La isla de los hombres solos (22 page)

Read La isla de los hombres solos Online

Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: La isla de los hombres solos
5.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No tenemos tiempo, ¿qué hacías hace un rato? ¡Cágate ahí!

El compañero sin más decir ahí mismo bajó su pantalón, se inclinó y por el recto le salió un chorro de sangre negra. Ya no le fue posible levantarse.

Una fiebre muy alta le mató esa misma noche.

La diarrea era enfermedad común. Donde el hombre no ve un pedazo de carne, un vaso de leche, solamente frijoles y frijoles con una papa cada mes, es lógico que cualquier cosa que coma extra le cause vómitos y diarrea.

Pero al día siguiente hubo consulta entre el
médico
de la herrería y el señor comandante. La cuadrilla empezó a reportar que algunos hombres se veían atacados de dolores intestinales y ya no se lograban levantar.

Tres días después el número de muertos se elevaba a treinta.

La cuadrilla de los enterradores no daban abasto y fue necesario darle un refuerzo. Ellos mismos cayeron muertos sobre las tumbas que abrían y vinieron nuevos enterradores.

Y era el puro verano con esos soles de bochorno que algunas veces uno siente que le hace hervir y que le ha de cocinar el corazón.

El estado de los pozos abiertos donde caían toda clase de bichos; el agua estancada; la poca alimentación; los paludismos, todo eso había preparado el camino a lo que se nos vino encima: la peste de las aguas negras.

Hasta los hombres más viejos y ya bombardeados por toda clase de males cayeron enfermos. Se buscaban palos de limón agrio a los que se les quitaban los frutos, las hojas, corteza y por último sus raíces con afanes de hacer cocimientos que evitaran esa visita de la muerte que producía cada día un mínimo de diez muertos. Después de triturar las raíces del limón se hizo lo mismo con el árbol mismo, el que triturado se hervía y servía a los reclusos en tarros con un pedazo de dulce. Eran remedios de la desesperanza.

Se envió un bongo para solicitar ayuda a Puntarenas, pero las noticias que llevaron los hombres eran tales que las autoridades llenas de horror no solamente se negaron a venir sino que prohibieron el desembarco del bongo, obligándole a regresar a la isla. Un segundo bongo se mandó con órdenes terminantes de insistir sobre la compasión de los puntarenenses, pero el bote lleno de soldados, desertó.

Había en el presidio hombres que marchaban al excusado a dar del cuerpo y ahí se quedaban con el fondillo al descubierto. Los que padecían anemia (la enfermedad azote del reo por generación sin cuento) eran las víctimas más propias del mal. Pero después se volcaron en general todos sin distinción de condición física, raza, edad.

Los hombres terminaban echados de cualquier manera sobre una pila de excrementos ya que no lograban llegar ni siquiera al interior.

La mano y la piel de los hombres se volvió de un color tan amarillo como si fuera teñida con zumo de limón dulce. Un temblor perenne agotaba el cuerpo y el sudor bañaban la espalda.

Y de un momento a otro para empeorar las cosas empezó a faltar el agua.

Un día amaneció muerto el capitán de la guardia y esa misma tarde cayeron enfermos tres soldados. El comandante del penal salió huyendo y dejó el mando en manos del teniente mayor.

Era un cuadro de espanto ver a los compañeros agarrándose el estómago y revolcándose de dolor en el suelo.

Las cocinas dejaron de trabajar cuando cayeron enfermos los cocineros.

Las aves de rapiña integradas por bandas de nosotros mismos se dieron al vandalismo en forma de robar las pocas pertenencias de sus compañeros o violar a los muchachos muy jóvenes que ya no se podían defender.

Los soldados con el teniente al frente abandonaron el penal y cavaron una trinchera a bastante distancia desde donde nos vigilaban sin acercarse por temor al contagio.

Cuadrillas de enfermeros improvisados recogían cáscaras de cualquier cosa que fuera amarga y la hervían tomándola con la vaga esperanza de ser intocables por la enfermedad o curarse de ella, en cuanto se presentía que ya les llegaban los calambres, los vómitos, los dolores intestinales.

Fueron dos meses en que los reos se murieron todos los días. Por último, las cuadrillas de enterradores, ya sin guardias cerca, optaron por no enterrar a los muertos y entonces los hombres se pudrían al sol. El cielo de un azul muy puro se pobló de zopilotes que descendían a pulular sobre los árboles y las palmeras. Sobre los tejados del penal otra cuadrilla de esos pájaros devoradores de la muerte esperaban con las alas abiertas y bastaba con que un hombre cayera muerto en algún lugar del campo distante, para que de inmediato con el calor en el cuerpo, fuera devorado.

Sobre los moribundos también se lanzaban huyendo cuando el hombre en su último gesto de voluntad movía un brazo para ahuyentarlos.

Las moscas se multiplicaron en tal forma hasta alcanzar millones. Algunos de los hombres acorralados por el miedo se sintieron enfermos y se morían del solo susto.

Pero todavía algunos nos resistíamos a morir y a los que por una extraña ironía de la vida ni siquiera nos tomaban los mareos. Estábamos sanos. Yo propuse que hiciéramos una cuadrilla para ayudar a los que estaban más enfermos y hasta para imponer un poco de orden.

En los últimos días los sanos y dado que en las cocinas no había leña, ni modo de ponerlas a funcionar ya que para traer la leña era necesario pasar el círculo de la trinchera formada por los soldados, y era prohibido, entonces devorábamos los alimentos crudos: el maíz, los frijoles, el arroz cuando se lograba. Todo eso bajaba con un poco de agua. A los enfermos les dábamos de eso mismo, formando una masa que se machucaba con piedras hasta hacer polvo y luego agregar el líquido.

Hasta el mismo cabo de vara Mitajuana, que era tan perverso y al que no atacó la enfermedad, se comportó como si dentro del pecho llevara un noble corazón. Y lo observé luchando por dar a los agonizantes una poción de agua amarga o ayudando a algunos a tomar un poco de movimiento.

Hubo muchos reos —los más— que ayudaron al compañero enfermo. Y con estos mismos logramos poner a funcionar la batería de cocina y en esa forma medio cocinamos frijoles cuyo caldo se lo dábamos a los que podían tomarlo o a los que la fiebre no había logrado matar y se encontraban convalecientes.

Encontramos hasta un pillo que armado de un alicate andaba sacando los dientes de oro a los enfermos que no se podían defender, por lo que nos vimos en la necesidad de darle una tan grande paliza que se murió y eso vino a poner un poco de orden entre las fieras que esperaban no más que un pobre desgraciado perdiera el conocimiento para caerle encima.

Y entonces así, de repente, un sol de rosa y malva se proyectó sobre esta sarmentosa isla presidio.

En ese momento en que la fiebre atacaba más y mejor y que de setecientos reclusos ya no quedaban ni doscientos; en mitad de esta furia, vimos una mañana, así, de repente, que al penal se acercaba una lancha de motor.

Una comisión de soldados acudió a recibir esa lancha al mismo tiempo en que por una orden del teniente se prohibía el arribo de la misma. Pero los de la lancha no hicieron caso de la orden y amarraron al muelle. La primera persona que descendió fue una dama de entre treinta o cuarenta años. La siguieron otras dos mujeres jóvenes y un médico. Luego los marineros sacaron cajas y más cajas que iban apilando sobre las piedras del muelle.

El comandante había ido a presentar su renuncia y en esta embarcación venía también el nuevo comandante de apellido Campos López, que fue el primero entre los comandantes al que se le adivinaba un corazón en mitad del pecho.

La señora se echaba de ver que junto con sus acompañantes, eran damas de buena sociedad. Preguntaron que dónde estaban los enfermos y seguida de las otras mujeres y el doctor entró al disco donde tirados, arrastrados, delirando, en fin, en un espectáculo deprimente, estaban los reos condenados a morir por la fiebre de aguas negras.

Las cocinas empezaron a trabajar a todo tren. Nos obligaron a bañarnos.

Quemaron los muertos. Cargamos cubos con agua del mar y lavamos todo el penal. El mismo señor Campos López, el comandante nuevo, nos ayudó sin temor alguno a las enfermedades. Durante tres días las señoras se multiplicaron en atender a los enfermos con sus propias manos sin hacer caso de un posible contagio. Al final de cada día, agobiadas de calor, se retiraban a sus habitaciones. Y si en altas horas de la noche se les avisaba que un reo estaba agonizando, de inmediato se levantaban a cuidar de él.

El señor López y esas tres damas se portaron como nunca había observado que se tratara a un ser humano dentro de un presidio.

Al fin llegó un día en que no se anotó ni una muerte.

Todo empezó en calma. La muerte había arrebatado a la mayoría de la población penal. Un grupo de cien o doscientos hombres con los ojos todavía de miedo, enfermos, deambulaban por la orilla de la playa. Nos mirábamos los unos a los otros sin atinar a pensar cómo nos habíamos salvado.

Fue el último ataque de fiebre que recibió la isla de San Lucas y también la última página de horror y de tragedia que presencié.

La dama se llamaba doña Juaquinita y era esposa de un gran político de San José, se había enterado por casualidad de la situación pasada por los reos de San Lucas y convenció a su marido, no solamente para que interviniera ante el Gobierno para que nombraran un comandante humano, sino para lograr ella misma venir en ayuda de los infelices reclusos.

Se interesó en los tiempos pasados en la isla. Hizo recomendaciones sobre higiene y manera de tratar a los reos. Se enteró de que los hombres ahí acorralados jamás habían conocido un día bueno. Desde entonces data la fecha en que nunca más volvimos a trabajar los domingos.

Y vio también la dama que nuestra existencia era tan miserable como la cadena que los locos, los enfermos, los viejos y los muertos, habíamos llevado o portábamos arrastrando por todo lado.

Un día, antes de marcharse la dama, y cuando la fiebre fue controlada del todo, el comandante reunió a todos los sobrevivientes. Nosotros dimos las gracias a la señora y ella nos permitió besarle en sus manos.

Y recuerdo que nos dijo:

—He tenido mucho gusto de estar estos días con ustedes. Haré lo posible para que todo cambie en esta isla y vengan tiempos mejores. Adiós por ahora y vamos todos a orar porque el bien en sus varias formas esté con ustedes.

Un recluso cuando la señora habló, tratando de recordar, decía:

—No sé… Dios me perdone pero creo haber conocido a esta señora…

»Se me parece a una amiga que tuvimos en Limón…
Era mujer de amigos.

»¡Pero no puede ser! Recuerdo que tenía un hermano que fue muerto en el penal de Limón.»

¡Claro que no puede ser, imbécil! —intervine yo—. La que tú nombras era una cualquiera y en cambio esta mujer tan suave, tan dulce, tan culta… Además no es así que a una mujer el mismo Presidente de Costa Rica le ha de dar facilidades para venir a meterse en un presidio donde jamás vienen las mujeres.

—Es cierto, es cierto, pero te digo que se parece como un huevo a otro. En el lugar donde ella estaba le decían «La Princesa» por su fina manera de ser y su estilo de reina, por lo que te digo que esta señora es igual a esa otra.

¿Qué había pasado? Muy fácil de explicar: y es que Dios ya no estaba mirando para otro lado. Aun las cosas que en mis tontas oraciones no atinaba a solicitar, nos fueron llegando poco a poco y un médico siguió visitando cada semana. Fue mejorando un poquito la comida y el látigo no se escuchó ya más restañar sobre las espaldas de los reos en los tres años que el señor Campos fue nuestro comandante.

El presidio se iba lavando la cara llena de vergüenza en una historia de ayer y los hombres empezaron a sufrir un poco menos.

Y es más: la misma señora tres años después regresó acompañada de un hombre alto, grueso, amable, que saludaba a todos y que le presentaban armas.

¡El señor Presidente!

La noticia corrió por todas partes. Un salto se nos dio en el corazón: no precisamente por la visita que hacía al penal el Presidente de Costa Rica, sino porque con él y del brazo venía ella, la señora que nos había servido como Ángel de la Guarda.

Ese día por primera vez en la historia del presidio los reclusos comimos carne de cerdo y arroz con papas que la señora trajo en grandes ollas desde Puntarenas.

Ante nosotros reunidos, estando la señora a la par de él y con la risa muy grande, el señor Presidente dirigió la palabra a los reos y dijo:

—Esta amiga me ha convencido de vuestro dolor. Ella ha visto vuestras llagas en los pies deformados por la cadena. Yo no os puedo dar la libertad porque vuestras causas pertenecen a la ley. Sí os prometo que estudiaré una a una toda petición de gracia que podáis elevar ante mí por los medios legales. Ahora, antes de despedirme os quiero dar una noticia: esta amiga mía y vuestra, cuando regresó a San José me ha estado rogando que os quite la cadena, grillos y grilletes; de modo que en este momento yo, Presidente de Costa Rica, de acuerdo con un principio tan noble como es la compasión humana, declaro que ningún hombre puede ya volver a ser torturado en esa forma y que desde este momento en San Lucas no ha de haber, y para siempre, un hombre que lleve cadena al pie.

¡Muchas noches yo dije que no existía el milagro! Qué tonto fui al pensar así ya que esto que estaba pasando ahora era un milagro.

La dama lloraba de alegría y de rodillas besó las manos del señor Presidente el que la hizo levantar y devolvió un beso en la frente.

Nosotros quedamos como clavados sin lograr expresar ni una palabra. La alegría de ese momento era superior a todos nuestros sueños. Ella misma tomó la primera cadena quitada de las piernas de un reo que tenía más cerca y la arrojó al mar.

A cada uno de los reos se le permitió ir hasta la orilla del mar y arrojar su cadena conforme se la iban quitando los herreros.

Tomé la mía y la lancé bien lejos mar adentro al tiempo que decía:

—¡Pobre, pobre mar!

Dije esas palabras de todo corazón como si con lanzarla cadena le causara al mar tantas lágrimas y penas, como su tortura me hizo vivir.

Esa fue la vez primera que un Presidente de Costa Rica visitaba San Lucas.

El compañero que nos había hablado de la Princesa, la mujer de la vida alegre en Limón, la misma que él había conocido rodando por el puerto, todavía tenía sus dudas de que esta encopetada dama, esposa del Presidente de Costa Rica, fuera la misma mujer.

Other books

Swan Sister by Ellen Datlow, Terri Windling
Sink it Rusty by Matt Christopher
To Tempt a Wilde by Kimberly Kaye Terry
Some Like It Wild by M. Leighton
A Day to Pick Your Own Cotton by Michael Phillips
The Wind City by Summer Wigmore