La lentitud (7 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

BOOK: La lentitud
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—¡Todos los países del Este estaban sembrados de campos, querido amigo! Campos reales o simbólicos, ¡qué más da!

—Y no diga del Este —sigue objetando el científico checo—. Praga, como usted sabe, es una ciudad tan occidental como París. La Universidad Karl IV fije fundada en el siglo XIV como la primera universidad del Sacro Imperio, llamado Romano Germánico. Allí es donde, como usted sabe, enseñó Jan Hus, precursor de Lutero, gran reformador de la Iglesia y de la ortografía.

¿Qué mosca le habrá picado al científico checo? No hace más que rectificar a su interlocutor, que acaba rabiando, aun cuando su voz siga siendo amistosa:

—Querido colega, no se avergüence de ser del Este. Francia siente la mayor simpatía por el Este. ¡Piense en la emigración del siglo XIX!

—No tuvimos ninguna emigración en el siglo XIX.

—¿Y Mickiewicz? ¡Me enorgullece que haya encontrado en Francia su segunda patria!

—Pero Mickiewicz no era… —sigue objetando el científico checo.

En ese momento Immaculata entra en escena; hace gestos enérgicos en dirección a su cámara, luego, con un movimiento de la mano, aparta al checo, se instala cerca de Berck y se dirige a él: «JacquesAíain Berck…».

El cámara vuelve a colocarse el aparato encima del hombro: «¡Un momento!».

Immaculata interrumpe, mira al cámara, luego una vez más: «JacquesAlain Berck…».

23

Cuando, una hora antes, Berck había visto a Immaculata y a su cámara en la sala de actos, pensó que iba a aullar de ira. Pero ahora la irritación provocada por el científico checo ha prevalecido sobre la provocada por Immaculata; agradecido por haberle sacado de encima al pedante exótico, le concede incluso una vaga sonrisa.

Envalentonada, habla con voz alegre y ostensiblemente familiar: «Jacques Alain Berck, en esta reunión de entomólogos a cuya familia usted pertenece por coincidencias del destino, acaba de vivir momentos llenos de emoción…», y le acerca el micrófono a la boca.

Berck contesta como un alumno: «Sí, pudimos acoger entre nosotros a un gran entomólogo checo que, en lugar de dedicarse a su profesión, tuvo que pasarse toda la vida en la cárcel. Nos ha conmovido a todos su presencia en nuestro país».

Ser bailarín no es sólo una pasión, es también un camino del que ya no puedes apartarte; cuando Duberques le humilló después del almuerzo con los enfermos de SIDA, Berck no fue a Somalia por exceso de vanidad, sino porque se sentía obligado a rectificar un paso de baile fallido. En este momento, siente la insipidez de sus frases, sabe que les falta algo, una pizca de sal, una idea inesperada, una sorpresa. Por eso, en lugar de detenerse, sigue hablando hasta que ve acercarse de lejos una mejor inspiración: «Y aprovecho la ocasión para anunciar mi propuesta de fundar una asociación entomológica francocheca. (Sorprendido él mismo de semejante idea, de pronto se siente mucho mejor.) Acabo de hablarlo con mi colega de Praga (esboza un vago gesto en dirección al científico checo), quien se ha mostrado encantado con la idea de adornar esta asociación con el nombre de un gran poeta exiliado del siglo pasado que simbolizará para siempre la amistad entre nuestros dos pueblos. Mickiewicz. Adam Mickiewicz. La vida de este poeta es como una lección que nos recordará que todo lo que hacemos, ya sea poesía ya sea ciencia, es una rebelión. (La palabra "rebelión" lo ha puesto definitivamente en excelente forma.) Porque el hombre siempre es rebelde (ahora, está realmente hermoso y lo sabe), ¿no es así, amigo mío? (se gira hacia el científico checo, que aparece inmediatamente en el marco de la cámara e inclina la cabeza como si quisiera decir "sí"), usted ha dado prueba de ello con su propia vida, con sus sacrificios, con sus sufrimientos, sí, usted me lo confirma, el hombre digno de ese nombre siempre está en estado de rebelión, rebelión contra la opresión, y si ya no hay opresión… (hace una larga pausa, sólo Pontevin sabe hacer pausas tan largas y tan eficaces; luego, en voz baja:) contra la condición humana que no hemos elegido».

Rebelión contra la condición humana que no hemos elegido. La última frase, la guinda de su improvisación, le ha sorprendido a él mismo; frase realmente hermosa, por otra parte; le lleva bruscamente muy lejos de las prédicas de los políticos y le hace comulgar con los más grandes espíritus de su país: Camus habría podido escribir esa frase, y también Malraux, o Sartre.

Immaculata, feliz, hace una señal al cámara, y éste corta.

En ese momento el científico checo se acerca a Berck y le dice:

—Ha sido muy bonito, realmente muy bonito, pero permítame decirle que Mickiewicz no era…

Después de sus actuaciones públicas, Berck se queda siempre como embriagado; con voz firme, burlona y fanfarrona, interrumpe al científico checo:

—Sí, querido colega, sé tan bien como usted que Mickiewicz no era entomólogo. Ser entomólogo es algo que, por otra parte, les ocurre muy pocas veces a los poetas. Pero, pese a este inconveniente, son el orgullo de la humanidad entera, de la que, con su permiso, los entomólogos, e incluso usted mismo, también forman parte.

Una gran risa liberadora estalla como un vapor largamente contenido; efectivamente, en cuanto han comprendido que aquel señor conmovido por sí mismo había olvidado pronunciar su intervención, los entomólogos sienten todos ganas de reír. Los comentarios impertinentes de Berck les han liberado por fin de sus miramientos y todos se ríen sin disimular su felicidad.

El científico checo está perplejo: ¿dónde ha quedado el respeto que sus colegas le han manifestado hace apenas dos minutos? ¿Cómo es posible que se rían, que se permitan reír? ¿Puede uno pasar tan fácilmente de la adoración al desprecio? (Pues sí, querido amigo, pues sí.) ¿Es entonces la simpatía algo tan frágil, tan precario? (Pues por supuesto, querido amigo, por supuesto.)

En ese preciso instante Immaculata se acerca a Berck. Habla con voz fuerte y como achispada:

—¡Berck, Berck, eres magnífico! ¡Has estado tal como eres tú! ¡Oh, cuánto me gusta tu ironía! ¡Y eso que he tenido que padecerla yo misma! ¿Te acuerdas del colegio? Berck, Berck, ¿te acuerdas de cuando me llamabas Immaculata? ¡El ave nocturna que te impidió dormir! ¡Que turbó tus sueños! Tenemos que hacer juntos una película, un retrato tuyo. Admitirás que sólo yo tengo el derecho de hacértelo.

La risa con la cual los entomólogos le han recompensado por el rapapolvo infligido al científico checo todavía resuena en la cabeza de Berck y le embriaga; en semejantes momentos le colma una inmensa autosatisfacción y se siente capaz de actos temerariamente sinceros que muchas veces le asustan a él mismo. Perdonémosle, pues, de antemano lo que está a punto de hacer. Toma a Immaculata del brazo, la lleva aparte para protegerse de los oídos indiscretos, luego, en voz baja, le dice:

—Vete a la mierda, viejo putarrón, con tus vecinas enfermas, vete a la mierda, ave nocturna, espantajo nocturno, pesadilla nocturna, señuelo de mi estupidez, monumento de mi necedad, basura de mis recuerdos, maloliente orina de mi juventud…

Ella escucha y no quiere creer que oye realmente lo que oye. Piensa que él dirige a otra persona esas espantosas palabras, para despistar, para engañar a los presentes, piensa que esas palabras no son sino una triquiñuela que ella no está en condiciones de comprender; pregunta entonces suave, cándidamente:

—¿Por qué me dices eso? ¿Por qué? ¿Cómo debo yo interpretarlo?

—¡Debes interpretarlo tal como te lo digo! ¡Tal cual! ¡Sin más! ¡Putarrón como putarrón, cargante como cargante, pesadilla como pesadilla, orina como orina!

24

Durante todo este tiempo, desde el bar del vestíbulo, Vincent ha estado observando al objeto de su desprecio. No ha podido captar nada de la conversación, ya que la escena se ha producido a unos diez metros. No obstante, algo le parecía claro: Berck se presentaba ante él tal como Pontevin lo había descrito siempre: un payaso de los
mass media
, un farsante, un chulo, un bailarín. El que un equipo de televisión se dignara a interesarse por los entomólogos se debía sin duda tan sólo a su presencia. Vincent lo ha observado atentamente estudiando su arte de bailar: su modo de no soltar la cámara con la mirada, su habilidad para colocarse siempre delante de los demás, la elegancia con la que sabe hacer un gesto con la mano para llamar la atención sobre él. En el momento en que Berck toma a Immaculata del brazo, ya no aguanta más y exclama:

—¡Mírenlo, lo único que le interesa es esa mujer de la tele! ¡No ha tomado del brazo a su colega extranjero, le importan un comino sus colegas, sobre todo sí. son extranjeros, la tele es su único maestro, su única amante, su única concubina, porque apuesto a que no tiene otras, apuesto a que es el tipo con menos cojones del universo!

Curiosamente, esta vez su voz, pese a su desafortunada debilidad, ha sido perfectamente perceptible. A veces, efectivamente, se dan circunstancias en que se oye incluso la voz más débil. Ocurre cuando emite ideas que irritan. Vincent desarrolla sus reflexiones, es brillante, incisivo, habla de los bailarines y del contrato que han firmado con el Ángel y, cada vez más satisfecho de su elocuencia, asciende por sus hipérboles como quien sube los peldaños de una escalinata que conduce al cielo. Un joven con gafas, vestido con traje y chaleco, le escucha y le observa pacientemente, como una fiera que acecha. Luego, cuando Vincent ha agotado su elocuencia, dice:

—Estimado señor, no podemos elegir la época en que nacemos. Y todos vivimos bajo la mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana. Incluso cuando hacemos la guerra, la hacemos ante el ojo de las cámaras. Y cuando queremos protestar contra lo que sea, no conseguimos que nos escuchen sin las cámaras. Somos todos bailarines, como usted dice. Yo diría incluso: o somos bailarines, o somos desertores. Usted parece lamentar, estimado señor, que avancen los tiempos. ¡Retroceda entonces! Si quiere, ¡al siglo XII! Pero, una vez allá, ¡protestará usted contra las catedrales porque son una barbarie moderna! ¡Vuelva aún más atrás! ¡Vuelva a los simios!

¡Allá, ninguna modernidad le amenazará, allá usted estará en su casa, en el inmaculado país de los monos! Nada más humillante que no encontrar una respuesta mordaz a un ataque mordaz. Con indecible apuro, Vincent, cobardemente, se retira bajo la risa burlona. Tras un minuto de consternación, recuerda que Julie le está esperando; de un trago vacía el vaso que conservó intacto en la mano; luego, lo deja encima de la mesa del bar y toma dos vasos más de whisky, uno para él y otro para llevárselo a Julie.

25

La imagen del hombre con traje y chaleco se ha quedado clavada en su alma como una espina, no consigue deshacerse de ella; lo que se convierte en algo tanto más penoso cuanto que quiere, a la vez, seducir a una mujer. Pero ¿cómo seducirla si su pensamiento está fijo en una espina que hace daño?

Ella se da cuenta de su estado de ánimo:

—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Pensaba que ya no volverías. Que querías dejarme.

Vincent comprende que ella le aprecia y eso alivia un poco el dolor causado por la espina. Intenta otra vez ser encantador, pero ella se muestra desconfiada:

—No me engañes. Has cambiado desde hace un rato. ¿Has encontrado a algún conocido?

—No, no —dice Vincent.

—Sí, sí. Te has encontrado con una mujer. No te molestes, si quieres irte con ella, puedes, hace media hora yo no te conocía. Podría, pues, seguir sin conocerte.

Ella se pone cada vez más triste y para un hombre no hay bálsamo más bienhechor que la tristeza que ha suscitado en una mujer.

—No, créeme, no hay ninguna mujer. Me he encontrado con un tipo cargante, un cretino macabro con el que he tenido una discusión. Nada más, nada más. —Y le acaricia la mejilla con tanta sinceridad, con tanta ternura, que ella se deja de sospechas.

—De todos modos, Vincent, has cambiado completamente.

—Ven —dice él, y la invita a ir con él al bar.

Quiere arrancar la espina de su alma con un chorro de whisky. El elegante con traje y chaleco sigue allí, con otros más. No hay ninguna mujer en los alrededores y eso reconforta a Vincent, acompañado de Julie, que le parece de pronto más guapa. Pide dos vasos más de whisky, le da uno a ella, bebe rápidamente el suyo, luego se inclina sobre Julie:

—Míralo, allí está el cretino ese con gafas, traje y chaleco.

—¿Ese? Pero Vincent, si no es nadie, no es absolutamente nadie, ¿cómo puedes hacerle caso?

—Tienes razón. Es un mal follado. Es un sin polla. No tiene cojones —dice Vincent y le parece que la presencia de Julie le aleja de su derrota, ya que la verdadera victoria, la única que vale, es la conquista de una mujer que te has levantado a una velocidad ejemplar en el ambiente siniestramente aerótico de los entomólogos.

—Nadie, nadie, nadie, te lo aseguro —repite Julie.

—Tienes razón —dice también Vincent—, si sigo haciéndole caso me convierto en un cretino como él. —Y, allí, arrimados a la mesa del bar, delante de todo el mundo, él la besa en la boca.

Es su primer beso.

Salen al parque, pasean, se detienen y se besan de nuevo. Luego encuentran un banco en el césped y se sientan. De lejos les llega el murmullo del río. Están traspuestos, sin saber por qué; yo sí lo sé: oyen el río de Madame de T., el río de sus noches de amor; desde el pozo de los tiempos, el siglo de los placeres envía a Vincent un discreto saludo.

Y él, como si lo percibiera:

—Antaño, en esos castillos, había orgías. Ya sabes, el siglo XVIII Sade. El marqués de Sade.
La filosofía en el tocador
. ¿Conoces ese libro?

No.

—Deberías conocerlo. Te lo prestaré. Es una conversación entre dos hombres y dos mujeres en medio de una orgía.

—Sí —dice ella.

—Los cuatro están desnudos, hacen el amor, todos juntos.

—Sí.

—Te gustaría, ¿no?

—No lo sé —dice ella.

Pero ese «no lo sé» no es un rechazo, es la conmovedora sinceridad de una modestia ejemplar.

No se arranca fácilmente una espina. Se puede controlar el dolor, reprimirlo, simular que ya no se piensa en él, pero esa misma simulación es ya un esfuerzo. Si Vincent habla tan apasionadamente de Sade y de sus orgías no es tanto porque quiera pervertir a Julie como porque intenta olvidar la ofensa que el elegante con traje y chaleco le ha infligido.

—Claro que sí —dice él—, claro que lo sabes. —Y la abraza y la besa—. Sabes muy bien que te gustaría.

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