La madre (45 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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—¡Camaradas! El monstruo que devora al pueblo ruso ha satisfecho hoy su apetito insaciable, ávido…

—Vámonos, madre —le dijo Sizov.

Y en aquel momento, apareció Sandrina. Cogió del brazo a la madre y la condujo rápidamente a la otra acera.

—Venga…, puede ser que la policía cargue sobre la gente, o practique detenciones. ¿La deportación? ¿A Siberia?

—Sí, sí…

—¿Cómo ha hablado? Bueno, lo sé ya. Ha sido más fuerte y más sencillo que los otros…, más severo también. Es sensible y tierno, pero le da vergüenza mostrar sus sentimientos.

El calor de las palabras que la muchacha decía en voz baja, las palabras de su amor, calmaron la emoción de la madre y reanimaron sus fuerzas claudicantes.

—¿Cuándo irá a reunirse con él? —preguntó Pelagia con ternura, estrechando la mano de Sandrina.

Mirando ante sí con seguridad, la joven respondió:

—En cuanto encuentre alguien que se encargue de mi trabajo. Además, a mí también me condenarán. No hay duda que seré asimismo enviada a Siberia. Declararé que deseo ser desterrada en la localidad en que él esté…

Detrás de ambas mujeres, resonó la voz de Sizov:

—Entonces, salúdele de mi parte. Me llamo Sizov, y él me conoce. Soy el tío de Théo Mazine.

Sandrina se detuvo y se volvió hacia él, tendiéndole la mano.

—Yo conozco a Théo. Mi nombre es Sandrina.

—¿Y el nombre paterno?

Ella le miró y respondió:

—No tengo padre.

—¿Ha muerto?

—¡No, vive! —dijo ella con viveza, y algo de obstinado, de terco, sonaba en su voz y aparecía en sus rasgos—. Es un terrateniente y ahora es jefe de distrito, roba a los campesinos…

—¡Oh, lo siento! —dijo amablemente Sizov.

Luego, tras un silencio, añadió mirando disimuladamente a la joven:

—Bueno, adiós, madre. Yo me voy por la izquierda… Hasta la vista, señorita. Es usted muy dura con su padre. En fin, es asunto suyo.

—Y si su hijo fuese un malvado, dañoso para los demás, y usted sintiese horror por él, ¿no lo diría? —preguntó Sandrina con vehemencia.

—Sí, claro que lo diría —respondió él, tras un instante de vacilación.

—O sea, que la verdad le sería más querida que su hijo, como para mí es más querida que mi padre.

Sizov sonrió inclinando la cabeza, y luego dijo suspirando:

—¡Ah, sabe usted contestar! No hay que meterse en discusiones con usted, sabe hacer callar a los viejos, es usted muy fuerte… Adiós, y mucha suerte. Y un poco más de indulgencia hacia la gente. ¡Salud, Nilovna! Si ves a Paul, dile que le he escuchado. No lo he comprendido todo, y algunos momentos hasta me dio miedo, pero… dile que tiene razón.

Levantó su gorra y desapareció sin apresurarse, por la esquina de la calle.

—¡Debe ser un buen hombre! —dijo Sandrina, siguiéndole con mirada risueña.

La madre tuvo la impresión de que el rostro de la muchacha tenía una expresión más dulce y mejor que de costumbre.

De vuelta a la casa, se sentaron en el diván, abrazadas, y descansando en aquella paz, Pelagia volvió a hablar del proyecto de Sandrina. Alzando las espesas cejas, la joven fijaba en un punto distante sus grandes ojos soñadores, y su pálido rostro reflejaba la más apacible contemplación.

—Y luego, cuando tengáis hijos, yo iré también, para cuidarlos. Allí no se vivirá peor que aquí. Paul encontrará trabajo, tiene unas manos de oro.

Sandrina dirigió a la madre una mirada escrutadora: —¿No tiene ganas de irse con él inmediatamente?

Pelagia suspiró:

—¿De qué iba a servirle? Solamente de estorbo, si quiere huir. Y quizá él no lo aceptaría.

Sandrina movió la cabeza: —No lo aceptará.

—Sin contar que tengo que hacer aquí —añadió Pelagia, con una punta de orgullo.

—Sí —replicó pensativamente la muchacha—. Y mucho…

Tuvo un repentino sobresalto, como si se desembarazase de un fardo. Luego, sencillamente, dijo a media voz:

—No se quedará allí. Escapará, seguramente…

—Pero en ese caso, ¿qué será usted? ¿Y el niño, si lo hay?

—Ya veremos. No debe preocuparse por mí y yo no debo estorbarle. Me será penoso separarme de él, pero, por supuesto, saldré adelante. No le estorbaré, no.

La madre comprendió que Sandrina era capaz de hacerlo como lo decía, y tuvo compasión de ella. La tomó en sus brazos:

—Querida…, ¡será tan duro…!

Sandrina sonrió dulcemente y se acurrucó contra la madre. Nicolás llegó, fatigado, y dijo precipitadamente, quitándose el abrigo:

—Vamos, Sandrina, márchese mientras hay tiempo. Desde esta mañana me siguen dos espías, tan abiertamente, que huelo la detención. Tengo el presentimiento. Algo se ha torcido en alguna parte. A propósito, tenga el discurso de Paul: hemos decidido imprimirlo. Lléveselo a Ludmila y ruéguele que haga este trabajo lo antes posible. Paul ha hablado endemoniadamente bien, Nilovna. Cuidado con los espías, Sandrina.

Mientras hablaba, frotaba vigorosamente sus manos heladas. Luego se acercó a la mesa y abrió apresuradamente los cajones, de donde sacó unos papeles, rompió unos, separó otros, agitado e inquieto:

—Hace poco tiempo que había hecho limpieza aquí, y miren qué cantidad ha vuelto a acumularse…, diablos…, Nilovna, creo que vale más que no duerma aquí. Asistir a esta comedia es molesto y son capaces de llevársela a usted también. Además, tendrá que distribuir el discurso de Paul por varios sitios.

—Vaya, ¿y por qué habrían de detenerme?

Nicolás replicó muy seguro, agitando la mano delante de su cara:

—Tengo el presentimiento… Además, podrá usted ayudar a Ludmila. Váyase antes de caer en la boca del lobo.

Feliz ante la idea de cooperar a la impresión del discurso de Paul, la madre respondió:

—Si es así, me marcho.

Y, ante su propia extrañeza, añadió con seguridad, pero en voz baja:

—Ahora, gracias a Dios, ya no temo a nada.

—Maravilloso —exclamó Nicolás sin mirarla—. Ah, dígame dónde está mi ropa interior y mi maleta; usted se hizo cargo de todo con sus manos ambiciosas y ahora soy absolutamente incapaz de disponer de mis bienes.

Sandrina, sin decir palabra, quemaba en la estufa unos papeles rotos. Cuando se hubieron consumido, mezcló cuidadosamente sus cenizas a las del carbón.

—Váyase, Sandrina -1e dijo Nicolás tendiéndole la mano—. Hasta la vista. No olvide enviarme libros, si aparece alguno interesante. Bien, pues adiós, querida camarada, y sea prudente.

—¿Piensa estar allí mucho tiempo? —preguntó Sandrina.

—El diablo lo sabe. Bastante, supongo…, tienen algunas cosas que reprocharme. Nilovna, márchense juntas. Es más difícil seguir a dos personas. ¿De acuerdo?

—Voy a vestirme.

La madre observaba atentamente a Nicolás, pero salvo la preocupación que velaba la expresión de bondad y dulzura habitual en su rostro, no notaba nada. No veía en este hombre, que le era más querido que los demás, ninguna nerviosidad superflua, ningún signo de emoción. Igualmente atento con todos, afectuoso y mesurado con todos, siempre tranquilo y solitario, era para ellas el mismo de siempre, viviendo una misteriosa vida interior y como adelantándose a los demás. Pero ella había sabido ponerse a su altura mejor que nadie, y lo amaba con una prudente ternura que parecía dudar de sí misma. Ahora sentía hacia él una indecible piedad, pero se dominaba, sabiendo que si la mostraba, Nicolás perdería continencia, se azoraría y se volvería un poco ridículo, como de costumbre, y no quería verlo bajo ese aspecto.

Volvió a la habitación. El estrechaba la mano de Sandrina:

—Me parece espléndido, y estoy seguro de que será bueno para él y para usted. Un poco de felicidad personal no hace daño… ¿Lista, Nilovna?

Se acercó a ella sonriendo y ajustándose las gafas:

—Bien, hasta la vista…, dentro de tres, o cuatro…, o seis meses, pongamos seis meses. No es mucho en una vida. Cuídese, se lo suplico, ¿eh? Mire, abracémonos…

Alto y flaco, echó sus robustos brazos alrededor del cuello de Pelagia, la miró a los ojos, riendo, y dijo:

—Se diría que me he enamorado de usted…, me paso el tiempo abrazándola.

Sin decir nada, ella lo besó en la frente y en las mejillas, temblándole las manos. Las dejó caer para que él no se diese cuenta.

—Sea prudente. Mañana por la mañana mande a un chiquillo…, hay uno muy listo en la casa de Ludmila…, que venga a ver. Ahora sí que hasta la vista, camaradas. Que todo vaya bien.

En la calle, Sandrina dijo dulcemente:

—Iría a la muerte con la misma sencillez, de ser necesario, apresurándose un poco como ahora mismo. Y cuando la muerte venga a él, se ajustará los lentes, dirá «Maravilloso…» y morirá.

—Le quiero mucho —murmuró la madre.

—A mí me parece admirable, pero quererlo… Le aprecio mucho. Es un poco seco, aunque es bueno, e incluso, a veces, afectuoso, pero no es lo bastante humano. Yo diría que nos siguen. Separémonos. Y no vaya a casa de Ludmila si le parece que la vigilan.

—Ya sé —dijo la madre. Pero Sandrina insistió de nuevo:

—No vaya allí. Venga mejor a mi casa. La espero, adiós.

Se volvió rápidamente y giró sobre sus pasos.

XXVIII

Unos minutos más tarde, Pelagia se calentaba junto a la estufa en la pequeña habitación de Ludmila. Con un vestido negro, ceñido por un cinturón de cuero, ésta iba y venía lentamente por el cuarto, que llenaba con el roce de su falda y los acentos de su voz autoritaria. En la estufa, el fuego chisporroteaba y silbaba aspirando el aire. La voz igual de la mujer decía:

—La gente es mucho más estúpida que mala. No saben ver más que lo que está cerca de ellos, a su alcance inmediato. Pero todo lo que está próximo es mezquino; lo que tiene valor está lejos. Todo el mundo ganaría, por supuesto, y sería mucho más agradable, si la vida fuese diferente, más cómoda, y la gente más sensata. Pero para conseguirlo hay que renunciar momentáneamente a la tranquilidad.

De pronto, se detuvo ante la madre y dijo más bajo, como excusándose:

—Veo muy pocas personas, y cuando alguien viene, me pongo a charlar. ¿No es ridículo?

—¿Por qué? —replicó Pelagia, que trataba de adivinar dónde imprimían los folletos y no veía a su alrededor nada de extraordinario. En la habitación, cuyas tres ventanas daban a la calle, había un sofá y una biblioteca, una mesa, sillas, una cama junto la pared y, a su lado un lavabo en un rincón; en el otro, una estufa, fotografías en los muros. Todo era nuevo, sólido y limpio, y la silueta monacal de la dueña de la casa arrojaba una sombra fría sobre todo aquello. Se sentía algo de oculto, de misterioso, pero no podía saberse dónde estaba. La madre miró las puertas. Había entrado en el cuarto por una que daba a un diminuto vestíbulo; la otra, alta y estrecha, estaba cerca de la estufa.

—Vine por un asunto… —dijo embarazosamente, sintiéndose observada por Ludmila.

—Ya lo sé, nadie viene a mi casa por ninguna otra razón.

La madre notó en su voz un acento extraño y la miró. En la comisura de sus delgados labios aparecía una sonrisa, y sus ojos brillaban detrás de los lentes. Pelagia desvió la vista y le tendió el discurso de Paul.

—Le ruegan que imprima esto lo antes posible.

Y se puso a contar los preparativos de Nicolás, en previsión de su arresto.

Silenciosa, Ludmila guardó el papel en su cinturón y se sentó en una silla. El reflejo rojo del fuego brilló en los cristales de sus gafas, y una sonrisa ardiente iluminó su rostro impasible.

—Cuando vengan por mí dispararé contra ellos —dijo con voz baja y resuelta, tras escuchar el relato de la madre—. Tengo el derecho de defenderme contra la violencia, y debo luchar contra ella, puesto que impulso a otros a que lo hagan.

Los reflejos de la llama desaparecieron de su rostro, que volvió a ser severo y un poco altivo.

«No llevas una vida muy alegre», pensó repentinamente la madre, con ternura.

Ludmila se puso a leer el discurso de Paul, primero con indiferencia; luego, inclinándose cada vez más sobre el papel, arrancaba rápidamente las hojas leídas, y al terminar se irguió, se acercó a la madre, y le dijo:

—¡Está muy bien!

Inclinó la cabeza un instante, meditabunda:

—No quería hablarle de su hijo, nunca lo he visto y no me gustan las conversaciones tristes. Sé lo que significa ver a alguien nuestro partir al destierro. Pero quisiera preguntarle, ¿es bueno tener un hijo así?

—Sí, muy bueno —dijo la madre.

—Y… terrible. ¿no es cierto?

Pelagia sonrió tranquilamente:

—No…, ahora ya no.

Con su morena mano, Ludmila arregló su liso peinado y se volvió hacia la ventana. Una sombra ligera, quizá la de una sonrisa contenida, palpitaba en sus mejillas.

—Voy a ponerme al trabajo ahora mismo. Usted se acostará; ha tenido un día muy duro y está cansada. Acuéstese aquí, en la cama, yo no dormiré y tal vez la llame esta noche para ayudarme. Antes de dormirse apague la lámpara.

Echó dos leños en el fuego, se enderezó y salió por la puerta estrecha de junto a la estufa, cerrándola cuidadosamente tras de sí. Pelagia la siguió con la mirada y comenzó a desnudarse pensando en su anfitriona.

«Es desgraciada…»

La cabeza le daba vueltas de fatiga, pero sentía el alma sorprendentemente tranquila, y a sus ojos se aclaraba todo con una luz dulce y acariciadora, igual y apacible, que le llenaba el corazón. Conocía ya esta quietud que solía seguir a las grandes emociones. En otro tiempo, la alarmaba un poco, pero ahora parecía ensancharle el alma, afirmarla en un sentimiento grande y fuerte. Apagó la lámpara, se acostó en el frío lecho, se acurrucó bajo la manta e, inmediatamente, cayó en un profundo sueño.

Cuando abrió los ojos, la habitación estaba llena del reflejo blanco y helado de un claro día invernal. Tendida sobre el diván, con un libro en la mano, Ludmila la miraba con una sonrisa nueva en ella.

—¡Dios mío! —exclamó Pelagia confusa—. Entonces…, ¿llevo mucho tiempo durmiendo?

—Buenos días —dijo Ludmila—. Son casi las diez. Levántese y tomaremos el té.

—¿Por qué no me ha despertado?

—Pensé hacerlo… ¡Pero tenía, dormida, una sonrisa tan grata!

Con un flexible movimiento de todo el cuerpo, se levantó, se acercó a la cama y se inclinó sobre el rostro de la madre, que vio en sus ojos mates algo de familiar, de próximo, de comprensible.

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