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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (5 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Es muy arisco. No hay prenda que no se parezca al dueño —agregó, divertida.

Elizabeth miró el rostro del Presidente y luego el delicado óvalo de Aurelia, iluminado por la risa, y entendió de inmediato lo que todo Buenos Aires comentaba por lo bajo, en las tertulias y los cafés.

Al despedirse, Elizabeth quiso saber qué tenía en mente el Presidente para ella:

—Disculpe usted, Excelencia... En el caso, quiero decir, si acepto formalmente el trabajo, y si no permanezco en la ciudad, ¿a qué sitio debería ir a enseñar? No conozco nada del país y me gustaría formarme una idea.

Sarmiento se concentró en un punto más allá de las cabezas de Aurelia y Elizabeth, y al cabo de unos instantes dijo:

—Mi mayor anhelo ha sido, desde siempre, dotar de una escuela normal a mi provincia. Yo mismo diseñé los planos y los envié desde Nueva York, junto con semillas para el jardín, un piano, libros y hasta una máquina de coser, de esas extraordinarias que hay en su tierra, Miss O'Connor, y la gente me ha correspondido donando fondos para fundarla. Necesita, sin embargo, lo principal: maestros, ya que algunos de sus compatriotas desistieron del viaje. Hay en San Juan tales disturbios políticos en estos momentos, que estaría loco si la enviara allá, por más empeñado que esté en poblar de maestros el país entero. Cierto es que me disgustó mucho la negativa de Mary Gorman, la primera que vino hasta acá, aunque ahora, pasado el tiempo, la justifico un poco. Tuve que imponer la ley marcial en la provincia y, además, para llegar hay que atravesar en diligencia los llanos de La Rioja, infestados de bandidos. Juana Manso, mi gran colaboradora en estas lides, me ha llamado déspota y quién sabe cuántas cosas más, por no contemplar la circunstancia de las recién llegadas.

Aurelia dejó escapar un leve carraspeo. Elizabeth no supo si trataba de evitar que el Presidente se excediera en su relato atemorizante, o si concordaba con los consejos de Juana Manso, de quien también había oído hablar, ya que cruzaba cartas con Mary Mann.

—También es verdad —continuó Sarmiento, ofuscándose más a medida que recordaba los sinsabores pasados— que sus compatriotas radicados en Buenos Aires no me hacen ningún favor con sus habladurías, contaminando las cabezas de las maestras con relatos de degüellos y montoneras. ¡Gringos de porra! —y volvió a dar un puñetazo—. ¡Ni que fueran sus hijas las que van a San Juan!

Al parecer, el Presidente había olvidado que la muchacha que tenía enfrente formaba parte de esos "gringos". Aurelia se lo recordó con un nuevo carraspeo, más contundente.

Sarmiento se inclinó sobre el escritorio, dispuesto a la confidencia.

—Lo que ocurre, Miss O'Connor, es que me acusan de déspota porque pretendo que se cumplan las condiciones pactadas. ¿Debo acaso conformarme con pagar pasaje y gastos de maestras calificadas, para que luego se queden a disfrutar de la vida social de Buenos Aires? Dejemos eso a los diplomáticos, como hice yo en Chicago, cuando aquellas damas tan cumplidas me agasajaron llevándome a teatros y soirées... y, por supuesto, a conocer escuelas y universidades —agregó de inmediato, al ver la expresión de Aurelia.

Luego jugueteó con un pisapapeles mientras recuperaba la compostura.

—Sin ánimo de ofender, Miss O'Connor, el principal detractor de la República es aquí el mismo extranjero que se llena los bolsillos con el oro de su ganancia. Podridos en plata, viven como los
gentlemen
que nunca serán, y hablan mal del país que les permitió su riqueza. Hay en nuestra tierra tela para bordar romances a la Mrs. Radcliffe, pero ¿qué país no tiene inconvenientes? ¿Acaso me rasgo las vestiduras porque mis hermanas vivan en San Juan? ¿Voy a ser menos cuidadoso con ellas que con Miss Gorman? En fin —dio por terminado su alegato—. La cuestión es que hay otras escuelas que la recibirán con los brazos abiertos, sin necesidad de correr riesgos en el desierto. Y en todas esas provincias encontrará usted pobreza. No hablo sólo de pobreza material, que ya es mucha, sino de la del espíritu, la peor de las gangrenas. Una tarea dura, Miss O'Connor —y dura fue la mirada que le dirigió Sarmiento al recalcar esto último.

Elizabeth no se amilanó.

—Se ha hecho bastante en favor de los libertos y aun de los blancos pobres del sur de mi país, señor. Al parecer, esa gente estaba desperdiciada, pues tanto en la milicia como en las aulas se están obteniendo excelentes resultados. Como usted mismo dijo, hay bastante similitud. Si bien no tuve ocasión de acudir a la frontera de mi tierra, sé de buena fuente que se ha podido mejorar en mucho la condición de aquellas personas. A decir verdad, hoy me preocupa más la nueva frontera.

—¿La nueva frontera? —se interesó Sarmiento, sin duda pensando en otro problema acuciante, la cercanía del indio maloquero, que impedía el poblamiento del país.

—En el oeste está empezando a formarse una nueva sociedad, atraída por el brillo del oro y la riqueza fácil, cultivando trigo y maíz, o criando ganado.

—Del ganado no digo que no tenga razón. Tenemos aquí una caterva de gente enriquecida a fuerza de apilar bosta sin que necesiten siquiera agacharse para hacerlo —y Sarmiento no vio, o ignoró el respingo de Aurelia, que temía escandalizar a la señorita O'Connor—. Pero cultivar el suelo es hacer patria. Yo mismo ideé planes de reforma agraria que puse en práctica con buen resultado. Ahí está el pueblo de Chivilcoy, de donde jamás saldrá un caudillo, pues la tierra inculta está al alcance de cualquier padre de familia que desee roturarla. ¡Cien Chivilcoy les prometí en mis años de gobierno! Los caudillos no tendrían quién los siguiera si cada hombre tuviese su propia tierra y trabajo digno.

—Verá usted, señor. Yo siempre pensé que las tierras pródigas hacen hombres flojos, ya que nada les exige demasiado esfuerzo. En Nueva Inglaterra tenemos un clima tan riguroso que nos obliga a crear formas de vida confortables. "Hay educación en la nieve", señor Presidente —sonrió Elizabeth.

Ignoraba la joven cuán hondo calaron sus palabras en el corazón de Sarmiento, ya que reconoció en ellas la influencia de su gran amiga y mentora, Mary Mann, en las épocas felices en que ambos disfrutaban de la presencia del querido Horace.

El había conocido al matrimonio cuando Horace Mann era secretario de Educación del Estado de Massachusetts. Se hicieron amigos enseguida y aquella amistad había influido de modo notable en las ideas de Sarmiento sobre instrucción pública. Las palabras pronunciadas por Elizabeth trajeron a su mente las de su difunto amigo y provocaron un recuerdo agridulce que enronqueció la voz del Presidente cuando respondió:

—Creo que mi "ángel viejo" no se equivocó cuando me recomendó su nombre, Miss O'Connor. Acaba de convencerme de que es la candidata al puesto más firme que haya tenido. Falta ahora que se convenza usted de lo mismo. Debo advertirle algo más, para serle sincero: habrá problemas, no sólo con las gentes embrutecidas del interior del país, sino con las de Buenos Aires, en especial con las señoras "bien", que querrán acapararla para sus propios fines. De modo inexplicable, no pude ejercer sobre las damas de la Sociedad de Beneficencia la misma seducción que las malas lenguas me atribuyen sobre las damas en general. Es una lástima, porque tendríamos la mitad del camino recorrido. Cuando fui director de Escuelas de Buenos Aires, perdí la batalla con doña Marica Thompson, al pretender yo que las escuelas funcionaran todas de la misma manera en la provincia. Batalla galante, pero batalla al fin. La dama me acusaba de querer arrasar con las escuelas de la Sociedad de Beneficencia, y lo único que pretendía yo era unificar los criterios, para evitar que las niñas resultasen menoscabadas. Pero no quiero preocuparla demasiado —agregó, desestimando lo dicho con un gesto—. Arrancaré a las alumnas de las garras de las buenas señoras, así sea a palos. Los palos se los daré a las señoras, no a las niñas —aclaró, con un guiño.

Elizabeth contuvo la risa mientras observaba al Presidente incorporarse con sorprendente agilidad. Su impaciencia le impedía aguardar sentado la llegada del amanuense.

—¿Y bien? —exclamó de pronto—. ¿Qué me dicen de la vista que tengo desde mi despacho particular? —y abarcó el paisaje ribereño con un gesto ampuloso, como si estuviese mostrando una obra de arte.

Aurelia y Elizabeth intercambiaron una sonrisa ante el abrupto cambio de tema con el que el Presidente daba por terminada la audiencia.

Fue con lágrimas contenidas que el hombre las vio salir, una muy junto a la otra, deseando ser más joven para tener más años de trabajo fecundo como el que les aguardaba a ellas.

Habían caminado unos pocos metros cuando Elizabeth descubrió que no había entregado el paquete que llevaba de parte de la señora Mann. El edecán se encargó de correr para cumplir el recado y por eso Elizabeth no escuchó la carcajada del Presidente al desenvolver, junto con unos libros de ciencias y dos paquetitos de semillas de abeto de Noruega, una camiseta de seda cruda comprada en Hovey's, la gran tienda de Summer. "Para su reumatismo", rezaba la nota. "No me olvido de que allá la humedad es moneda corriente".

CAPÍTULO 02

Elizabeth estaba disfrutando a sus anchas de la hospitalidad de Aurelia.

Sentadas en las butacas de terciopelo del saloncito donde Ñ Lucía, la criada de los Vélez, les había servido té con bizcochos, ambas conversaban como si no hubiesen vivido sin saber nada una de la otra, a miles de kilómetros de distancia. Elizabeth congenió de inmediato con aquella mujercita discreta y culta, tocada con el encanto de la inteligencia. Aurelia no era bonita. Sus rasgos delicados trasuntaban, sin embargo, una gran pasión. Debía ser una dama de temple para soportar las habladurías que correrían como perlas desatadas por toda la sociedad. En Boston ocurría otro tanto con las lenguas viperinas. El ocio de las clases acomodadas les dejaba mucho tiempo libre para naderías. Por eso ella era un caso raro: a pesar de contar con medios para sostenerse, había elegido una vida de estudio y sacrificio, pues así entendía la docencia.

El saloncito era sobrio, con muebles oscuros incrustados de nácar y porcelanas Jacob Petit sobre la repisa de mármol de la chimenea. La hija del jurista encajaba allí con naturalidad, tal vez porque su rasgo más descollante era el que la sociedad reconocía como masculino. Elizabeth advirtió en las maneras de su anfitriona, así como en la austeridad de la habitación, el verdadero matiz aristocrático de los que no necesitan ostentar. La de Vélez Sarsfield debía ser una familia "de los viejos tiempos", aquellas que se mantenían apegadas a las costumbres rancias sin caer en la frivolidad de las modas europeas. Elizabeth se identificaba con esa condición y se sintió a gusto enseguida.

Una lámpara centelleaba sobre la mesita de té, donde el hornillo mantenía caliente el agua del sahumador.

—Habrá tormenta —sentenció Aurelia, tras mirar la creciente oscuridad—. No se preocupe, usaremos el carruaje de Tatita para llevarla hasta la casa de sus parientes. ¿Los conocía usted?

—Sólo a la tía Florence, que viajó a Concord hace mucho tiempo. Yo era una niña y casi no la recuerdo. Sé que tengo un primo de mi edad y una prima algo mayor. Espero no causarles molestias.

—Imposible. Es usted un encanto de persona. Además, la hospitalidad de los porteños es proverbial, ¿no lo sabía?

Elizabeth se mostró interesada mientras sostenía la taza de porcelana para que Aurelia le sirviera más té.

—No, es bueno saberlo.

—Los visitantes alaban siempre la buena disposición de la gente de Buenos Aires hacia el extranjero. Dicen que se debe a que miran por el puerto siempre hacia fuera, como esperando algo.

La joven sorbió el perfumado brebaje y paladeó un sabor ácido que le resultó delicioso.

—¿Es té de Ceilán? —inquirió.

Aurelia sonrió con picardía, inclinándose como si fuese a compartir un secreto:

—Es té de la casa con una cascarilla de naranja. No me delate o perderé el misterio ante mis visitantes. Aunque no recibo mucho, a decir verdad.

El tono de amargura suscitó la curiosidad de Elizabeth. No era de buen tono preguntar, así que guardó silencio; sin embargo, Aurelia estaba dispuesta a compartir intimidades, pues agregó:

—Como sabrá sin duda apenas salga de aquí, soy lo que se dice una mujer "desfachatada".

Casi se atragantó la joven maestra ante tal aseveración.

—A los ojos del
"tout
Buenos Aires" —prosiguió— una mujer separada es un desacato a las reglas sociales.

—No sabía de su situación, aunque no creo que sea peor que en cualquier otro lado. Las mentes tejen historias para entretenerse y esa pequeña maldad es universal.

—Pues en mi caso, no me lo perdonan. Será porque no hago vida social ni me importa demasiado lo que digan de mí. Tengo ocupaciones más urgentes, como ayudar a Tatita en su estudio. Ahora que es ministro de Sarmiento, además...

—¿Oficia de secretaria?

—Algo así —reconoció Aurelia sonriendo—. Con la desventaja de tener el trabajo en la casa. No hay horarios ni interrupciones.

—Su padre debe sentirse orgulloso.

—Lo está, y yo de él. Es un jurista muy apreciado. Y gran amigo del Presidente, que confía plenamente en él. No sé qué haría sin el apoyo de estos dos hombres.

Aurelia no sabía cuánto revelaba con esas palabras.

—Sé que ambos sabrán reconocerle mérito, algo poco habitual entre los hombres.

En ese momento, la puerta que comunicaba con el vestíbulo se abrió y un caballero de semblante serio y afilado entró en el cuarto. Su imagen austera resultaba intimidante, al igual que sus ojos acerados. Elizabeth se estremeció al notar que carecían de emoción, como si fuesen incapaces de verter lágrimas. Con una mano en la cadena de su reloj y la otra a medias en el bolsillo del chaleco, parecía controlar el tiempo a cada segundo.

—Perdón, hija. No sabía que tenías visita.

—Tatita, le presento a la nueva maestra de Sarmiento, Miss Elizabeth O'Connor, recién llegada de Boston.

El doctor Vélez Sarsfield saludó a Elizabeth y en su aguda mirada pudo reconocer ella la inteligencia que caracterizaba a la hija. Cortés aunque parco en sus modales, el jurista revelaba su falta de interés por las cosas cotidianas en la manera impaciente con que su dedo índice golpeaba el reloj. Elizabeth advirtió que entre padre e hija mediaba gran cariño y entendimiento, lo que le recordó con dolor que ella no había podido disfrutar de un vínculo así con su padre, sustituido demasiado pronto en sus vidas por un tío déspota con el que jamás se sintió a gusto.

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