La jauría (26 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Y era sobre todo en el invernadero donde Renée era el hombre. La ardiente noche que pasaron allí fue seguida por otras varias. El invernadero amaba, ardía con ellos. En el aire pesado, en la claridad blanquecina de la luna, veían el mundo extraño de las plantas que los rodeaban moverse confusamente, intercambiar abrazos. La piel de oso ocupaba todo el sendero. A sus pies, el estanque humeaba, lleno de un hormigueo, de un espeso entrelazamiento de raíces, mientras la estrella rosa de las ninfeas se abría, a flor de agua, como un corpiño virginal, y las monsteras dejaban caer sus ramas, semejantes a cabelleras de Nereidas desfallecidas. Después, a su alrededor, las palmeras, los grandes bambúes de la India, se alzaban, llegaban hasta la cimbra, donde se inclinaban y mezclaban sus hojas, con actitudes tambaleantes de amantes cansados. Más abajo, los helechos, los pteris, las alsófilas, eran como damas verdes, con sus anchas faldas guarnecidas de volantes regulares, que, mudas e inmóviles al borde del sendero, esperaban el amor. A su lado, las hojas retorcidas, manchadas de rojo, de las begonias, y las hojas blancas, en punta de lanza, de los caladios, ponían un séquito vago de magulladuras y palideces, que los amantes no se explicaban, y donde encontraban a veces redondeces de caderas y rodillas, tendidas en tierra, bajo la brutalidad de caricias sangrientas. Y los plátanos, doblándose bajo los racimos de sus frutos, les hablaban de las feraces fertilidades del suelo, mientras que los euforbios de Abisinia, cuyos cirios espinosos vislumbraban en la sombra, contrahechos, llenos de jorobas vergonzosas, les parecía que rezumaban la savia, el flujo desbordante de aquella generación de llamas. Pero, a medida que sus miradas se hundían en los rincones del invernadero, la oscuridad se llenaba de un desenfreno de hojas y tallos aún más furioso; ya no distinguían, sobre las gradas, las marantas suaves como terciopelo, las gloxíneas de campanas violetas, las dracenas semejantes a láminas de vieja laca barnizada; era una ronda de hierbas vivientes que se perseguían con una ternura insatisfecha. En las cuatro esquinas, en el punto donde cortinas de bejucos disponían glorietas, su sueño carnal enloquecía aún más, y los vástagos ágiles de las vainillas, de las cocas de Levante, de los quiscualis, de la bohinias, eran los brazos interminables de enamorados que no se veían, y que alargaban perdidamente su abrazo, para atraer todas las alegrías dispersas. Esos brazos sin fin colgaban con lasitud, se anudaban en un espasmo de amor, se buscaban, se enrollaban como para el celo de una muchedumbre. Era el celo inmenso del invernadero, de aquel rincón de selva virgen donde llameaban las frondas y las floraciones de los trópicos.

Maxime y Renée, los sentidos falseados, se sentían arrastrados a aquellas nupcias poderosas de la tierra. El suelo, a través de la piel de oso, les quemaba la espalda, y, de las altas palmas, caían sobre ellos gotas de calor. La savia que ascendía por los flancos de los árboles penetraba en ellos también, les inspiraba locos deseos de crecimiento inmediato, de reproducción gigantesca. Entraban en el celo del invernadero. Era entonces, en medio del pálido fulgor, cuando los embotaban visiones, pesadillas en las cuales asistían largamente a los amores de las palmeras con los helechos; el follaje adoptaba apariencias confusas y equívocas, que sus deseos fijaban en imágenes sensuales; murmullos, cuchicheos les llegaban de los macizos, voces desmayadas, suspiros de éxtasis, gritos ahogados de dolor, risas lejanas, todo lo que sus propios besos tenían de parlanchín, y que el eco les devolvía. A veces se creían sacudidos por un temblor del suelo, como si la propia tierra, en una crisis de hartura, hubiera prorrumpido en sollozos voluptuosos.

Si hubieran cerrado los ojos, si el calor sofocante y la luz pálida no hubieran infundido en ellos una depravación de todos los sentidos, los olores habrían bastado para sumirlos en un eretismo nervioso extraordinario. El estanque los bañaba en un aroma acre, profundo, por el que pasaban los mil perfumes de las flores y del verdor. A veces, la vainilla cantaba con arrullos de paloma torcaz; después llegaban las notas rudas de las stanhopeas, cuyas bocas atigradas tienen un aliento fuerte y amargo de convaleciente. Las orquídeas, en sus cestas sujetas por cadenitas, exhalaban sus soplos, semejantes a incensarios vivos. Pero el olor dominante, el olor en el cual se fundían todos esos vagos suspiros, era un olor humano, un olor de amor, que Maxime reconocía, cuando besaba la nuca de Renée, cuando hundía su cabeza entre sus cabellos sueltos. Y quedaban embriagados por ese olor de mujer enamorada, que rondaba por el invernadero, como por una alcoba donde la tierra pariese.

De ordinario, los amantes se acostaban bajo la tanguinia de Madagascar, bajo ese arbusto envenenado del que la joven había mordido una hoja. En torno a ellos, reían blancuras de estatuas, al mirar el acoplamiento enorme de las frondas. La luna, que giraba, desplazaba los grupos, animaba el drama con su luz cambiante. Y ellos estaban a mil leguas de París, al margen de la vida fácil del Bosque y de los salones oficiales, en el rincón de una selva de la India, de algún templo monstruoso, cuyo dios era la esfinge de mármol negro. Sentían que rodaban hacia el crimen, hacia el amor maldito, hacia una ternura de fieras. Todo el pulular que los rodeaba, el hormigueo sordo del estanque, la impudicia desnuda de los follajes, los arrojaban al pleno infierno dantesco de la pasión. Era entonces, en el fondo de esta jaula de cristal, hirviente toda de las llamas del estío, perdida en el frío claro de diciembre, cuando saboreaban el incesto, como fruto criminal de una tierra demasiado caldeada, con el temor sordo de su tálamo aterrador.

Y, en el centro de la piel negra, el cuerpo de Renée blanqueaba, en su actitud de gran gata agazapada, el espinazo arqueado, las muñecas tensas, como jarretes ágiles y nerviosos. Estaba toda henchida de voluptuosidad, y las líneas claras de sus hombros y de sus caderas se destacaban con sequedades felinas sobre la mancha de tinta con que la piel ennegrecía la arena amarilla del sendero. Acechaba a Maxime, esa presa derribada debajo de ella, que se abandonaba, a quien poseía por entero. Y de vez en cuando, se inclinaba bruscamente, lo besaba con su boca irritada. Su boca se abría entonces con el brillo ávido y sangriento del hibisco de la China, cuyo tapiz cubría el costado del hotel. Ella ya no era más que una hija ardiente del invernadero. Sus besos florecían y se ajaban, como las flores rojas de la gran malva, que duran apenas unas horas, y que renacen sin cesar, semejantes a los labios magullados e insaciables de una Mesalina gigante.

Capítulo 5

El beso que había dado en el cuello a su mujer preocupaba a Saccard. Hacía tiempo que ya no usaba sus derechos de marido; la ruptura se había producido naturalmente, pues ni el uno ni la otra se inquietaban por una unión que les estorbaba. Para que él pensase en volver a entrar en el dormitorio de Renée, tenía que haber algún buen negocio al final de sus ternuras conyugales.

El golpe de fortuna de Charonne marchaba bien, aunque perduraban las inquietudes sobre su desenlace. Larsonneau, con sus camisas resplandecientes, sonreía de una forma que le desagradaba. No era sino un mero intermediario, un testaferro a quien le pagaba su solicitud con un interés del diez por ciento sobre los futuros beneficios. Pero, aunque el agente de expropiaciones no hubiera metido un céntimo en el negocio, y aunque Saccard, tras haber provisto los fondos del café cantante, hubiera tomado todo tipo de precauciones, contraventa, letras cuya fecha quedaba en blanco, recibos dados por adelantado, no por ello dejaba de experimentar un sordo temor, un presentimiento de alguna traición. Olfateaba, en su cómplice, la intención de hacerle chantaje, con ayuda de aquel inventario falso que guardaba celosamente, y al cual debía únicamente su participación en el negocio.

Por ello los dos compinches se estrechaban vigorosamente las manos. Larsonneau calificaba a Saccard de «querido maestro». Sentía, en el fondo, verdadera admiración por aquel equilibrista, cuyos ejercicios en la cuerda floja de la especulación seguía como un aficionado. La idea de engañarlo le hacía ilusión como una voluptuosidad rara y picante. Acariciaba un plan todavía vago, sin saber demasiado bien cómo emplear el arma que poseía, y con la cual temía cortarse él. Se sentía, por otra parte, a merced de su antiguo colega. Los terrenos y las construcciones que unos inventarios sabiamente calculados tasaban ya en cerca de dos millones, y que no valían la cuarta parte de esta suma, acabarían desbaratándose en una quiebra colosal si el hada de la expropiación no los tocaba con su varita de oro. Según los planes primitivos, que habían podido consultar, el nuevo bulevar, abierto para enlazar el parque de artillería de Vincennes con el cuartel del Príncipe Eugenio, y situar este parque en el corazón de París rodeando el
faubourg
Saint-Antoine, se llevaba parte de los terrenos; pero quedaba aún el temor de que se vieran apenas tocados de refilón y que la ingeniosa especulación del café cantante fracasase por su propia impudencia. En este caso, Larsonneau se quedaría con una delicada aventura a cuestas. Este peligro, no obstante, no le impedía, a pesar de su papel forzosamente secundario, estar consternado, cuando pensaba en el menguado diez por ciento que cobraría en un robo tan colosal de millones. Y era entonces cuando no podía resistir la furiosa comezón de alargar la mano, de cortarse su porción.

Saccard ni siquiera había querido que le prestase dinero a su mujer, pues él mismo se divertía con este grosero artificio de melodrama, con el cual disfrutaba su amor a los tejemanejes complicados.

—No, no, querido amigo —decía con su acento provenzal, que exageraba aún más cuando quería salpimentar una broma—, no enredemos nuestras cuentas… Usted es el único hombre de París a quien he jurado no deber nunca nada.

Larsonneau se contentaba con insinuarle que su mujer era un pozo sin fondo. Le aconseja que no le diera un céntimo más, para que ella le cediera inmediatamente su parte de la propiedad. Habría preferido enfrentarse sólo con él. Lo tanteaba a veces, llevaba las cosas hasta decir, con su aire cansado e indiferente de vividor:

—Tendré que poner un poco de orden en mis papeles… Su mujer me asusta, amiguito. No quiero que en mi casa sean precintadas ciertas piezas.

Saccard era incapaz de soportar pacientemente semejantes alusiones, sobre todo cuando sabía a qué atenerse sobre el orden frío y meticuloso que reinaba en las oficinas del personaje. Toda su figurilla astuta y activa se rebelaba contra los temores que intentaba infundirle aquel usurero currutaco de guantes amarillos. Lo peor era que le daban escalofríos cuando pensaba en un posible escándalo; y se veía brutalmente desterrado por su hermano, viviendo en Bélgica de cualquier negocio inconfesable. Un día, se enfadó, llegó incluso a tutear a Larsonneau.

—Escucha, chico —le dijo—, eres un muchacho encantador, pero harías bien en devolverme la pieza que sabes. Ya verás cómo ese trozo de papel acaba por enfadarnos.

El otro se hizo el asombrado, estrechó las manos de su «querido maestro» dándole seguridades de su afecto. Saccard lamentó su impaciencia de un minuto. Fue en esa época cuando pensó seriamente en acercarse a su mujer; podía tener necesidad de ella contra su cómplice, y se decía además que los negocios se tratan de maravilla sobre la almohada. El beso en el cuello se convirtió poco a poco en la revelación de toda una nueva táctica.

Por lo demás, no tenía prisa, no malgastaba sus medios. Tardó todo el invierno en madurar su plan, tironeado por cien asuntos más enredados unos que otros. Fue para él un invierno terrible, lleno de sacudidas, una campaña prodigiosa, durante la cual tuvo que vencer la quiebra día a día. Lejos de reducir su tren de vida, dio fiesta tras fiesta. Pero, aunque consiguió hacer frente a todo, tuvo que descuidar a Renée, a la que reservaba para la jugada triunfal, cuando la operación de Charonne estuviera madura. Se contentó con preparar el desenlace, continuando sin darle más dinero, salvo por conducto de Larsonneau. Cuando podía disponer de unos miles de francos, y ella se quejaba de miseria, se los llevaba, diciendo que los hombres de Larsonneau exigían un pagaré por el doble de la suma. Esta comedia lo divertía enormemente, la historia de los pagarés le encantaba por la novela que introducían en el negocio. Incluso en la época de sus beneficios más claros le había pasado la pensión a su mujer de forma muy irregular, haciéndole regalos principescos, abandonándole puñados de billetes de banco, y dejándola después acorralada por una miseria durante semanas. Ahora que se encontraba en serios apuros, hablaba de las cargas de la casa, la trataba como a un acreedor, a quien no se quiere confesar la ruina y a quien se aplaca con historias. Ella apenas le escuchaba; firmaba todo lo que él quería; se quejaba solamente de no poder firmar más.

Tenía ya, no obstante, unos doscientos mil francos de pagarés firmados por ella, que le costaban apenas ciento diez mil francos. Tras haberlos hecho endosar por Larsonneau, a cuyo nombre estaban suscritos, hacía viajar esos pagarés de forma prudente, contando con servirse de ellos más adelante como armas decisivas. Jamás habría podido llegar al final de aquel terrible invierno, prestar con usura a su mujer y mantener su tren de vida, sin la venta del solar del bulevar Malesherbes, que los señores Mignon y Charrier le pagaron en dinero contante, aunque reteniendo un descuento formidable.

Aquel invierno fue para Renée una prolongada alegría. Sólo sufría por la necesidad de dinero. Maxime le costaba carísimo; la seguía tratando como a su madrastra, le dejaba pagar en todas partes. Pero esa miseria escondida era para ella una voluptuosidad más. Se las ingeniaba, se rompía la cabeza, para que su «querido niño» no careciera de nada; y cuando había convencido a su marido a encontrarle unos miles de francos, se los comía con su amante, en locuras costosas, como dos escolares sueltos en su primera escapada. Cuando no tenían un céntimo, se quedaban en el palacete, disfrutaban de aquella gran mansión, de un lujo tan nuevo y tan insolentemente necio. El padre jamás estaba allí. Los enamorados se quedaban al amor de la lumbre más a menudo que antes. Y es que Renée había llenado, por fin, de un goce cálido el vacío glacial de aquellos techos dorados. Aquella casa equívoca del placer mundano se había convertido en una capilla donde ella practicaba apartada una nueva religión. Maxime no ponía solamente en ella la nota aguda que concordaba con sus locos vestidos; era el amante hecho para ese palacete, de anchos escaparates de comercio, y que un raudal de esculturas inundaba desde los desvanes a los sótanos; él animaba aquellos armatostes, desde los dos amores mofletudos que, en el patio, dejaban caer de su concha un hilillo de agua, hasta las altas mujeres desnudas que sostenían los balcones y jugaban en medio de los frontones con espigas y manzanas; él explicaba el vestíbulo demasiado rico, el jardín demasiado estrecho, las estancias brillantes donde se veían demasiados sillones y ni un solo objeto de arte. La joven, que se había aburrido mortalmente allí, se divirtió de repente, lo usó como una cosa cuyo empleo no había comprendido al principio. Y no fue sólo por sus habitaciones, la salita botón de oro y el invernadero por donde paseó su amor, sino por el palacete entero. Acabó por estar a gusto incluso en el diván del salón de fumar; se ensimismaba allí, decía que aquella estancia tenía un vago olor a tabaco, muy agradable.

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