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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (81 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Las palabras de Dolores atravesaron las defensas que Elizabeth había levantado para no sufrir cuando la terrible verdad aflorase. Ya no pudo contener el llanto.

—Allá afuera están aguardando —dijo una voz alegre—, aunque la novia debe hacerse esperar... Pero ¿qué es esto? ¿Llorando? Miss O'Connor, no va a manchar este hermoso vestido con lágrimas, ¿no?

La entrada de la doncella de doña Inés rompió el hechizo, y ambas mujeres se dedicaron a retocar sus trajes y a darse ánimos. La novia debía lucir espléndida esa mañana.

En la habitación de Julián, el novio luchaba con el traje de paño negro que había traído desde Buenos Aires, previendo que doña Inés lo obligaría a llevar alguno de los últimos modelos de los
dandies.
Había cosas que Fran quería mantener bajo control, ya que su estado emocional lo traicionaba.

La falta de costumbre de vestir prendas delicadas estaba cobrando su precio. Eran más cómodas las ropas de paisano y aun las de indio. "Las que debería llevar, para acabar con esta farsa", pensó, malhumorado.

Julián lo observaba con ojo crítico, impecable en su levitón de casimir de seda oscura. Para los hombres, la moda la dictaba Inglaterra, así como las mujeres seguían
La mode illustrée
con más obediencia que a los Diez Mandamientos.

—Habrás crecido —comentó irónico, al ver que los anchos hombros de Fran tironeaban de la tela formando arrugas.

—Maldita sea. Debí darme cuenta de que esta ropa ya no me quedaba. Ahora no se puede hacer nada. Sería mejor que me vistiera como uno de los peones. Al fin y al cabo, eso es lo que seré.

Julián ignoró los ácidos comentarios de su amigo y continuó girando a su alrededor, observando los detalles del traje.

—Deberías llevar un ramito de azahares en el ojal —dijo, al pasar.

—No te atrevas —gruñó Fran.

El saco, algo entallado, dejaba ver un chaleco gris ribeteado con trencilla oscura. Completaban el conjunto una camisa de cuello y puños duros, y unos pantalones con rayas verticales.

Fran ajustó su corbata lisa con gesto de fastidio. Se veía a sí mismo como un impostor, al presentarse como caballero siendo un mestizo. Para colmo, su aspecto contribuía a esa incongruencia, pues llevaba el cabello largo y su tez estaba tan bronceada que la camisa blanca parecía restallar en contraste.

—Cálmate. Y no pongas cara de ogro, o el cura no los casará.

—Tal vez sería lo mejor para ella —respondió Fran, violento.

—¿Por qué? ¿Quieres desampararla?

—No quiero que se case engañada.

—¿Estás casado, acaso ocultas otros hijos en tu haber? —enumeró con frialdad Julián.

Francisco lo miró como si quisiera estrangularlo.

—Sabes a qué me refiero.

—Sí, sí, ya sé, a que eres un mestizo. Ya me lo habías dicho y no se me mueve un pelo.

—Sí, pero no me caso contigo, recuerda.

—Te casas con una mujer maravillosa que empeña su juventud tratando de enseñar a los zaparrastrosos de un país extranjero. ¿Pensaste eso? ¿Por qué iba a importarle tanto que seas hijo de un indio?

—Maldita sea —repitió Fran—. Debí decírselo en estos días. Me faltó coraje.

—Lo que te faltó es tiempo. Mi madre nos volvió locos a todos. No quiero pensar qué haría si el que se casara fuese yo.

No bien lo dijo, se arrepintió de sus palabras. Fran lo miraba con fijeza.

—Julián.

—No me hagas caso, estoy harto de toda esta pantomima. Casarse no debería ser un suplicio, ¿no crees? A ver, déjame darte el visto bueno.

Ignorando el momento incómodo, los dos amigos se inspeccionaron mutuamente.

—Vamos, Fran, a dar el golpe. En tu caso, el último de tu vida. En el mío... Dios dirá.

—Espera. Recuerda lo que te pedí, en caso de...

—Sí, sí, ya, "en caso de". Recuerdo todo y acepto todo. Pero lo más probable es que vivas cien años, tengas docenas de hijos y me hagas padrino de la mitad de ellos.

Julián palmeó a Francisco y lo empujó al mismo tiempo, para obligarlo a salir al pasillo. No quería hablar de la enfermedad de su amigo. Ya le había prometido repetidas veces que se haría cargo de su familia si moría, aunque en el fondo de su corazón rogaba por que ese pedido fuera en vano. Fran era el hermano que no tenía y, a pesar de amar a Elizabeth, la felicidad de ambos era su principal preocupación.

El capellán del Fuerte del Azul había llegado el día anterior para la misa de esponsales que, aprovechando el buen clima, se llevaría a cabo en el patio delantero, engalanado con la Santa Rita en todo su esplendor. Habían dispuesto unas mesas de caballete cubiertas con almidonados manteles y adornadas con los primeros pimpollos de las enredaderas, recogidos por las criadas.

Fray Pantaleón, hombre robusto, de porte militar más que clerical, se hallaba enfundado en su casulla, con las manos juntas, en actitud paciente. Un soldado raso oficiaba de asistente y dos hijos de los peones harían de monaguillos. La falta de ornamentos era compensada por la gloriosa mañana de primavera, ya que el improvisado altar se había levantado bajo las fucsias y madreselvas, el trino de las aves suplía los acordes del órgano, y la brisa perfumada hacía las veces de incienso protector de los novios.

A la hora convenida, Francisco tomó su puesto, escoltado por Julián, en tanto que los esposos Zaldívar contemplaban la escena sumidos en pensamientos contradictorios: alegría por la boda, mezclada con la pena de no ver a su propio hijo desposando a Elizabeth. Dolores Balcarce descendió los escalones del porche segundos antes que la novia, apretando entre sus dedos un rosario de nácar. Estaba hermosa en su vestido color borgoña y el cabello recogido en un moño suelto. La doncella de doña Inés se había lucido con las mujeres de la boda esa mañana. La madre de Julián, también elegante en su atuendo de tafeta azul, se acercó a su amiga y la tomó del brazo.

—Ven —dijo, con aire cómplice, y agregó, refiriéndose a su vestido—: ¿No es magnífico? Una perfecta copia de un diseño de Worth.

La aparición de la novia sumió a los presentes en admirado silencio.

Elizabeth se veía esplendorosa bajo el sol que arrancaba reflejos nacarados a su vestido. Sostenía con fuerza el ramito y mantenía la cabeza baja, atenta a los escalones, rozándolos apenas con sus zapatitos de taco.

Antes de cortar los patrones del traje, la modista había cosido una reproducción para una muñeca que usaba como muestra, una miniatura de porcelana con la carita pintada al esmalte y bucles de pelo natural. Al verla así, emperifollada con la réplica de su vestido nupcial, Elizabeth deseó, en un arranque infantil, poseer esa muñeca como recuerdo de un día tan especial..

Julián fue al encuentro de la novia y le ofreció su brazo. La mano de Elizabeth, cubierta por unos delicados mitones de encaje, se apoyó en el paño negro, oprimiéndolo sin querer.

—Tranquila —musitó el joven, que tampoco las tenía todas consigo.

Ella apretó los labios y miró hacia delante, decidida. Francisco aguardaba, erguido en toda su estatura, las manos en la espalda, como si en vez del novio fuese un verdugo. Ningún gesto revelaba ternura o emoción. Elizabeth sintió que el pecho se le contraía de angustia. ¿Estaría equivocada su suegra al pensar que él la amaba? Había deseado creer en sus palabras. Al ver el rostro de su futuro esposo, las dudas volvían a asaltarla.

"Demasiado bella para mí", pensaba Fran. "Demasiado buena y confiada para un hombre que la engañó tres veces." Y la tercera mentira aún no había sido descubierta. Se traicionaba al repetirse que se casaba con la maestra porque aguardaba un hijo suyo. Lo hacía porque la quería sólo para él, no soportaba la idea de que otro le ofreciese el cobijo de un matrimonio seguro. Era egoísta y no le importaba. Que el cielo lo juzgase.

Julián puso la mano de Elizabeth sobre el brazo de su amigo. El músculo pareció rechazar el contacto. Turbada, ella buscó el amparo del sacerdote. Fray Pantaleón celebró una misa sencilla, de palabras escogidas dichas con énfasis. Resultaba evidente que los casorios no eran su especialidad en el fuerte, como sin duda lo serían las misas de difuntos. Pese a todo, la ceremonia tuvo el mérito de conmover a las mujeres, que ahogaron suspiros en sus pañuelos. Fran hizo relucir en su mano la joya familiar que sería de su esposa, un anillo recargado que sujetaba una piedra de color amarillo. A pesar de que el novio había achicado el aro de la pieza, bailaba en el dedo anular de Elizabeth, de modo que lo cambió al anterior. "Y todavía me queda grande", pensó Elizabeth. No podría usarlo. Tampoco lo deseaba. ¿Qué valor tenía, si él no la amaba? Con esos pensamientos lúgubres volvió la vista al capellán, que terminó la ceremonia colocando sus manos sobre las cabezas de los novios. Fray Pantaleón murmuró palabras de aliento y felicitación, y luego se dirigió a la escasa concurrencia para indicar que, a partir de ese momento, podría empezar el festejo pagano.

En consonancia con la sencillez del casorio, el almuerzo consistía en asado con papas y batatas, cabrito a la cruz rociado con vino, carbonada criolla y budín de miel y almendras, dejando para el final la torta de bodas, un descomunal alfajor que la cocinera de los Durand preparaba como nadie. La mano de doña Inés se veía en los detalles, y Armando notó que su mujer había hecho traer algunas cosas de la casa de Buenos Aires, juzgando que el servicio de la estancia era demasiado rústico para la ocasión.

Durante la comida, los novios permanecieron silenciosos. Elizabeth apenas probaba bocado, tan contraído tenía el estómago, y Francisco la miraba con disimulo, atento a sus necesidades, aunque sin decir palabra. Más de una vez, el grueso anillo chocó contra el borde del plato, provocando miradas furtivas de parte de Elizabeth, avergonzada por su torpeza. Le parecía que aquella pieza heredada llamaba la atención sobre lo inadecuada que resultaba en su mano. En el brindis, Julián se levantó para augurar a los recién casados una vida plena de dicha y de hijos. Esto último hizo sonrojar a Elizabeth, y su rubor pasó por pudor de doncella para quienes no sospechaban que se hallaba encinta.

Un repentino tumulto provocó movimiento entre los peones que vigilaban los alrededores. Armando se puso en pie y doña Inés ahogó un gemido al vislumbrar, a cierta distancia, a la tribu de Quiñihual en pleno, rígidos como estatuas polvorientas bajo el sol del mediodía. No se habían anunciado ni parecían querer hacerlo, sólo miraban el festejo con expresiones inescrutables. Los hombres se mantenían atrás, mientras que las mujeres y los niños habían avanzado, junto con su cacique, que mantenía su sitial de preferencia, armado con su lanza. Ese detalle puso en guardia a los hombres, pero Armando Zaldívar, con un gesto, hizo que las armas volvieran a descansar. Confiaba en aquel hombre cuyas arrugas revelaban años de lucha, si bien no podía desamparar a los suyos basado sólo en esa confianza, de modo que se mantuvo atento. Pasaron segundos eternos antes de que una de las mujeres se adelantara. Vestía su quillango abierto adelante, dejando ver un mandil cuadrado y unos pocos abalorios en la cintura, las crenchas trenzadas y una vincha. Su edad era incierta, pues la vida rural hacía estragos en la piel de aquellas hembras. La mujer se dirigió a Elizabeth, protegida entre Francisco y don Armando. Sacó un objeto brillante que mostró en la palma rugosa, aguardando a que la joven se fijara en él. Sin hacer caso de la tensión que emanaba de los hombres que la flanqueaban, Elizabeth avanzó hasta quedar a su altura. Vio en su mano un par de discos de plata grabados con dibujos. La mujer sonreía con su boca desdentada. Elizabeth tomó los pendientes y, al comprender que los había hecho algún orfebre del grupo, juntó las manos en ademán de agradecimiento.

—Hákel
—dijo don Armando por ella.

Años de tratar con las tribus de la zona le permitían comprender el idioma, aunque se presentase adulterado por las influencias externas.

La mujer volvió hacia donde la esperaba el resto de su gente y, al pasar junto a Quiñihual, inclinó la cabeza en señal de sumisión. El cacique debía de haberla enviado como emisaria. La situación era extraordinaria. Don Armando había dejado claro que los indios no debían acercarse a las casas; sin embargo, rechazarlos cuando lo hacían con intenciones tan cordiales habría sido un mal paso en la relación que pretendían entablar.

La tribu comenzó a desplazarse con lentitud rumbo a las tierras que les habían otorgado. Todos, salvo Quiñihual. Don Armando se extrañó de la inmovilidad del hombre. Parecía mirar más allá de ellos y querer decir algo. Al cabo de unos minutos, él también se volvió y la polvareda que habían levantado con su paso se lo tragó.

—Vaya... —murmuró Armando para sí.

Elizabeth alzó los pendientes al sol.

—Son hermosos —admitió—. No sé si ponérmelos con el traje de novia —y se tocó el lóbulo de la oreja derecha, donde lucía el zarcillo que doña Dolores le había obsequiado.

—Querida —intercedió doña Inés—, habrá que limpiarlos con ácido bórico.

Una mirada dura de don Armando cortó las recomendaciones de la esposa.

Al atardecer, cuando ya no quedaban restos del convite y los trabajadores retomaban sus tareas, Elizabeth pasó al cuarto de huéspedes que le había asignado doña Inés para cambiarse el traje y guardar sus pertenencias en los baúles, con ayuda de la doncella.

En otro de los cuartos, Dolores Balcarce cambiaba duras palabras con su hijo.

—Eres necio, Fran. Sabes que, a los ojos de toda la sociedad, eres hijo de Rogelio. Él te brindó su apellido, tal vez lo mejor que haya hecho en su vida. Y aunque no fuese así, tienes la fortuna de tu abuela.

—Basta, madre. Ya he dado mi parecer. No quiero nada que provenga de mi vida anterior. Así es como planeé mi futuro desde que me fui de casa.

—¡Pero no tenías una esposa ni un hijo en camino! —estalló Dolores.

—Da igual. Nos arreglaremos con lo que pueda obtener con mi trabajo.

—Que cabeza dura tienes, Fran. Pues bien, puedes negarte a recibir algo de mí, pero no puedes evitar que yo le haga regalos a mi nuera.

Francisco miró a su madre con una mezcla de rabia y estupor. Aquella mujer se desplegaba ante sus ojos cada vez más desconocida. Quizá la Dolores Balcarce que lo había engendrado había sido una mujer valiente y obstinada, no la dulce dama que bordaba sumisa junto al ventanal durante su infancia.

—Haga lo que desee. No puedo impedir que usted y Elizabeth se traten. Sólo digo que mi mujer sabía con quién se casaba cuando aceptó.

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