La noche de la encrucijada

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: La noche de la encrucijada
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En la encrucijada de las Tres Viudas, junto a la carretera de Arpajon, en medio del estruendo de los camiones que transportan legumbres a París, tres casas solitarias parecen desafiarse: la casita de un agente de seguros, una gasolinera en la que también reparan coches y la gran finca en la que viven dos hermanos aristócratas de origen danés. Una mañana, un tal Isaac Goldberg aparece muerto en el coche del agente de seguros, y el comisario Maigret acude a la encrucijada para investigar ese crimen aparentemente inexplicable. En un ambiente casi teatral, donde todos los personajes interpretan su papel con quizás demasiada aplicación, Maigret pasará la noche más dramática, la más peligrosa, y también la más cómica de toda su carrera.

Georges Simenon

La noche de la encrucijada

Comisario Maigret, 7

ePUB v1.0

Ledo
19.08.12

Título original:
La nuit du carrefour

Georges Simenon, 1931.

Traducción: Joaquín Jordá

Diseño/retoque portada: Ledo

Editor original: Ledo (v1.0).

ePub base v2.0

El monóculo negro

Maigret, con un suspiro de cansancio, apartó su silla del escritorio en el que estaba acodado: hacía exactamente diecisiete horas que había empezado el interrogatorio de Carl Andersen.

Por las ventanas sin cortinas habían visto sucesivamente cómo, al mediodía, una multitud de modistillas y empleados tomaban al asalto los cafés de la Place Saint-Michel; luego la animación decayó hasta las seis de la tarde, cuando empezó la carrera hacia las estaciones de metro y de tren; por último, el callejeo de bar en bar antes de cenar.

Las brumas habían envuelto el Sena. Había pasado un último remolcador, con luces verdes y rojas, arrastrando tres gabarras. El último autobús. El último metro. Después de guardar los paneles de anuncios en el interior, cerraron un cine.

La estufa del despacho de Maigret parecía crepitar ahora con mayor intensidad. Sobre la mesa había vasos de cerveza vacíos y restos de bocadillos.

En alguna parte se había declarado un incendio, porque se oyeron pasar los ruidosos vehículos de los bomberos. Hubo también una redada: el coche celular salió de la Prefectura hacia las dos y regresó más tarde por el patio de la prisión, donde dejó su botín.

El interrogatorio había continuado. Cada hora, o cada dos horas, según su fatiga, Maigret pulsaba un botón. El brigada Lucas, que dormitaba en un despacho contiguo, aparecía, echaba una mirada a las notas del comisario y tomaba el relevo.

Maigret iba entonces a echarse a un catre; luego volvía a la carga con energías renovadas.

La Prefectura estaba desierta. Había cierto movimiento en la brigada de costumbres: hacia las cuatro de la madrugada, un inspector trajo a un vendedor de drogas y lo interrogó inmediatamente.

La bruma lechosa que aureolaba el Sena se blanqueó, y asomó el día, iluminando los muelles vacíos. Resonaron pasos en los corredores. Llamadas telefónicas. Voces. Ruidos de puertas. Las escobas de las mujeres de la limpieza.

Y Maigret, dejando su pipa demasiado caliente sobre la mesa, se levantó y, con un mal humor no exento de admiración, miró al detenido de pies a cabeza.

¡Diecisiete horas de duro interrogatorio! Nada más entrar, le habían quitado los cordones de los zapatos, el cuello postizo y la corbata, y le habían vaciado los bolsillos.

Durante las cuatro primeras horas le habían hecho permanecer de pie en el centro del despacho, y las preguntas cayeron sobre él como balas de ametralladora.

«¿Tienes sed?».

Maigret había tomado ya cuatro cervezas, y el prisionero esbozó una pálida sonrisa. Bebió ávidamente.

«¿Tienes hambre?».

Le habían pedido que se sentara y luego que se levantara. Tras permanecer siete horas sin comer, le dieron un bocadillo y, mientras lo devoraba, continuaron acosándolo.

Dos hombres se habían relevado para interrogarlo. Entre una sesión y otra, podían dormitar, desperezarse, escapar a la obsesión de aquel monótono interrogatorio.

¡Y eran ellos los que abandonaban! Maigret se encogió de hombros, buscó una pipa fría en un cajón y se secó la frente perlada de sudor.

Tal vez, lo que más le impresionaba no era la resistencia física y moral del hombre, sino su turbadora elegancia y la distinción que mantenía hasta el final.

Un hombre que sale de la sala de cacheo sin corbata, que permanece después una hora completamente desnudo y rodeado de cien delincuentes en los locales de Identidad Judicial, que es llevado de la cámara fotográfica a las sillas de medición, zarandeado, víctima de las deprimentes bromas de otros detenidos, rara vez mantiene la seguridad que, en la vida privada, forma parte de su personalidad.

Y cuando ha sufrido un interrogatorio de varias horas, es un milagro que algo lo siga diferenciando de cualquier vagabundo.

Carl Andersen no había cambiado. Pese a su traje arrugado, conservaba una elegancia que muy pocas veces tienen ocasión de ver los agentes de la Policía Judicial, una elegancia de aristócrata, con esa pizca de discreción y rigidez y ese toque de altivez que parecen exclusivos de los ambientes diplomáticos.

Era más alto que Maigret, ancho de hombros pero ágil y delgado, estrecho de caderas. Su cara alargada estaba pálida y sus labios habían perdido color.

Un monóculo negro le ocultaba el ojo izquierdo.

«Quíteselo», le habían ordenado.

Tras obedecer, con un atisbo de sonrisa, descubrió un ojo de cristal de una desagradable fijeza.

«¿Un accidente?».

«Sí, de aviación».

«Así pues, ¿participó en la guerra?».

«Soy danés. No tuve que luchar. Pero en Dinamarca poseía un avión particular».

En un rostro joven y de facciones regulares, el ojo artificial era tan perturbador que Maigret había mascullado: «Puede volver a ponerse el monóculo».

Andersen, tanto si lo obligaban a permanecer de pie como si se olvidaban de darle de beber o de comer, no se había quejado ni una sola vez. Desde donde se hallaba podía vislumbrar el movimiento de la calle, los tranvías y los autobuses cruzando el puente, un rojizo rayo de sol al final de la tarde, y ahora la animación de una clara mañana de abril.

Se mantenía siempre igual de erguido, sin afectación alguna, y la única señal de fatiga era la fina y profunda ojera que le nacía bajo el ojo derecho.

—¿Mantiene todas sus declaraciones?

—Las mantengo.

—¿Se da cuenta de que son inverosímiles?

—Me doy cuenta, pero no puedo mentir.

—¿Espera ser puesto en libertad por falta de pruebas?

—No espero nada —contestó con acento extranjero, más perceptible desde que estaba cansado.

—¿Quiere que le lea el acta de su interrogatorio antes de hacérsela firmar?

Un vago ademán de hombre de mundo que rechaza una taza de té.

—Se la resumiré brevemente. Hace tres años usted llegó a Francia en compañía de su hermana Else. Vivieron un mes en París. Alquilaron después una casa de campo en la carretera nacional de París a Etampes, a tres kilómetros de Arpajon, en el lugar llamado Encrucijada de las Tres Viudas.

Carl Andersen asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—Desde hace tres años viven allí en el aislamiento más estricto, tanto que la gente del pueblo no ha visto cinco veces a su hermana. No se relaciona con sus vecinos. Compró un 5 CV, de un modelo anticuado, que utiliza para hacer usted mismo la compra en el mercado de Arpajon. Todos los meses, siempre con ese vehículo, viene usted a París.

—A entregar mi trabajo en la empresa Dumas et Fils, en la Rue du 4-Septembre, ¡exacto!

—Trabajo que consiste en diseñar tejidos de mobiliario. Por cada diseño le pagan quinientos francos. Realiza usted una media de cuatro diseños al mes, o sea, que usted gana dos mil francos mensuales.

Nueva señal afirmativa.

—No tiene amigos. Su hermana, a su vez, tampoco tiene amigas. La noche del sábado se acostaron como de costumbre, y usted encerró a su hermana en su habitación, contigua a la suya, porque, según usted, ella es muy miedosa. Bien, ¡dejémoslo así! El domingo, a las siete de la mañana, Monsieur Emile Michonnet, agente de seguros que vive en una casita a cien metros de ustedes, entró en su garaje y descubrió que su vehículo, un seis cilindros nuevo, de una marca conocida, había desaparecido y lo habían sustituido por su trasto.

Andersen no se inmutó y, con un gesto maquinal, se palpó el bolsillo en el que probablemente solía guardar los cigarrillos.

—Monsieur Michonnet, que en los últimos días hablaba sin cesar de su nuevo coche en toda la comarca, supuso que se trataba de una broma de mal gusto. Se presenta en su casa, encuentra la verja cerrada y llama al timbre en vano. Media hora después, cuenta su desgracia en la gendarmería, y varios agentes se personan en su domicilio. No los encuentran ni a usted ni a su hermana; en cambio, en el garaje de su casa descubren el vehículo de Monsieur Michonnet y, en el asiento delantero, echado sobre el volante, a un hombre muerto a consecuencia de un disparo a bocajarro en el pecho. No le han robado los documentos: se llamaba Isaac Goldberg y trabajaba como corredor de diamantes en Amberes. —Sin dejar de hablar, Maigret cargó de nuevo la estufa—. Rápidamente, los gendarmes interrogan a los empleados de la estación de Arpajon, quienes afirman que le han visto a usted tomar el primer tren a París, acompañado de su hermana. Los detienen a los dos a su llegada a París, en la Gare d’Orsay. Usted lo niega todo.

—Niego haber matado a nadie.

—También niega conocer a Isaac Goldberg.

—Lo vi por primera vez muerto, al volante de un vehículo que no me pertenece, en mi propio garaje.

—Y en vez de llamar a la policía, trata de escaparse con su hermana.

—Tuve miedo.

—¿Quiere añadir algo más?

—Nada.

—¿Y mantiene usted que no oyó nada durante la noche del sábado al domingo?

—Tengo un sueño muy pesado.

Era la quincuagésima vez que repetía exactamente las mismas frases, y Maigret, harto, pulsó el timbre. Llegó el inspector Lucas.

—Vuelvo al instante.

La conversación entre Maigret y el juez de instrucción Coméliau, encargado del caso, duró unos quince minutos. El magistrado dio por pérdida de antemano, por decirlo de algún modo, la partida.

—Ya verá, éste será uno de esos casos que por fortuna sólo se presentan una vez cada diez años y de los que jamás se descubre la clave. ¡Y tiene que tocarme precisamente a mí! Todos los detalles son incoherentes. ¿Por qué esa sustitución de coches? ¿Y por qué Andersen no utilizó el que estaba en su garaje para escapar, en lugar de irse a Arpajon a pie y tomar el tren? ¿Qué hacía ese corredor de diamantes en la Encrucijada de las Tres Viudas? Créame, Maigret, tanto a usted como a mí nos espera toda una serie de problemas. En fin, suéltelo, si le parece. Tal vez no se equivoque al pensar que, si ha resistido un interrogatorio de diecisiete horas, no podrá sonsacarle nada más.

El comisario tenía los ojos un poco enrojecidos, pues había dormido muy poco.

—¿Ha visto a la hermana? —preguntó el juez.

—No. Cuando me trajeron a Andersen, los gendarmes habían llevado a la joven a su casa. Querían interrogarla en el lugar de autos. Se ha quedado allí. La vigilan.

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