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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (47 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Henry, ¿quieres coger a Rosa? —me pregunta Clare.

Me embarga el pánico.

—No —respondo con demasiada vehemencia—, tengo un poco de frío.

Me levanto y me voy del dormitorio, atravieso la cocina y salgo por la puerta trasera al patio. Llovizna. Me detengo y respiro hondo.

Oigo un portazo a mis espaldas. Gómez sale al jardincito y se queda tras de mí.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Creo que sí. Me estaba entrando claustrofobia ahí dentro.

—Sí, ya sé a lo que te refieres.

Nos quedamos en silencio durante unos minutos. Estoy intentando recordar algún abrazo de mi padre cuando yo era pequeño. Lo único que puedo rememorar, sin embargo, es que yo jugaba con él, corría, reía, subido a sus hombros. Me doy cuenta de que Gómez me está mirando, y que las lágrimas surcan mis mejillas. Me seco la cara con la manga. Alguno de los dos tendría que decir algo.

—No te preocupes por mí.

Gómez hace un gesto de incomodidad.

—Ahora vuelvo —dice, y desaparece dentro de la casa.

Me da la sensación de que se ha ido para no molestar, pero al cabo de un rato veo que vuelve a salir con un cigarrillo encendido en la mano. Me siento en la decrépita mesa de picnic, mojada por la lluvia y cubierta de hojas de pino. Hace frío aquí fuera.

—¿Todavía estáis intentando tener un hijo?

Me sorprende su pregunta, hasta que me doy cuenta de que Clare probablemente se lo cuenta todo a Charisse, y que esta no le cuenta nada a Gómez.

—Sí.

—¿Todavía está triste Clare por lo de ese aborto?

—Abortos. En plural. Hemos tenido tres.

—Perder un hijo, señor DeTamble, puede considerarse una desgracia; pero perder tres me parece un caso de negligencia.

—No le veo el lado divertido, Gómez.

—Lo siento. —Gómez tiene todo el aspecto de sentirse avergonzado por una vez en la vida.

No quiero hablar del tema. Me faltan palabras, y apenas puedo conversar del asunto con Clare, Kendrick y los demás médicos, a cuyos pies hemos depositado nuestro triste caso.

—Lo siento —vuelve a repetir Gómez.

—Será mejor que entremos —digo yo levantándome.

—Ah, no creas. Ellas prefieren estar solas, para hablar de cosas de chicas.

—Hummm. Bueno, pues vale. ¿Qué tal los Cubs? —le pregunto, volviendo a sentarme.

—Bah, cállate.

Ninguno de los dos sigue el béisbol. Gómez pasea arriba y abajo. Me gustaría que se estuviera quieto o, mejor aún, que se metiera dentro de casa.

—Bueno, dime: ¿cuál es el problema? —pregunta del modo más natural.

—¿Respecto a qué? ¿A los Cubs? Lanzan mal, diría yo.

—No, querido bibliotecario, no me refiero a los Cubs. ¿Cuál es el problema que impide que tú y Clare tengáis descendencia?

—Francamente, Gómez, eso no es algo que te incumba.

Sigue removiendo el tema, inmutable.

—¿Saben acaso cuál es el problema?

—Jódete, Gómez.

—Uy, uy, uy... Menudo lenguaje. Te lo digo porque conozco a una insigne doctora...

—Gómez.

—... especializada en trastornos cromosómicos fetales.

—¿De dónde diantre has sacado tú...?

—Fue un testigo que actuó de especialista en un caso.

—Ah.

—Se llama Amit Montague. Es un genio. Esa mujer ha estado en la televisión y ha ganado un montón de premios. Los jurados la adoran.

—Ah, en ese caso, si los jurados la adoran... —le replico con sarcasmo.

—Tú ve a verla. Joder, tío, solo intento ayudaros.

—Muy bien —suspiro—. Hummm, gracias.—¿Este gracias equivale a decir: «gracias, saldremos de aquí e iremos directamente a ver a la doctora que nos has sugerido, querido camarada», o bien «gracias, y ahora anda y que te den»?

Me levanto y me sacudo las hojas de pino del trasero de los pantalones.

—Entremos —le digo, y los dos entramos en casa.

Cuatro

Miércoles 21 de julio de 1999; 8 de septiembre de 1998

Henry tiene 36 años, y Clare 28

H
ENRY
: Nos hemos acostado. Clare está hecha un ovillo, de espaldas a mí, y yo me he acurrucado contra ella. Son casi las dos de la mañana y acabamos de apagar la luz tras una larga y absurda discusión sobre nuestras desventuras reproductivas. Ahora me encuentro en la cama, apretado contra Clare, mi mano asiendo su pecho derecho, e intento discernir si estamos juntos en esto o de algún modo me ha dejado atrás.

—Clare —digo bajito contra su nuca.

—¿Hummm?

—Adoptemos.

Llevo pensando en ello desde hace semanas, meses; y me parece una vía de escape brillante: tendremos un bebé que gozará de buena salud. Clare gozará también de buena salud, y todos seremos felices. Es la mejor salida.

—Pero eso sería hacer trampa —objeta Clare—. Sería fingir.

Clare se incorpora y se vuelve hacia mí, y yo la imito.

—Sería un bebé de verdad, y nuestro además. ¿A eso lo llamas fingir?

—Estoy harta de esta hipocresía. Fingimos continuamente, y esto quiero hacerlo de verdad.

—No es cierto que finjamos todo el tiempo. ¿De qué estás hablando?

—¡Fingimos ser gente normal, que vive una vida normal! Yo finjo que no me importa el hecho de que siempre estés desapareciendo, Dios sabe dónde. Tú haces ver que todo va bien, incluso cuando estás a punto de morir y Kendrick no sabe qué demonios hacer. Yo finjo que no me importa que nuestros bebés mueran... —Está sollozando, doblada hacia delante, y el pelo le cubre el rostro, una cortina de seda que oculta su cara.

Estoy cansado de llorar. Cansado de ver a Clare llorar. Me siento indefenso ante sus lágrimas, no puedo hacer nada para cambiar las cosas.

—Clare... —Levanto el brazo para tocarla, para consolarla, para consolarme, y ella me rechaza. Me levanto de la cama, agarro la ropa y me visto en el baño. Cojo las llaves del bolso de Clare y me calzo los zapatos. Clare aparece en el recibidor.

—¿Adonde vas?

—No lo sé.

—Henry...

Salgo de casa dando un portazo. Es bueno estar fuera. No logro recordar dónde está el coche, pero entonces lo veo al otro lado de la calle. Me dirijo al automóvil y subo.

Mi primera idea es dormir en el coche, pero cuando ya me he sentado al volante, decido ir a alguna parte. La playa: iré hasta la playa. Sé que es una idea nefasta. Estoy cansado, triste, sería una locura conducir... pero me apetece muchísimo. Las calles están vacías. Arranco el coche, que ruge cobrando vida. Al cabo de un minuto, salgo de la plaza de aparcamiento. Veo el rostro de Clare en la ventana delantera. Que se preocupe. Por una vez no me importa.

Conduzco por Ainslie hasta Lincoln, corto por Western y me dirijo al norte. Hacía bastante tiempo que no salía solo en plena noche, y ni siquiera recuerdo la última vez que conduje un automóvil, a pesar de ser peligroso para mí. Es agradable. Acelero al llegar al cementerio Colina de las Rosas y paso junto al largo pasadizo de vendedores de automóviles. Enciendo la radio, golpeo las emisoras memorizadas hasta dar con la WLUW; ponen a Coltrane, así que subo a tope el volumen y bajo la ventanilla. El ruido, el viento, la suave repetición de semáforos y farolas me calman, me anestesian, y al cabo de un rato casi olvido por qué he salido de casa. Al llegar a los límites de Evanston, corto por Ridge y cojo Dempster para llegar al lago. Aparco cerca de la laguna, dejo las llaves en el contacto, salgo y camino. Hace frío, y todo está en silencio. Me dirijo hacia el muelle y me detengo al llegar al final para contemplar la línea costera de Chicago parpadeando bajo el cielo naranja y púrpura.

Estoy tan cansado... Cansado de pensar en la muerte, cansado del sexo como un medio para llegar a un fin; y me asusta pensar adonde nos conducirá todo eso. No sé cuánta presión resistirá Clare.

¿Qué son esos fetos, esos embriones, esas multitudes apiñadas de células que seguimos creando y perdiendo? ¿Qué tienen de importante para que valga la pena arriesgar la vida de Clare, teñir de desesperación cada uno de nuestros días? La naturaleza nos está diciendo que abandonemos, la naturaleza me dice: «Henry, eres un organismo muy jodido y no queremos crear otros seres como tú». Por mi parte, estoy dispuesto a aceptarlo.

Jamás me he visto en el futuro con hijos. A pesar de haber pasado mucho tiempo con mi joven yo, a pesar de haberle dedicado mucho tiempo a Clare cuando era pequeña, no siento que mi vida sea incompleta por el hecho de que no exista alguien de mi misma sangre. Ningún yo futuro me ha animado a seguir insistiendo de ese modo. En realidad, hace unas semanas perdí los nervios y lo pregunté; fui corriendo a ver a mi yo, en las estanterías de la Newberry, un yo de 2004. «¿Tendremos alguna vez un bebé?», le pregunté. Mi yo sonrió y se encogió de hombros. «Tendrás que vivirlo, lo siento», me contestó él, petulante y compasivo. «Por el amor de Dios, dímelo», le imploré llorando, alzando la voz mientras él levantaba una mano y desaparecía. «Caraculo», dije en voz alta, e Isabelle asomó la cabeza por la puerta de seguridad y me preguntó por qué estaba gritando entre las estanterías; entonces me di cuenta de que podían oírme desde la sala de lectura.

No veo el modo de salir de esta situación. Clare está obsesionada. Amit Montague la anima a seguir, le cuenta historias de bebés milagrosos, le receta bebidas vitamínicas que me recuerdan a
La semilla del diablo.
Quizá podría declararme en huelga. ¡Claro, eso es!, una huelga de sexo. Me río solo, y el sonido de mi risa es engullido por las olas que suavemente lamen el espigón. Tengo todos los números. Dentro de unos días estaré arrastrándome de rodillas.

Me duele la cabeza. Intento ignorarlo; sé que la causa es el cansancio. Me pregunto si podría dormir en la playa sin que nadie me molestara. Hace una noche preciosa. Sin embargo, en ese preciso instante, me deja atónito un intenso rayo de luz que recorre el espigón y enfoca mi cara... Y, de repente, me encuentro en la cocina de Kimy, de espaldas contra el suelo, bajo la mesa, rodeado de patas de silla. Kimy está sentada en una de ellas y me observa desde arriba. Mi cadera izquierda aplasta sus zapatos.

—Hola, compañera —digo con voz débil. Siento que voy a desmayarme.

—Un día de estos, compañero, me provocarás un infarto —protesta Kimy, que me da pataditas con un pie—. Sal de ahí debajo y ponte algo de ropa.

Me desplomo y salgo de rodillas de debajo de la mesa. Luego me repliego sobre mí mismo en el linóleo y me quedo descansando durante unos instantes, intentando recuperarme y controlar las arcadas.

—Henry... ¿estás bien? —me pregunta Kimy, inclinándose sobre mí—. ¿Quieres comer algo? ¿Te apetece un poco de sopa? Tengo sopa minestrone... ¿O prefieres un café?

Le hago un gesto negativo con la cabeza.

—¿Quieres echarte en el sofá? ¿Estás mareado?

—No, Kimy, estoy bien; estaré mejor dentro de unos minutos.

Me las arreglo para ponerme de rodillas primero y levantarme a continuación. Entro en el dormitorio tambaleándome y abro el armario del señor Kim, que está prácticamente vacío, salvo por unos cuantos pares de téjanos muy bien planchados de distinto tamaño, que abarcan desde tallas infantiles hasta las de adulto, y diversas camisas blancas recién planchadas; mi montoncito de ropa, preparado y aguardándome. Una vez vestido, regreso a la cocina, me inclino sobre Kimy y le pellizco la mejilla.

—¿Qué fecha es hoy?

—8 de septiembre de 1998. ¿De dónde vienes?

—Del próximo julio.

Nos sentamos a la mesa. Kimy está haciendo el crucigrama del
New York Times.

—¿Qué pasará el próximo julio?

—El verano está resultando muy fresco, y tu jardín tiene un aspecto magnífico. Todas las acciones tecnológicas van al alza. Deberías comprar Apple en enero.

Kimy toma nota en un trocito de papel de bolsa marrón.

—De acuerdo. ¿Y tú? ¿Cómo te va? ¿Qué tal está Clare? ¿Todavía no tenéis ningún hijo?

—En realidad, lo que tengo es mucha hambre. ¿Qué me dices si me tomo la sopa que me ofrecías antes?

Kimy se levanta pesadamente de la silla y abre el frigorífico. Saca una cazuela y empieza a calentar la sopa.

—No has contestado a mi pregunta.

—No hay novedades, Kimy. No existe ningún bebé. Clare y yo discutimos por eso continuamente. Por favor, no me pinches.

Kimy me da la espalda. Remueve la sopa con fuerza. Advierto la tristeza en sus movimientos.

—No pretendo agobiarte. Solo preguntaba, ¿vale? Solo preguntaba. Mira que...

Nos quedamos en silencio durante unos minutos. El ruido de la cuchara rascando el fondo de la cazuela empieza a alterarme. Pienso en Clare, mirándome por la ventana mientras me alejo en coche.

—Eh, Kimy.

—Dime, Henry.

—¿Cómo es que tú y el señor Kim nunca tuvisteis hijos?

Se produce un largo silencio.

—Sí, tuvimos una hija.

—¿De verdad?

Kimy vierte la humeante sopa en uno de los cuencos de Mickey Mouse que tanto me gustaban cuando era pequeño. Se sienta y se pasa las manos por el pelo, arreglándose los mechones blancos que se le escapan del pequeño moño que lleva recogido en la nuca. Kimy me mira.

—Tómate la sopa. Ahora vuelvo.

Se levanta y sale de la cocina; oigo sus pasos ahogados sobre el protector de plástico de la moqueta del vestíbulo. Me tomo la sopa, y estoy terminándola cuando ella regresa.

—Mira. Esta es Min. Mi niñita.

La fotografía es en blanco y negro, y está borrosa. En ella aparece una niña pequeña, quizá de unos cinco o seis años, delante del edificio de la señora Kim, este mismo edificio, en el que yo crecí. Lleva un uniforme de la escuela católica, y está sonriendo, tiene un paraguas en la mano.

—Es su primer día de escuela. Es tan feliz, y está tan asustada...

Examino la fotografía. Me da reparo hacerle preguntas. Levanto los ojos. Kimy está mirando por la ventana, hacia el río.

—¿Qué pasó?

—Ah, murió. Antes de que tú nacieras. Tenía leucemia, y murió.

De repente, me acuerdo.

—¿Solía sentarse en una roca del jardincillo trasero? ¿Con un vestidito rojo?

La señora Kim me mira fijamente, sorprendida.

—¿La has visto?

—Sí, creo que sí. Hace mucho tiempo. Cuando yo tenía unos siete años. Me encontraba junto a los peldaños que dan al río, en cueros, y ella me dijo que más me valía no entrar en su jardín. Yo protesté, y le expliqué que aquel jardín era el de mi casa, pero ella no me creyó. Yo no conseguía entenderlo —le cuento, riéndome—. Me dijo que su madre me daría una paliza si no me marchaba.

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