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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (11 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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Fred estrechó a Ida contra su pecho, murmurando apasionadamente:

—No tardes, porque los segundos serán años, y los minutos siglos.

Ida sonrió dichosa, y con paso rápido se dirigió a la casa de King Colin, adyacente al parador de la diligencia. Sentía dentro de su pecho un himno de primavera y una enorme ansia de vivir. Al fin podría gozar de la existencia anhelada. Le costó un violento esfuerzo no ponerse a cantar.

Subió con rápido paso la escalera y entró en su cuarto. Sacando de un armario un pequeño maletín, comenzó a colocar en su interior una serie de pequeños recuerdos, sólo valiosos moralmente. En el momento en que lo cerraba, la voz de King Colin preguntó, tras ella:

—¿Te preparas para algún viaje, Ida?

La joven se volvió, ahogando un grito de espanto.

—¿No contestas? —insistió King.

—No… No —tartamudeó Ida—. Estaba guardando unos objetos.

—Tengo que hablarte. Ven.

King cogió de la muñeca a Ida y la obligó a acompañarle hasta el despacho donde esperaban los otros dos, que al verles entrar sonrieron burlonamente.

—Buenos días, señorita Ida —dijo Blanton.

—Buenos días —coreó Abbot.

—¿Qué quieren de mí?

King, a quien había sido hecha la pregunta, se acarició un instante la barbilla y dijo:

—¿Has pensado alguna vez que ya eres una mujer, Ida?

—Sí. —La respuesta de la joven fue seca y cortante.

—Supongo que no habrás elegido ya novio, ¿verdad?

—Supone usted muy mal —contestó Ida—. No sólo he elegido ya novio, sino que también he elegido esposo y hace una hora me he casado con él.

Si una bomba hubiera estallado en medio del grupo no hubiese producido mayor consternación que las palabras que acababa de pronunciar Ida Hubbard. Buck Blanton fue el primero en rehacerse y, agarrando rudamente del brazo a la joven, preguntó, entre dientes:

—¿Es verdad eso?

—Es verdad —contesto Ida—. No pensaba decíroslo; pero no importa. Ahora ya no podéis jugar conmigo. Si me causáis algún daño no os beneficiará en nada. Si me asesináis, mi dinero irá a parar a manos de mi marido, no a las vuestras.

—¿Cómo te has atrevido? —preguntó Colin—. ¿No sabes que puedo hacer anular tu matrimonio? No es válido si no se ha realizado con mi consentimiento.

—El hombre no puede separar a los que Dios unió —replicó Ida—. Y si intenta anular ese casamiento, primero tendrá que dar muchos pasos y antes de que lo consiga me mataré, y todo mi dinero será para mi marido.

—Fred Farrell —dijo Blanton—. Ya sospechaba yo que el idilio terminaría así. Nos tienen cogidos, King.

—Eso creo —dijo Colin inclinando la cabeza—. Adiós, Ida. Que seas muy feliz.

La joven quedó tan desconcertada por la inesperada actitud de Colin, que casi no se atrevió a moverse. Sonriendo, débilmente, King dijo:

—Los naipes estaban contra mí. Cuando se tiene una mala racha lo mejor es retirarse. Ida: que seas muy feliz. Hubiera querido hacerte un buen regalo de bodas; pero estamos arruinados. Cuando hayamos pagado las deudas, apenas nos quedará lo suficiente para irnos lejos de aquí.

Maravillada por lo que acababa de oír, Ida Hubbard salió lentamente del despacho, temiendo que de un momento a otro King Colin diera una orden contraria y le impidiera reunirse con su marido.

Cuando estuvo en la calle echó a correr hacia el bar La Sirena, en una de cuyas habitaciones se hospedaba Fred Farrell. Este, al verla entrar en el establecimiento, lanzó un suspiro de alivio y acudió a su encuentro, acompañándola hasta la mesa a la que había estado sentado.

—¿Cómo has tardado tanto? —preguntó—. ¿Y el maletín?

—¿El maletín? ¡Oh! Me lo olvidé. Pero… es que al ir a salir, King Colin hizo que le acompañara. Querían obligarme a darles mi fortuna; pero cuando les dije que me había casado, el mundo se les vino encima, porque comprendieron que ya no podían conseguir nada. Por eso me dejaron marchar.

—¿Les dijiste que te habías casado conmigo? —pregunto Fred.

—No. No quise complicarte. Colin es un hombre muy malo y sería capaz de hacerte mucho daño. Marchémonos lo antes posible… ¡Oh!

—¿Qué te ocu…? —empezó a preguntar Fred Farrell, pero no necesitó terminar su pregunta, pues en aquel momento vio lo que Ida había visto antes que él. Cuatro hombres acababan de entrar en La Sirena, que en aquellos momentos estaba casi desierta. Uno de aquellos cuatro hombres era King Colin. Los otros eran Buck Blanton, Clay Abbot y «Soñoliento» Bray, cuya oreja aún estaba vendada.

Los cuatro hombres avanzaron lentamente hacia la mesa a la que se sentaban Farrell y su mujer. Los pocos clientes de la taberna se apresuraron a apartarse de la posible trayectoria de las balas.

Un silencio de muerte se había hecho en la sala. Era la calma que precede a la tormenta representada por los cinco hombres que, con las armas en el cinto y a punto de ser empuñadas, se enfrentaban para un desigual combate.

King Colin soltó una lobuna carcajada.

—Muy bien —dijo—. Fue usted listo, Farrell; pero no lo bastante listo.

—¿Qué vienen a hacer? —preguntó Ida, colocándose entre su marido y los cuatro bandidos—. ¿Qué pretende, Colin?

—Apártate, Ida —suplicó Fred—. Así me estorbarás.

—Viene a matarte —replicó Ida—. Creí que de veras jugaban limpio y me olvidé de que siempre han sido unos tramposos. Son incapaces de atenerse al juego limpio. Siempre tienen que hacer trampas. ¡Cuántas más mejor!

—El dinero de los tontos es el más agradable —rió Colin—. Y ahora, apártate, Ida. Estas estorbando a unos caballeros que necesitan ventilar una cuestión muy importante.

—No me apartaré —replicó, desafiadora, Ida—. Tendréis que matarme, y aunque sólo muera medio segundo antes que mi marido, no veréis un centavo de mi fortuna, porque todo irá a manos de Fred. Y si él muere irá a parar a sus herederos.

Colin se mordió los labios y los que estaban junto a él se fueron apartando para poder atacar a Farrell desde más puntos. El capitán comprendió las intenciones de sus adversarios y trató de adivinar en qué momento empezarían a disparar contra él. Pero en los pétreos rostros de Colin, Blanton, Abbot y Bray era inútil buscar la menor pista que permitiese intuir sus pensamientos.

—Apártate, Ida —aconsejó Colin—. Si insistes en permanecer aquí no harás más que complicar las cosas para todos. Si Farrell quiere, podemos llegar a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo? —preguntó Ida.

—Uno que nos beneficie a todos. Te parecerá imposible, pero no lo es.

Lentamente, Farrell se fue apartando de su esposa, sin que ella lo advirtiera. El capitán tenía la mirada fija en Colin, que seguía hablando:

—Si usted quiere, Farrell, nuestras diferencias se pueden resolver con un convenio…

Al llegar aquí, Colin levantó la mano izquierda, como para subrayar con un ademán sus palabras, Farrell, cuya mirada estaba fija en aquella mano, comprendió, demasiado tarde, que se trataba de una señal convenida de antemano entre los bandidos, pues los tres que acompañaban a King desenfundaron rápidamente los revólveres.

Farrell lanzó una imprecación y de buena gana se hubiera golpeado por su estupidez al dejarse cazar tan tontamente. Con el pensamiento puesto en Ida, se lanzó sobre ella y la empujó hacia un rincón que podría servirle de refugio. Por encima de su cabeza pasaron zumbando varias balas.

Hasta que estuvo en el suelo, revolviéndose y tratando de sacar su revólver, Farrell no comprendió que los disparos que sonaban en la sala no iban dirigidos contra él.

—¡
El Coyote
! —gritó, angustiado Abbot, de cuyas manos se escaparon los dos revólveres que sostenían.

King Colin, con el pecho decorado por dos rosetones de sangre, yacía de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, cual si rezara su propio funeral. Bray aparecía junto a una mesa volcada, sumido en su último sueño.

Y con la espalda apoyada contra una de las columnas de madera que sostenían el techo, caídas las manos que habían soltado ya sus revólveres, Buck Blanton trataba de decir algo; pero ningún sonido brotaba de sus ensangrentados labios. En seguida, dejó caer la cabeza sobre el pecho y, lentamente, su cuerpo resbaló hasta quedar tendido en tierra.

Cuando, al fin, consiguió desenfundar su Colt Farrell se dio cuenta de que reinaba un silencio turbado solamente por el estertor de King Colin.

Sonaron unos pasos en el entarimado, y
El Coyote
avanzó empuñando con cada mano un humeante revólver. Deteniéndose frente a Colin, comentó:

—Es tu última partida, King. Diste con una mala racha y no supiste retirarte a tiempo.

El moribundo clavó en
El Coyote
su apagada mirada. Al querer mover una mano cayó de bruces y quedó para siempre inmóvil, con los brazos en cruz y rozando con los dedos la bota de «Soñoliento» Bray.

Haciendo girar los revólveres en torno de sus índices,
El Coyote
se volvió hacia los que habían presenciado el drama y preguntó:

—¿Tiene alguien que oponer algún reparo?

Ninguno de los pocos mineros que estaban en la taberna contestó.
El Coyote
guardó los revólveres en sus fundas y, limpiándose una mota de polvo, marchó en dirección a la puerta trasera, por la que había entrado antes. Al llegar a ella, volvióse y retrocedió hacia Farrell, que estaba ayudando a Ida a levantarse.

—Creo que no volveremos a vernos, capitán —sonrió
El Coyote
—. Pero voy a pedirle un último favor. La iglesia de la Merced, de San Francisco, sería ideal para que repitieran su casamiento más en regla.

—¿Es necesario? —preguntó Farrell.

El Coyote
asintió con la cabeza.

—Sí, lo es. Dentro de cinco días podrán volverse a casar. Ni antes ni más tarde.

—¿No puede explicarme por qué nos pide eso, señor? —inquirió Ida.

El Coyote
movió negativamente la cabeza.

—No, chiquilla, no puedo decírtelo; pero ten la seguridad de que si te lo pido es porque deseo hacer un bien a cierta persona que… que te aprecia mucho, aunque tú no la conoces.

—¿Quién es? —insistió Ida Hubbard.

—Su nombre te es desconocido… Adiós. Mucha suerte. Y no olvides que ha de ser dentro de cinco días.

De nuevo marchó
El Coyote
hacia la puerta, y esta vez la cruzó. Un momento después oyóse el galope de su caballo y unos gritos de:

—¡EI
Coyote
! ¡
El Coyote
!

Hasta entonces no se dio cuenta exacta Farrell de lo oportunamente que el enmascarado había intervenido. Y al pensar en lo cerca que había estado de la muerte, no pudo contener un escalofrió de horror.

Capítulo XI: La justicia del
Coyote

La casa de Walter Kreider estaba brillantemente iluminada. Habíanse abierto las grandes puertas que permitían convertir en un largo salón el grupo de salas del primer piso. Oíanse continuamente los taponazos del champán, y hasta la calle llegaban los ecos de la música vienesa que interpretaban dos escogidas orquestas que se turnaban en el esfuerzo de distraer a todos los invitados de los Kreider.

En la sala central, numerosas parejas danzaban, en tanto que otras preferían hacerlo por los pasillos más alejados. Walter y Rosario, de pie junto a la puerta, habían ido recibiendo a los invitados, entre los cuales figuraban distinguidas familias californianas de hispánicos apellidos y antiguos mineros que cinco años antes andaban tras de sus burros sin otra fortuna que sus herramientas de trabajo, mientras ahora, en cambio, poseían grandes fortunas que los habían transformado en otros hombres muy distintos.

Rosario apenas recordaba dos o tres de los nombres que su marido había pronunciado. Pero uno de ellos estaba angustiosamente clavado en su alma.

—Isaac Peheim —había dicho su marido, al presentárselo, agregando—: Es uno de los mejores joyeros de esta ciudad. A él le he encargado el arreglo de tu collar.

Poheim, un hombrecillo menudo y nervioso, inclinó bruscamente la cabeza hacia adelante, como queriendo observar con más atención el collar que lucía Rosario. Esta retrocedió, sobresaltada, y su marido echóse a reír.

—Luego lo examinará, Poheim —dijo—. Ahora deje que ella lo lleve.

—¿Es que se lo vas a dar para que lo alargue? —preguntó Rosario, sintiéndose como perdida en un laberinto de tinieblas pobladas de horribles monstruos.

—Sí. Quiero que lo arregle lo antes posible. Me corre prisa convertir tu collar en el más hermoso del mundo. ¿Cree quo lo conseguirá, Poheim?

—Seguramente —replicó el joyero, que seguía mirando, lleno de curiosidad, la joya, y que al fin, casi a regañadientes, fue a reunirse con el resto de los invitados, dejando a una mujer para quien la fiesta de aquella noche ya no tendría ningún atractivo.

Cuando llegaron los últimos invitados, Walter y su esposa dirigiéronse al salón principal, y Kreider, inclinándose ante Rosario, pidió:

—¿Me concede la mujer más hermosa del mundo el honor de este baile?

—Con mucho gusto, caballero —sonrió Rosario, pero su sonrisa fue tan poco natural, que Walter preguntó, alarmado:

—¿Es que no te encuentras bien?

—Estoy un poco mareada —replicó Rosario, agarrándose ansiosamente a aquella oportuna tabla de salvación que se le ofrecía—. Tanta gente…

—¿Quieres retirarte un momento?

—No, no es necesario. Supongo que ya se me pasará. Además, el calor influye un poco. La primavera es casi verano.

Walter clavó una honda mirada en los ojos de su esposa, y al fin, sonriendo animador, dijo:

—No te importe despreciarme. Si prefieres que salgamos a la terraza…

—Si acaso, después del baile. Hace más de un año que no sé lo que es un vals danzando contigo.

—Gracias, Rosario.

Y lanzándose al oleaje de suaves notas, durante unos minutos se confundieron con las otras parejas.

Desde un rincón de la sala, Isaac Poheim se acariciaba la barbilla y murmuraba:

—Ese collar… es muy raro. Le encuentro algo extraño. Esas perlas… Pero no, debo de estar en un error. No iba a tratarse de un collar falso.

Por dos veces tropezó Rosario con la mirada del joyero y la poca alegría que había conseguido reunir se esfumó como por ensalmo.

—¡Dios mío! ¿Por qué has hecho que viniera ese hombre?

Pero Rosario no obtuvo respuesta a su pregunta, y un momento después su esposo y ella estaban de nuevo frente al inquisitivo Poheim, que ardía en deseos de examinar de cerca y con ayuda de la lupa el extraño collar de la dueña de la casa.

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