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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (18 page)

BOOK: La muerte de la familia
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¿Cómo invertir los signos de la entrada en la prisión psiquiátrica, de manera que podamos vernos a nosotros mismos como los locos violentamente perturbados de un lugar más grande? «Ellos» hieren o matan a una o dos personas cuando mucho. «Nosotros», las personas normales, los asesinamos no solamente a ellos, sino a innumerables millones de personas en el mundo entero. «Sus» patrones de conducta y los «nuestros» son idénticos. El alcance de la destrucción en «nuestro» caso, comprendiendo todas las racionalizaciones del imperialismo a través del mundo entero, no son comparables con las de «ellos»; es, a la vez, mayor y menor a la luz del día.

La prueba para determinar si esta identidad de patrones supone psicologismo —es decir, la reducción de una realidad social compleja a las acciones reales o supuestas de la mente de una persona en particular— reside totalmente en el dominio de la experiencia real del observador. Las resonancias experimentales del sentimiento para mí identifican los dos niveles sin necesidad de recurrir a las estructuras mediadoras que están situadas entre aquéllos y, por lo tanto, en ninguno de esos niveles. La mediación reside precisamente en la erupción de un sentimiento-inspeccionante en el observador comprometido. El imperialismo es el violador-asesino (ya sin apariencias de normalidad de la mayor parte de los violadores-asesinos) que finalmente se vuelve loco. La sociedad burguesa, para defenderse, inventa varias categorías de locura. La verdadera dirección de las flechas que serían los diagnósticos que apuntan a determinadas víctimas debería hacerse volver a sus orígenes, que son los corazones ausentes y las méntes ausentes de todos los que sostenemos las estructuras de esta sociedad.

Resulta absurdo pretender cierta unificación cuando se comprueba que los distintos cismas y bifurcaciones entre los grupos radicales activistas son no sólo inevitables sino que de hecho enriquecen la causa de la revolución en el primer mundo. Es sólo cuando la burocratización jerarquizante rebasa cierto límite, como es el caso de la mayor parte de los partidos comunistas del primer mundo, cuando la actividad revolucionaria concertada deviene limitada en sus efectos por la maniobra colusiva con las estructuras de poder burguesas. La revolución, en el único sentido aceptado y viable, comprende un divorcio tanto externo, social-masivo, como interno, personal y privado, de todas las maquinaciones de la sociedad capitalista-imperializante. Significa más que una infiltración reformista en los medios de comunicación sociales o estratégicamente planeados, pero transparentemente auténtico y hábil reformismo en la región de la vida estudiantil. Significa una clara puesta en acción de nuestros deseos que puede arriesgar nuestra vida si no somos capaces de arriesgamos a unirnos a nuestra muerte.

Las situacionistas «Tesis sobre la Comuna» hablan de la Comuna como el mayor carnaval del siglo XIX, pero el intento de quemar el Louvre es meramente simbólico. La actividad revolucionaria debe ir más allá de lo simbólico para internarse en la fase de literalización de la estasis de las instituciones «operantes» de la sociedad burguesa. Si estas instituciones son objetivamente desnudadas (porque podemos verlas subsistiendo de una manera que meramente pretende crecer) podemos ahora detener la detención de cualquier realización que la gente que quiere detener a otros ha detenido la propia realización de su violencia pasiva que activamente destruye el resto del mundo al igual que oscurece la fuente primermundista de violencia.

Todas las estrategias se convierten en evasión en el sentido de búsqueda falsa de solidaridad confortable. A la solidaridad no se puede acceder sin haberla antes inventado en el trabajo y en la lucha. Que el trabajo y la lucha sean las emanaciones autónomas de individuos y grupos pequeños no supone una fragmentación del esfuerzo revolucionario sino simplemente una afirmación de la pureza del esfuerzo en su única forma real históricamente subsistente.

Tristemente la mayor parte de las estrategias radicales se reducen a un jugar a juegos introspectivos que esquivan el rigor y los rigores del mundo exterior al pequeño grupo de diez a ciento diez personas.

En el tercer mundo las estrategias son necesarias y el capitán debe ser el último en abandonar el barco que naufraga. En el primer mundo el capitán es el primero que salta al bote salvavidas, pues es lo que desea hacer, y porque si pesa bastante el barco se mantendrá a flote durante más tiempo. Pero espero que no demasiado. El barco se hundirá y nosotros tendremos que nadar por nuestras propias vías hasta la otra orilla. Por el momento estamos todos embarcados en el mismo barco, pero en diferentes viajes. En un sentido, cuanto más diferente mejor; pero ¿cuánta diferencia podemos contener personalmente? Si dejamos que el barco se hunda podemos encontrar nuestra propia vía o ahogarnos —lo que podría ser esa nuestra vía— o encontrar dos yardas cuadradas donde descansar antes de ponernos en pie en busca de nuestro sustento a la vez totalmente real y totalmente invisible.

El buen alimento que buscamos rebasará ciertamente la oralidad y, de hecho, puede ser mantener una piedra en un carrillo. Esto puede ser mejor que mantener la lengua en el carrillo cuando tenemos la urgente necesidad de gritar, más allá de toda formulación personal, que alguien diga la verdad. La estructura lógica de «decir» en su total despliegue en el lenguaje es ambigua aquí. «Decir», en los orígenes lingüísticos de esta palabra, significa algo intermedio entre contar números de cualquier clase y recontar, lo que es un acto poético de violencia contra la aritmética. Recontar significa decir un cuento verdadero que se mee inexorablemente sobre la faz de las tablas de multiplicar y que compasivamente convierte en una broma el absurdo que lleva a algunas personas a creer que están enseñando a otras que dos y dos no son seis o tres. Para hacer posible el cuatro debemos proscribirlo como posibilidad hasta que estemos preparados para aceptarlo o para negarlo. Estamos cayendo por el abismo de Empédocles hasta nuestros Etnas. La tragedia de la cuesta gadarena estriba en la falsa cura del poseso que se desposeyó a sí mismo de su locura y la puso en los cerdos. No existe milagro alguno en el rechazo del culo de los marranos que tan lastimosamente invitan a un justo bestialismo.

Decir la verdad no es, de ninguna manera, el reverso de decir una mentira. Hay verdades mentirosas y mentiras verdaderas. La verdad capitalizada (la «Verdad») es la visión de esta ambigüedad y su empleo ironizante sistemático del mundo de una forma que rehúsa tanto los juegos en la pequeña escala social como las estrategias en la escala social más amplia.

La verdad acepta su ser divertida mientras rechaza la cómica y falsa comodidad de cualquier clase de humor. Al mismo tiempo no carece de humor, porque el parámetro humor/falta de humor no tiene importancia para sus operaciones en el mundo.

La verdad es una indecible locura.

Verdad es un letal despertar.

La verdad es el revólver de la revolución.

La revolución es igual que el minutero de un reloj que barre su cara siempre buscando el mismo punto en una línea histórica.

La verdad es la plena visión del rostro que ya es su propia Clara Luz alcanzada como el fin en el presente que no puede seguir estando más adelante en el presente.

La verdad es la muerte viable.

La verdad, con un engañoso avance hacia la simplicidad, es lo que vamos a hacer.

Ahora, que ahora y luego no es luego, sino probablemente ahora.

La moral de este cuento es que no se debe aceptar sumisamente a la muerte sino que más bien se debe temer con creciente intensidad. Ciertamente es necesario contener el temor, pero la muerte tiene que empezar a vivir en el momento mismo en que la hacemos nacer. Cuando empezamos a entrar en los dolores del trabajo, que no es exactamente lo mismo que entrar en el trabajó del parto, podemos encontramos con un hermoso bebé que cae en nuestras manos de partero, un bebé que tiene el discemible aspecto de nuestra muerte.

Conocí una vez a un hombre que sentía que acostarse, por no hablar de dormirse, significaría su muerte. Su cama, si se tendía en ella, se acompasaba con el latido de su corazón, adelantándose siempre un poco a su propio pulso. De manera que llegó a no acostarse, cayendo así en un total agotamiento. Cualquiera de nosotros puede tener un aneurisma, la dilatación de una arteria cerebral, más o menos indiagnosticable, que nos puede matar en unos cuantos segundos. Antes de que yo termine de escribir esta frase y antes de que usted termine de leerla, usted o yo podemos morir. Y por supuesto cualquiera de nosotros puede morir por la noche, mientras duerme. Todo lo que sabemos es que conoceremos estas formas de morir a su debido tiempo, un tiempo más allá de los pocos segundos reconocidos. Si le prestamos una adecuada atención conoceremos ahora nuestra muerte; y sabemos que todas las muertes debidamente presenciadas son muertes revolucionarias. Por una compasiva integración de nuestra muerte nos hacemos amigos de nuestras vidas, pero la amistad significa una maximización del amor que supone algo más que amor en términos de pura entrega.

La amistad es un poco más difícil que el amor porque la opción de separación que he considerado como centralmente definidora del amor es en este caso no optativa sino elegida ya.

«Fui a una manifestación por mi cuenta con algunos amigos». Si un número suficiente de personas lo comprendiera, Grosvenor Square terminaría envuelto en llamas.

La muerte es el final de la solidaridad elucidado a través del descubrimiento de una solidaridad enteramente no sustancial.

No propongo acertijos porque el acertijo mi nombre da y a él me convoca.

El acertijo al menos sabe mi verdadero nombre y me dice cuál es.

Pero no puedo oír porque las resonancias del llamamiento son demasiado profundas y demasiado suaves para oírlas —con mis oídos persistentemente obturados en un rango humano acústico interminable pero paradójicamente limitado, más allá del cual he olvidado la mayor parte de los sonidos y ciertamente los más importantes, a menos que se conviertan en un ruido agradablemente entrometido—. El ruido es bienvenido en virtud de lo que sería su rechazo.

La muerte es la libertad de gritar y lanzar nuestro último aliento desde la vida; pero hay pocos lugares para hacerlo con suficiente seguridad. Creo que debemos crear zonas desiertas en la metrópolis donde la gente pueda gritar sin interferencias.

Hay un consuelo en todo esto: nuestra muerte nos esperará si podemos nosotros esperar por ella.

El silencio y la espera son siempre difíciles, pero la espera y el silencio circunscriben el corazón de la revolución. Si esperamos un poco más, el silencio podría convertirse en ese corazón.

Mi Última Voluntad y Testamento
[1]

El Talmud dice: «Antes de que Dios hiciera el mundo, mostró un espejo a las criaturas, para que en él pudieran contemplar los sufrimientos del espíritu y los éxtasis que les siguen. Algunas aceptaron el fardo del sufrimiento. Pero otras lo rechazaron, y a ésas Dios las borró del Libro de la Vida».

El Dios sombrío y sin piedad de quien se supone injustificadamente pero con justicia que ha dicho que es una criatura totalmente falsa y totalmente arrogante expulsada de las mentes de las gentes que rechazan reconocimiento alguno de su arrogancia en interés de una humillación socialmente exigida, que oprime, rebaja y es rebajado por toda luz naciente de humildad.

Pero vamos a considerar estas palabras lexicográficamente, es decir, con toda sencillez. El último deseo es la última cosa en el mundo que se quiere desear o desear que se desea, puesto que todo será un espejo de extrañeza que nos convierte de personas en personificaciones de cualquier persona que podamos ser en cualquier momento. El último «deseo» es precisamente el deseo perdido. Tal vez convenga no redactar últimos deseos sino desear desear ser deseosos, poner en marcha una muchedumbre de deseos desde la no soñada región de la fantasía y la no realizable laguna de un deseo rechazado y perder el perdido último deseo y luego redactar en forma perfectamente legal que semeje a un poema o a una canción o que pueda escribirse más que enviarse, un deseo que transmita mi deseo al tomar eso que yo quiero del mundo antes de que leáis esto, vosotros u otros.

La palabra testamento (testament) nos sumerge en lo visual. Haciéndolo adecuadamente supone que uno jamás lo ha visto. Así que cogidos en la vacuidad del intercambio social ordinario (intercambio que es una especie de carrera entre otras gentes que se supone significa salirse de los senderos prescritos por el mundo normal incompleto y no sagrado que pretende ser incurable) comenzamos a testimoniar nosotros mismos, por primera vez en esta peculiar deposición testamentaria.
[2]
Inspeccionamos nuestros cuerpos, sentimos cómo se nos endurece la verga, las tensiones fluctuantes de nuestros coños, y con un espejo correctamente colocado convertimos un pedazo de mierda enteramente testificado en nuestro nacimiento, que nuestra última voluntad y testamento negará, a menos que decidamos lo contrario.

¿Cómo convertir el convencional testamento en una especie de regalo de manera que no se pongan flores sobre las tumbas para crecer como una hierba a partir del bello y beatífico abono que será la putrefacción gentilmente animosa de nuestros cuerpos perfectamente muertos? Si tenemos que trazar un renovado testamento que evite los «finales perfectos» de los Testamentos Antiguo y Nuevo, tenemos que saber un poco más de lo que significa un regalo. El acto de testar aquí debe abandonar el cuidado de testificar y echarse al coleto un buen trago de absurdidad como para perder la cabeza de manera que uno deje de ser testigo de lo que pasa y para dar y para recibir. Pero la ambigüedad del regalo debe quedar clara si no queremos perpetuar las formas establecidas de violencia social acerca de las cuales he escrito en este libro.

Si nos remontamos al antiguo noruego y al alto alemán medio desde el holandés y alemán actuales topamos con que generalmente gift (regalo, don) quiere decir en femenino una donación surgida de un sentimiento de generosidad. En el caso neutro la misma palabra significa veneno. Lo que gift significa en género masculino no ha sido nunca lingüísticamente decidido: tal vez ha estado históricamente demasiado lejos de cualquier tipo de elección social.

Los hombres son hombres. Un día se convertirán en personas, pero debemos continuar la desatenta atestiguación de nuestro testamento para llegar a la completa sensación de oquedad mente-cuerpo de la cual proceden los hombres.

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