—Me gustaría —dije— arrancarle todas las plumas de la cola y slusar cómo cricha desesperado. Por ser tan vanidoso.
—Bien —dijeron los dos— bien bien bien. —Y siguieron volviendo las páginas. Eran como imágenes de débochcas de veras joroschó, y contesté que me gustaría aplicarles el viejo unodós unodós con mucha ultraviolencia. Había otras imágenes de chelovecos a quien les daban con la bota justo en el litso y el crobo rojo rojo por todas partes, y dije que me gustaría estar también en eso. Y había una imagen del viejo nago que era drugo del chaplino de la prisión, y se lo veía cargando la cruz y subiendo la colina, y yo expliqué que me gustaría manejar el viejo martillo y los clavos. Muy bien. Pregunté:
—¿Qué significa todo esto?
—Hipnopedia profunda —o algún otro slovo por el estilo, dijo uno de los dos vecos—. Parece que está curado.
—¿Curado? —pregunté—. ¿Atado así a esta cama y dicen que estoy curado? Bésenme los scharros, es lo que yo digo.
—Paciencia —aclaró el otro—. Ya no le falta tanto. Así que tuve paciencia y, oh hermanos míos, mejoré mucho, masticando huevos y lonticos de tostada y piteando tazones bolches de chai con leche, hasta que un día me dijeron que vendría a verme una visita muy muy muy especial.
—¿Quién? —pregunté mientras me arreglaban la cama y me peinaban la lujosa gloria, pues ya me habían quitado la venda de la golová y el pelo había vuelto a crecer.
—Ya verá, ya verá —contestaron. Y por cierto que vi. A las dos y media de la tarde estaban allí todos los fotógrafos y los hombres de las gasettas con libretas y lápices y toda esa cala. La verdad, hermanos, casi tocaron trompetas y una fanfarria bolche por este veco grande e importante que venía a videar a Vuestro Humilde Narrador. Y claro que vino, y por supuesto no era otro que el ministro del Interior o el Inferior, vestido a la última moda y con la golosa ja ja ja muy de clase alta. Las cámaras hicieron flash flash cuando extendió la ruca para estrechar la mía. Le dije:
—Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejo druguito? —Parece que nadie ponimó eso, pero alguien me dijo con golosa áspera:
—Muchacho, demuestre más respeto al hablar con el ministro.
—Yarblocos —respondí, gruñendo como un perrito—. Bolches y grandes yarblocos para ti.
—Está bien, está bien —dijo muy scorro el del Inferior Interior—. Me habla como a un amigo, ¿no es así, hijo?
—Yo soy el amigo de todos —dije—. Excepto de mis enemigos.
—¿Y quiénes son tus enemigos? —preguntó el ministro, mientras todos los vecos de las gasettas dale que dale que dale al lápiz—. Cuéntanos, hijo mío.
—Todos los que me hacen daño —dije— son mis enemigos.
—Bien —dijo el Min del Int Inf, sentándose al lado de mi cama—. Yo y el gobierno queremos que nos consideres amigos. Sí, amigos. Te hemos curado, ¿no es así? Te dimos el mejor tratamiento. Nosotros nunca quisimos que sufrieras, pero algunos sí lo quisieron, y todavía lo quieren. Y creo que sabes de quiénes hablo.
»Sí sí sí —dijo—. Hay ciertos hombres que quisieron utilizarte, sí, utilizarte con fines políticos. Les hubiera alegrado, sí, alegrado que murieses, y le habrían echado la culpa de todo al gobierno. Creo que sabes quiénes son esos hombres.
»Hay un hombre —continuó el Minitinf— llamado F. Alexander, un escritor de literatura subversiva que ha estado reclamando tu cabeza. Estaba como loco por atravesarte de una cuchillada. Pero ya no corres peligro. Lo hemos encerrado.
—Se suponía que era un drugo —dije—. Como una madre para mí fue lo que él fue.
—Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos —dijo el min muy scorro— creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho.
—O sea —dije— que alguien se lo explicó.
—Tenía esa idea —continuó el min—. Era una amenaza. Lo encerramos para su propia protección. Y también —dijo— para la tuya.
—Muy amable —dije—. Amabilísimo.
—Cuando salgas de aquí —dijo el min— no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos.
—¿De veras?
—Siempre ayudamos a nuestros amigos, ¿no es así? —Y entonces me estrechó la mano y un veco crichó: —¡Sonría! —y yo sonreí como besuño sin pensarlo, y entonces flash flash flash crac flash bang se tomaron fotos de mí y el Minintinf muy juntos y drugos—. Buen chico —dijo este gran cheloveco—. Buen chico. Y ahora, te haremos un regalo.
Hermanos, lo que trajeron entonces fue una gran caja brillante, y vi en seguida qué clase de vesche era. Era un estéreo. Lo pusieron al lado de la cama y lo abrieron, y un veco lo enchufó en la pared. —¿Qué quiere oír? —preguntó un veco con ochicos en la nariz, y tenía en las rucas unos álbumes de música, hermosos y brillantes. ¿Mozart? ¿Beethoven? ¿Schoenberg? ¿Carl Orff?
—La Novena —dije—. La gloriosa Novena.
Y fue la Novena, oh hermanos míos. Todos empezaron a salir despacio y en silencio mientras yo descansaba, con los glasos cerrados, slusando la hermosa música. El min dijo: —Buen buen chico —palmeándome el plecho, y luego se fue. Sólo quedó un veco que dijo—: Firme aquí, por favor. —Abrí los glasos para firmar, sin saber qué firmaba, y sin que me importase tampoco, oh hermanos míos. Y así me quedé solo con la gloriosa Novena de Ludwig van.
Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum. Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo ya estaba curado.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, es decir Len, Rick y Toro, llamado Toro porque tenía un cuello bolche y una golosa realmente gronca que eran como las de un toro bolche bramando auuuuuuh. Estábamos sentados en el bar lácteo
Korova
, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer en esa bastarda noche de invierno, oscura, helada, aunque seca. Había muchos chelovecos puestos en órbita con leche y velocet, synthemesco y drencrom, y otras vesches que te llevaban lejos, muy lejos de este infame mundo real a la tierra donde videabas a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo, mientras chorros de luces te estallaban en el mosco. Estábamos piteando la vieja leche con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, pero ya os he contado todo esto.
Íbamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones muy anchos y un holgado y reluciente chaleco negro de piel sobre una camisa con el cuello desabrochado y una especie de pañuelo metido dentro. En esos tiempos también estaba de moda pasarse la britba por la golová y rasurar la mayor parte, dejando pelo sólo a los lados. Pero siempre era lo mismo para nuestras viejas nogas, unas grandes botas bolches, realmente espantosas, para patear litsos.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Yo era el mayor de los cuatro y todos me consideraban el líder del grupo, pero a veces se me ocurría que a Toro le rondaba por la golová la idea de tomar el mando, y esto sólo porque era enorme y por la gronca golosa que le salía cuando estaba en pie de guerra. Pero todas las ideas venían de Vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba la vesche de que yo había sido famoso y habían publicado mi foto y artículos sobre mí y toda esa cala en las gasettas. Además yo tenía el mejor trabajo de los cuatro, en los Archivos Nacionales de Gramodiscos en el lado de la música, y cada fin de semana tenía los carmanos repletos de preciosos gollis, además de un montón de buenos discos gratis para el malenco estante de mi lado.
Esa noche en el
Korova
había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y málchicos que smecaban y piteaban y que interrumpían las goboraciones y la cháchara de los en-órbita barbotando cosas como «Gargariza los falatucos y el gusano se disemina en pequeñas bolas masacradas» y toda esa cala, uno podía slusar una canción pop en el estéreo, Ned Achimota cantando
Ese día, sí, ese día
. En la barra había tres débochcas vestidas a la última moda nadsat, esto es, pelo largo despeinado teñido de blanco y grudos postizos que sobresalían lo menos un metro y faldas muy cortas y ajustadas y ropa interior blanca y espumosa, y Toro repetía sin cesar: —Eh, podríamos meternos ahí, tres de nosotros. Al viejo Len no le interesa. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios. —Y Len repetía sin cesar: —Yarboclos yarboclos. ¿Qué ha sido del espíritu del todos para uno y uno para todos, eh, chico? —De pronto me sentí muy muy cansado y al mismo tiempo con una energía hormigueante, y dije:
—Fuera fuera fuera fuera fuera.
—¿Adónde? —preguntó Rick, que tenía litso de rana.
—Oh, sólo a videar que sucede en el gran exterior —dije. Pero por alguna razón, hermanos míos, me sentí enormemente aburrido y algo desesperado, y esos días me había sentido así a menudo. De modo que me volví al cheloveco sentado junto a mí en el largo asiento de felpa que corría alrededor del mesto, un cheloveco somnoliento que barboteaba, y le aticé unos puñetazos en el estómago, ac ac ac, realmente scorro. Pero él ni los sintió, hermanos, y barbotó: «Carretea la virtud, ¿dónde en el extremo de las colas yacen las palopalomitas?» Así que nos largamos a la gran noche invernal.
Descendimos por el bulevar Marghanita y como no había militsos patrullando por allí, cuando encontramos a un starrio veco que venía del quiosco donde acababa de cuperar la gasetta le dije a Toro: —Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas. —En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes y videar cómo las cumplían. Toro se le echó encima y lo cracó, er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon, smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía.
—¿Qué me dices de un delicioso vaso de algo que nos saque el frío, eh Alex? —propuso Toro. No estábamos lejos del
Duque de Nueva York
. Los otros dos dijeron sí sí sí con la cabeza, pero todos me miraron para videar si eso estaba bien. Estuve de acuerdo, así que hacia allá iteamos. Dentro del antro esperaban aquellas starrias ptitsas o harpías o bábuchcas que recordaréis del principio y todas empezaron con lo de «Buenas noches, muchachos, Dios os bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros», esperando que nosotros dijéramos: «¿Qué vais a tomar, chicas?» Toro hizo sonar el colocolo y acudió un camarero frotándose las rucas en el delantal grasiento. —El dinero sobre la mesa, drugos —dijo Toro sacando un tintineante montón de dengo—. Escocés para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas, ¿eh?
Y entonces yo dije: —Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. —No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la golová el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mí, de atesorarlos por alguna razón.
Toro dijo: —¿Qué pasa, brato? ¿Qué le sucede al viejo Alex?
—Ah, al demonio —dije yo—. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo.
—¿Ganados? —dijo Rick—. ¿Ganados? No tienen por qué ganarse, como bien sabes, viejo drugo. Tomarlos, basta con tomarlos. —Y smecó realmente gronco y vi que tenía uno o dos subos menos estropeados.
—Ah —dije—, tengo que pensarlo. —Pero al videar la expresión de las viejas bábuchcas, que esperaban ansiosas un poco de alc gratis, encogí los plechos, saqué el dinero del carmano de los pantalones, billetes y monedas revueltos, y los dejé caer tintineando sobre la mesa.
—Escocés para todos, ¿verdad? —dijo el camarero, pero por alguna razón dije:
—No, muchacho, para mí será una cerveza pequeña, ¿de acuerdo?
—Esto no me gusta —dijo Len, y empezó a pasarme las rucas por la golová, como queriendo decir que yo tenía fiebre, pero le gruñí como un perro y se apartó scorro—. Está bien, está bien, drugo —dijo—. Como tú digas.
Pero Toro estaba smotando con la rota abierta algo que había salido de mi carmano junto con el precioso dinero que había dejado en la mesa.
—Bueno bueno bueno —dijo—. Y nosotros sin enterarnos.
—Dame eso —gruñí, y se lo arrebaté scorro. No me explicaba cómo había llegado allí, hermanos, pero era la fotografía que yo había recortado de una vieja gasetta, un bebé que gorjeaba gu gu gu mientras le babeaba leche de la rota y miraba arriba como smecando el mundo, y estaba todo nago y la carne toda como pliegues porque era un bebé muy gordo. Hubo un ja ja ja mientras querían arrebatarme el pedazo de papel y tuve que gruñirles de nuevo y agarré la foto y la rompí en pedazos diminutos que dejé caer como nieve. El whisky llegó al fin y las starrias bábuchcas dijeron: —Salud, muchachos, Dios los bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros— y toda esa cala. Y una de ellas toda líneas y arrugas, sin un subo en la vieja rota hundida, dijo: —No rompas el dinero, hijo. Si tú no lo necesitas, dáselo a otros —lo cual fue muy descarado y audaz. Pero Rick dijo:
—No era dinero, oh bábuchka. Era la fotografía de un pequeño y tierno bebé.
—Ya me estoy cansando —dije yo—. Sois vosotros los bebés, todos. Mofándose y riéndose y lo único que saben hacer es smecar y arrear tolchocos bolches y cobardes a la gente, cuando ellos no pueden devolverlos.
—Bueno —dijo Toro—, siempre te habíamos tenido por el rey en esas cuestiones y además el maestro. No te encuentras bien, eso es lo que te pasa, viejo drugo.
Videé el turbio vaso de cerveza delante de mí sobre la mesa y sentí como un vómito dentro de mí, así que exclamé —Aaaaah— y arrojé por todo el suelo la cala espumosa y vonosa. Una de las ptitsas starrias comentó:
—No quiere gastar.
—Mirad, drugos, escuchadme —dije—. Por alguna razón esta noche no estoy bien de humor. No sé por qué o cómo, pero así es la cosa. Vosotros tres salid por vuestra cuenta esta noche y yo me quedo fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar y hora, y espero estar mucho mejor.
—Oh —dijo Toro—, de veras que lo siento. —Pero se le videaba un brillo en los glasos, porque esa naito él podría llevar la batuta. Poder, poder, todos quieren poder.— Podemos posponer para mañana lo que teníamos en mente —dijo Toro—, esa crastada en las tiendas de la calle Gagarin. Diversión de película y dinero todo junto, drugo.
—No —dije yo—. No posponéis nada. Adelante como si nada y según vuestro propio estilo. Ahora, yo me iteo —añadí, y me levanté de la silla.