pelo riendo, ni daba puñetazos a los árboles exclamando: «¡No sé lo que me pasa!». Y ni una sola vez, presa de la confusión, le pidió a Dios que le explicara por qué había creado razas de distinto color o por qué el mundo era cruel.
Más bien parecía albergar un terrible secreto que le apartaba de los demás, y se le veía dispuesto a seguir tranquilamente su rumbo.
Un rumbo que ese día parecía conducir al desastre.
Era una cálida mañana de verano, y Marcel se iba acercando cada vez más a la veleidosa Juliet. De pronto ella se detuvo en los puestos de frutas bajo la arcada. Él apoyó la mano izquierda en un fino poste de hierro, se tapó la boca y se la quedó mirando con sus grandes ojos azules. Aunque no se daba cuenta, parecía querer esconderse tras el poste, como si una cosa tan estrecha pudiera ocultarlo. Tenía la cara completamente tapada menos los ojos.
Había en ellos dolor, ese dolor que se muestra en un destello, en el movimiento de un párpado, en el ceño del que está ensimismado en sus pensamientos. Al mirar a Juliet sabía perfectamente qué debía ver y comprendía muy bien qué percibía en realidad. No suciedad y perversión sino un radiante y espléndido espectáculo de negligencia que le rompía el corazón, aunque ni siquiera había podido verla con claridad…
Después de salir del colegio corriendo y sin aliento había ido a llamar por primera vez a casa de ella, y un vecino le dijo a gritos que se había ido al mercado. Entonces la vislumbró a una manzana de distancia. Era alta, y se la podía seguir fácilmente.
Ahora, cuando se deshizo el grupo de mujeres tocadas con cofia que les separaba y ella volvió a salir a la calle, Marcel la vio claramente por primera vez.
Dio un respingo, como un hombre sorprendido por el tañido de una campana, e hizo ademán de aproximarse a ella, pero luego se quedó atrás, con la mano de nuevo en la boca, mientras Juliet se acercaba bajo el sol a la verja de hierro de la plaza. Marcel, que la contemplaba absorto, se estremeció en silencio.
Juliet caminaba despacio, lánguida, con la cesta colgada del brazo, tan espléndida como la había visto Marcel un millar de veces: su chal raído era un destello verde y plateado contra la seda roja del vestido cuyos volantes rasgados arrastraban por el suelo, y su fino pelo negro caía en desgreñados mechones mal sujetos por un broche de nácar. Al llegar a la acera se recogió la falda con la mano derecha, en la que brillaban los diamantes, y giró hacia la larga hilera de puestos. Marcel vislumbró por un instante su perfil y el destello del arete de oro en su oreja.
De pronto la ocultó un enorme simón que pasó traqueteando. Marcel se lanzó tras él, enloquecido, y se detuvo bruscamente al ver que Juliet se daba la vuelta.
Alguien lo llamó por su nombre pero no lo oyó. Ella lo miraba, y él había caído de nuevo en la total pasividad de un chiquillo con la boca abierta.
Sólo un metro los separaba. Nunca había estado tan cerca de ella, de su ambarino rostro, terso como el de una niña, de sus ojos negros y profundos tras las largas pestañas, de su ancha frente partida por el pico de los cabellos que caían hacia atrás en ondas resplandecientes. Ella lo miró con infinita curiosidad. Luego sus finos labios pintados con carmín se curvaron en una sonrisa, y unas pequeñas arrugas se marcaron en torno a sus ojos.
A Marcel le latía la sien. Le tocaron el hombro, pero él no se movió. Alguien lo llamó por su nombre.
De pronto, como distraída por algo, Juliet inclinó la cabeza, ladeándola con gesto extraño, y se tentó el cabello con los dedos. Se buscaba el broche como si le hiciera daño, y tras arrancárselo de un tirón se lo quedó mirando mientras una cascada de pelo negro le caía sobre los hombros.
A Marcel se le escapó un suave gemido. Alguien le había cogido del brazo pero él se apartó, se puso tenso y abrió los ojos admirado, ignorando al joven que tenía a su lado.
Sólo sentía el latido de su corazón, y el fragor de los caballos y las ruedas en la calle se le antojaba ensordecedor. Se oían gritos y desde el río llegaban los retumbantes sonidos de los barcos que descargaban. Pero él no veía nada; sólo a Juliet y no en ese momento sino hacía mucho, mucho tiempo, antes de convertirse en un canalla, en un paria. Era un recuerdo tan palpable que cada vez que le acometía le devoraba hasta dejar de ser evocación para convertirse en pura sensación. Apretó la lengua contra los dientes, aturdido y abochornado. Tal vez incluso estuviera enfermo. Por un momento no supo dónde se hallaba, pero en lugar de dejarse llevar por el pánico intentó agarrarse a algo y dio con el recuerdo que le había hechizado.
Hacía años, cuando volvía corriendo a casa, tropezó con un trozo de carbón y fue a caer justamente en sus brazos. De hecho él le había dado un empujón al ir a agarrarse al tafetán de su cintura, y al ver que era ella, Juliet, la había soltado con tal pánico que habría caído de no haberle agarrado ella por el hombro. Marcel la miró a sus ojos de azabache, vio los botones desabrochados del cuello, la curva de sus pechos desnudos en el escote y más abajo la oscuridad, allí donde los senos se unían suavemente al torso, y quedó sobrecogido por una desconocida oleada de emociones. Sintió en su mejilla el pulgar de ella, como si fuera de seda, y luego la palma abierta de su mano, que le acariciaba con dulzura el pelo rizado. Los ojos de Juliet parecían entonces cegadores. Tenía el talle sólo cubierto por la ropa, una insólita desnudez. A Marcel se le quedó en las manos el aroma de especias y flores y a punto estuvo de desmayarse.
Casi se estaba muriendo ahora. Y ahora, como entonces, la miraba deslumbrado, desfallecido, mientras ella se alejaba como un gran barco, corriente arriba.
—¡Pero esto no tiene nada que ver! —susurró, con las mejillas encendidas de vergüenza, sin poder evitar que se le movieran los labios (era muy dado a hablar solo en voz alta, aunque, para su gran alivio, muchos de los que le oían pensaban que estaba cantando)—. Es por Christophe —prosiguió—. ¡Tengo que hablarle de Christophe!
Pero la mera imagen de las ondulantes faldas de Juliet le estaba aturdiendo de nuevo.
—Soy un criminal —murmuró en francés con aire melodramático, y sintió un absurdo consuelo al convertirse en el abyecto objeto de su propia condena. Demasiadas noches se había permitido gozar del recuerdo de aquella colisión de su infancia (el pecho desnudo, la cintura sin corsé, el penetrante perfume), y ahora tenía que recuperar la compostura como un caballero que, habiendo visto a una dama desnuda en su baño, cierra la puerta y se aleja presuroso.
Estaba en la Place d'Armes. Alguien intentaba romperle el brazo.
Marcel se quedó mirando, atónito, los botones de la pechera de Richard Lermontant, su mejor amigo.
—No, vete, Richard —dijo al instante, como si hubieran estado discutiendo hacía rato—, vuelve a la escuela. —Y mientras estiraba el cuello para ver a Juliet desaparecer entre el gentío del mercado, intentó liberarse de su amigo.
—¿Me estás diciendo a mí que vuelva al colegio? —preguntó Richard sin soltarlo. Su voz era grave y profunda, casi un susurro—. Mírame, Marcel. —Richard tenía el hábito de bajar la voz precisamente cuando otros la levantarían, cosa que siempre le resultaba efectiva, tal vez por lo alto que era, mucho más que Marcel, aunque sólo tenía dieciséis años. En realidad sobresalía por encima de todo el gentío—. ¡Monsieur De Latte está furioso! —insistió, acercándose más—. Tienes que volver conmigo ahora mismo.
—¡No! —exclamó lacónico Marcel mientras se soltaba de un tirón y reprimía el impulso de frotarse el brazo. En toda su vida rara vez le habían tocado si no era con furia, y abrigaba una considerable desconfianza hacia el contacto físico. Aborrecía que lo agarraran, aunque le resultaba imposible enfadarse con Richard. Eran más que amigos, y no podía soportar ningún enfado entre ellos—. Vete, por favor —suplicó—. Dile lo que quieras a monsieur De Latte. Me da lo mismo. —Y con estas palabras echó a correr hacia la esquina.
Richard lo alcanzó rápidamente.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó, inclinándose un poco para acercarse al oído de Marcel—. Te has escapado corriendo de clase, ¿no te das cuenta?
—Sí que me doy cuenta. Ya lo sé. Ya lo sé —replicó Marcel. Se lanzó con torpeza entre el tráfico, pero se vio obligado a volver a la acera—. Déjame, por favor. —Sólo alcanzaba a ver la cabeza de Juliet ante los puestos de pescado—. ¡Déjame en paz, por favor!