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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (21 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Clare.

—¿Qué? —le espeto volviéndome.

—Lo siento. Me había equivocado.

Jamás había oído a Gómez admitir nada que no fuera la infalibilidad papal. Su voz, en cambio, suena como un profundo lamento.

Entro en la sala de estar y abro las contraventanas. La luz del sol no consigue penetrar en el interior dada la resistencia del humo, y me decido a entreabrir una ventana.

—No entiendo cómo puedes fumar tanto sin que se dispare el detector de humos.

Gómez me muestra una pila de nueve voltios.

—Volveré a colocarla antes de marcharme.

Me siento en el Chesterfield, y espero que Gómez me cuente por qué ha cambiado de idea. Está liando otro cigarrillo. Al final lo enciende, y entonces me mira.

—Anoche estuve con tu amigo Henry.

—Yo también.

—Ya. ¿Qué hicisteis vosotros?

—Fuimos a Facets, vimos una película de Peter Greenaway, comimos en un marroquí y luego nos marchamos a su casa.

—Y ahora acabas de llegar.

—Exacto.

—Bien. Mi velada fue menos cultural, pero más accidentada. Me encontré con tu radiante novio en el callejón que hay al lado del Vic, haciendo picadillo a Nick. Trent me ha dicho esta mañana que su hermano tiene la nariz y tres costillas rotas, cinco huesos de la mano fracturados, daños en los tejidos blandos... y que le han tenido que dar cuarenta y seis puntos. Además, va a necesitar un nuevo diente.

Su relato no me conmueve. Nick es un acosador de tomo y lomo.

—Deberías haberlo visto, Clare. Tu novio se enfrentó a Nick como si fuera un objeto inanimado. Como si Nick fuera una escultura que él estuviera tallando. Una paliza como muy científica. Incluso calibraba dónde darle para conseguir el máximo efecto, plaf. Habría contado con mi admiración más rendida si no hubiera sido porque se trataba de Nick.

—¿Por qué le estaba pegando?

Gómez parece incómodo.

—Me parece que fue más bien culpa de Nick. Le encanta meterse con... con los gays, y Henry iba vestido como la Pitufina.

Lo comprendo. Pobre Henry.

—¿Qué ocurrió luego?

—Luego asaltamos el almacén de excedentes que tienen el ejército y la marina.

Hasta aquí, todo normal.

—¿Y qué más?

—Después fuimos a Ann Sather's a cenar.

Estallo en carcajadas. Gómez sonríe.

—Y me contó la misma historia absurda que me contaste tú.

—Pero a él le creíste.

—Bueno, porque se lo toma todo con una tranquilidad pasmosa. Juraría que me conoce muy bien, a fondo. Me tenía muy calado, pero le daba igual. Luego él... se desvaneció, y yo me quedé ahí de pie y... no tuve más remedio que creerle.

Asiento; comprendo su estado de ánimo.

—La desaparición impresiona mucho. Recuerdo muy bien la primera vez que lo presencié, de pequeña. Me estaba estrechando la mano y, de repente, puf, se había ido. Oye, ¿de qué época venía?

—Del año 2000. Parecía mucho mayor.

—Lo está pasando muy mal.

Es agradable estar sentada hablando de Henry con alguien que lo sabe todo. Me invade una oleada de gratitud hacia Gómez, que se evapora cuando se inclina hacia delante y me dice, en un tono muy serio:

—No te cases con él, Clare.

—Todavía no me lo ha pedido.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Me quedo inmóvil, contemplando mis manos asidas calladamente sobre mi regazo. Tengo frío y estoy furiosa. Levanto la vista. Gómez me mira con angustia.

—Lo amo. Lo es todo para mí. Llevo toda la vida esperándolo, y ahora está aquí. —No sé cómo explicárselo—. Con Henry puedo verlo todo ante mí, extendido como un mapa, el pasado y el futuro, todo de una vez, como si fuera un ángel. —Muevo la cabeza en un gesto de impotencia. Me cuesta expresarlo con palabras—. Cuando lo toco, estoy tocando el tiempo... Él me ama. Estamos casados porque... porque formamos parte el uno del otro. —Noto que balbuceo—. Es algo que ya ha sucedido, de repente. —Echo un vistazo a Gómez para comprobar si me he explicado con claridad.

—Clare. A mí me gusta mucho Henry, de verdad. Es una persona fascinante, pero también peligrosa. Todas las mujeres con quienes ha estado han terminado mal. No quiero que vueles alegremente a los brazos de ese sociópata encantador.

—¿No comprendes que ya es demasiado tarde? Estás hablando de alguien que conocí a los seis años. Lo conozco muchísimo. Tú, en cambio, has estado un par de veces con él y te permites decirme que salte del tren en marcha. Bueno, pues no puedo. He visto mi futuro; y no puedo cambiarlo. Si pudiera, tampoco lo cambiaría.

Gómez parece pensativo.

—No ha querido contarme nada de mi futuro.

—Porque a Henry le importas mucho; jamás te haría algo así.

—A ti te lo hizo.

—No pudo evitarlo; nuestras vidas están unidas. Toda mi infancia fue diferente a causa de su presencia, y él no pudo hacer nada por impedirlo; y se esforzó al máximo.

Oigo la llave de Charisse dar la vuelta a la cerradura.

—Clare, no seas loca... Solo intento ayudarte.

—Puedes ayudarnos a los dos —le digo sonriendo—. Ya lo verás..

Charisse entra tosiendo.

—¡Hola, cariño! ¿Llevas mucho rato esperando?

—He estado charlando con Clare, sobre Henry.

—Seguro que le has contado lo mucho que lo adoras —dice Charisse con una nota de advertencia en la voz.

—Le he dicho que huya lo más rápido que pueda en dirección contraria.

—¡Oh, Gómez! Clare, no le hagas caso. Tiene un gusto espantoso en lo relativo a los hombres.

Charisse se sienta con remilgo a un par de palmos de Gómez, pero él la atrae hacia sí y la sienta sobre su regazo. Charisse lo mira contrariada.

—Siempre está así cuando sale de misa.

—Quiero desayunar.

—Claro que sí, palomita mía.

Se levantan y se marchan correteando por el pasillo hacia la cocina. Charisse no tarda en emitir risitas agudas mientras Gómez intenta zurrarla en el trasero con el
Times Magazine.
Suspiro y me voy a mi dormitorio. Todavía luce el sol. Me meto en el baño, dejo correr el agua caliente en la enorme y vieja bañera y me quito la ropa de anoche. Al entrar, me veo de refilón en el espejo. Podría decirse que estoy rellenita. La idea me divierte profundamente, y me hundo en el agua sintiéndome una odalisca de Ingres. «Henry me ama. Henry está aquí, al fin, aquí y ahora, finalmente. Y yo lo amo.» Me acaricio los pechos y una fina capa de saliva se acuifica en el agua y se dispersa. «¿Por qué tiene que ser todo tan complicado? ¿Acaso ya hemos vivido lo más complicado?» Sumerjo mi pelo, y observo cómo flota a mi alrededor, oscuro y entretejido en una red. «Yo jamás elegí a Henry, y él nunca me eligió a mí. ¿Cómo podía tratarse de un error?» Vuelvo a enfrentarme al hecho de que no hay modo de saberlo. Me quedo echada en la bañera, contemplando las baldosas que hay en lo alto, hasta que el agua casi se enfría. Charisse llama a la puerta, me pregunta si me he muerto y si no me importa que entre a cepillarse los dientes. Me envuelvo el pelo en una toalla y veo mi reflejo borroso en el espejo a causa del vaho. El tiempo parece replegarse en sí mismo, y me veo como un conglomerado en el que se funden mis días y mis años pasados, y todo el tiempo que vendrá y, de repente, siento como si me hubiera vuelto invisible. Luego, sin embargo, la sensación desaparece tan rápidamente como ha venido. Me quedo inmóvil durante un minuto y luego me pongo el albornoz, abro la puerta y salgo.

Sábado 22 de diciembre de 1991

Henry tiene 28 y 33 años

H
ENRY
: A las 5.25 suena el timbre de la puerta, lo cual siempre es un mal presagio. Me dirijo tambaleando al interfono y aprieto el botón.

—¿Sí?

—Eh, déjame entrar.

Vuelvo a apretar el botón y el horrible zumbido que significa «Bienvenido a mi hogar, dulce hogar» recorre la línea. Cuarenta y cinco segundos después el ascensor produce un estruendo metálico y empieza a ascender renqueando. Me pongo la bata, salgo fuera y me quedo en el vestíbulo, contemplando los cables del ascensor moverse a través del ventanuco de seguridad. La caja planea ante mis ojos y se detiene. No me cabe la menor duda: soy yo.

Henry abre la puerta del ascensor y sale al pasillo, desnudo, sin afeitar, y luciendo un pelo francamente corto. Atravesamos rápidamente el vestíbulo vacío y nos metemos en el apartamento. Cierro la puerta y nos quedamos unos instantes contemplándonos mutuamente.

—Bueno... —digo, por decir algo—. ¿Qué tal va todo?

—De aquella manera. ¿Qué fecha es hoy?

—22 de diciembre de 1991. Sábado.

—Ah... ¿Hoy actúan Violent Femmes en el Aragón?

—Sí.

—¡Joder! —exclama riendo—. ¡Aquella sí que fue una noche abismal!

Se va hacia la cama (mi cama), se mete entre las sábanas y se tapa con el cubrecama hasta la cabeza. Me dejo caer a su lado.

—Oye.

No me contesta.

—¿De qué época vienes?

—Del 13 de noviembre de 1996. Estaba a punto de acostarme. Por lo tanto, más vale que me dejes dormir o lo lamentarás muchísimo dentro de cinco años.

Me parece muy razonable. Me quito la bata y regreso a la cama. Ahora estoy acostado en el otro extremo, en el lado de Clare (así lo considero últimamente), porque mi
doppelgänger
me ha quitado el sitio.

Todo se ve vagamente distinto desde este lado de la cama. Es como cuando cierras un ojo y miras algo detenidamente durante un rato, y luego lo contemplas con el otro ojo. Me quedo echado, practicando el ejercicio, mirando la butaca con mi ropa esparcida encima, un hueso de melocotón en el fondo de una copa de vino que hay en el alféizar de la ventana y el anverso de mi mano derecha. No me vendría nada mal cortarme las uñas, y el piso seguramente podría optar a una subvención del Fondo Federal de Ayudas a las Zonas Catastróficas. Quizá mi otro yo se mostraría dispuesto a arrimar el hombro, a ayudarme a arreglar un poco la casa, a ganarse el sustento. Repaso mentalmente el contenido de la nevera y la despensa y concluyo que estamos bien provistos. Tengo pensado traer a Clare a casa esta noche, y no estoy seguro de lo que debo hacer con mi cuerpo superfluo. Se me ocurre que Clare quizá preferiría estar con esta edición posterior de mi persona, ya que, a fin de cuentas, ellos dos se conocen bastante mejor. Por alguna extraña razón, la idea me deja muerto de miedo. Intento recordar que lo que se resta al presente, se añade al futuro, pero todavía siento temor y desearía que alguno de los dos se marchara.

Estudio a mi doble. Está acurrucado, como un erizo, de espaldas a mí, dormido. Lo envidio. Él es yo, pero yo aún no soy él. Ha vivido cinco años de una vida que sigue siendo un misterio para mí, una existencia todavía replegada y tensa, esperando saltar como un muelle y dispuesta a morder. Por supuesto, todos los placeres que sentiré, él ya los ha vivido; aunque para mí aguarden como una caja de bombones sin abrir.

Intento juzgarlo con los ojos de Clare. ¿Por qué lleva el pelo corto? Yo siempre he estado orgulloso de mi pelo negro, ondulado y largo hasta los hombros; lo llevo así desde el instituto. Sin embargo, tarde o temprano, me raparé. Pienso que quizá el pelo es una de tantas cosas que deben de recordar a Clare el hecho de que yo no soy exactamente ese hombre que conoce desde su tierna infancia. Soy una ajustada aproximación al original, que ella guía subrepticiamente hacia un yo que existe en su memoria visual. ¿Qué sería de mí sin ella?

No sería, desde luego, el hombre que respira despacio, de manera profunda, desde el otro lado de la cama. Las vértebras y las costillas le ondulan el cuello y la espalda. Tiene la piel suave, sin apenas vello, clavada firmemente a los músculos y los huesos. Está agotado y, sin embargo, duerme como si en cualquier momento fuera a levantarse de un salto y salir corriendo. ¿Irradio yo tanta tensión? Supongo que sí. Clare se queja de que no me relajo si no estoy muerto de cansancio, pero en realidad suelo sentirme tranquilo cuando estoy con ella. Este yo mayor parece más flaco y cansado, más sólido y seguro. Claro que conmigo puede permitirse el lujo de presumir: me tiene tan calado que solo puedo consentírselo todo, por mi propio bien.

Son las 7.14, y es obvio que no volveré a dormirme. Salgo de la cama y me lanzo hacia el café. Me pongo ropa interior y unos pantalones de deporte y me desperezo. Últimamente me duelen las rodillas, así que decido ponerme protecciones. Me pongo unos calcetines y me ato los cordones de esas zapatillas de atletismo que han batido todos los récords, y que seguramente son la causa de que tenga unas rodillas tan originales, y prometo que iré a comprarme unas nuevas zapatillas mañana. Debía haberle preguntado a mi invitado si hacía mal tiempo. En fin, ya se sabe: en diciembre en Chicago hace un tiempo espantoso. Me pongo mi anticuada camiseta del Festival de Cine de Chicago, una sudadera negra y otra naranja, más gruesa y con capucha, que tiene unas equis enormes delante y cinta reflectante cosida a la espalda. Cojo los guantes y las llaves y salgo fuera, a que me dé la luz de la mañana.

No hace mal día, teniendo en cuenta que estamos a principios de invierno. Hay muy poca nieve en el suelo, y el viento juguetea con ella, empujándola en todas direcciones. La caravana de coches se extiende hasta Dearborn provocando un concierto de motores; el cielo es gris.

Me ato los cordones de las zapatillas y decido correr por el borde del lago. Corro despacio hacia el este por Delaware hasta llegar a la avenida Michigan, cruzo el paso elevado y empiezo a hacer footing por el carril bici, mientras me dirijo al norte por la playa de la calle del Roble. Hoy solo han salido los corredores y los ciclistas más curtidos. El lago Michigan es de color pizarra intenso; una banda de arena marrón oscuro revela que hay marea baja. Las gaviotas giran por encima de mi cabeza y sobre las aguas. Me muevo con rigidez; el frío es ingrato con las articulaciones, y empiezo a darme cuenta de que hace muchísimo frío junto al lago, de que debemos de rondar los seis grados bajo cero. Así que corro un poco más despacio de lo habitual, para calentarme; recuerdo a mis pobres rodillas y tobillos que la tarea más importante de su vida es llevarme lejos y a toda velocidad si yo se lo exijo. Noto el aire frío que penetra en mis pulmones, el corazón late sereno, y cuando llego a la avenida Norte, ya me encuentro mejor y empiezo a acelerar la marcha. Correr representa muchas cosas para mí: la supervivencia, la calma, la euforia, la soledad. Es la prueba de mi existencia corporal, de mi capacidad para controlar el propio movimiento a través del espacio, ya que no del tiempo, y la supeditación, aunque temporal, de mi cuerpo a mi voluntad. Mientras corro desplazo el aire, los objetos vienen a mi encuentro y pasan junto a mí, y el sendero se mueve como una película bajo mis pies. Recuerdo que de niño, mucho antes de que existieran los juegos de vídeo y las web, enroscaba películas en un proyector de mala muerte de la biblioteca de la escuela y las miraba, girando el pivote que avanzaba el fotograma al sonido de un bip. Ya no recuerdo cómo eran, ni de qué trataban, pero sí recuerdo el olor de la biblioteca, y el modo en que el bip me hacía saltar invariablemente. Ahora vuelo, siento esa sensación áurea, como si pudiera correr y lanzarme al aire, y soy invencible, nada puede detenerme, no hay nada que pueda detenerme, nada, nada, nada en absoluto...

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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