En nuestro mundo, en el que hay cada vez más rostros cada vez más parecidos, es difícil para una persona confirmar la originalidad de su yo y convencerse a sí misma de su irrepetible unicidad. Hay dos métodos para cultivar la unicidad del yo: el método de la suma y el método de la resta. Agnes le resta a su yo todo lo que es externo y prestado, para aproximarse así a su pura esencia (el riesgo consiste en que al final de cada resta acecha el cero). El método de Laura es precisamente el contrario: para que su yo sea más visible, más aprehensible, más voluminoso, le añade cada vez más y más atributos y procura identificarse con ellos (con el riesgo de que bajo los atributos sumados se pierda la esencia del yo).
Pongamos el ejemplo de su gata. Cuando Laura se divorció, se quedó sola en un piso grande y se sintió triste. Deseaba que compartiera su soledad al menos algún animalito. Primero pensó en un perro, pero pronto comprendió que un perro requiere cuidados que no iba a poder darle. Así que consiguió una gata. Era una gran gata siamesa, hermosa y mala. A medida que convivía con ella y que hablaba de ella a los amigos, el animal que había elegido más bien por casualidad, sin demasiada convicción (¡al principio había querido tener un perro!), adquiría cada vez mayor importancia: empezó a elogiar a la gata y a obligar a todos a admirarla. Veía en ella una hermosa autonomía, una independencia, un orgullo, una libertad de movimientos y un encanto permanente (a diferencia del encanto humano, siempre interrumpido por momentos de falta de habilidad y fealdad); veía en ella su modelo; se veía reflejada en ella.
Nada importa si por carácter se parece Laura a una gata o no, lo importante es que la dibujó en su escudo y que la gata (el amor por la gata, la apología de la gata) se convirtió en uno de los atributos de su yo. Dado que muchos de sus amantes se sintieron desde el comienzo irritados por aquel animal pérfido y egocéntrico, que sin previo aviso bufaba y arañaba, la gata se convirtió en la piedra de toque de la fuerza de Laura; era como si quisiera decirle a cada uno de ellos: me tendrás, pero tal como soy de verdad, es decir con mi gata. La gata se convirtió en la imagen de su alma y el amante tenía que aceptar en primer lugar su alma si quería tener su cuerpo.
Él método de la suma es bastante simpático si la persona le añade a su yo un gato, un perro, el asado de cerdo, el amor por el mar o por la ducha fría. Las cosas se vuelven menos idílicas si la persona decide añadirle al yo el amor al comunismo, a la patria, a Mussolini, a la iglesia católica, al fascismo o al antifascismo. El método sigue siendo en ambos casos idéntico: el que defiende tercamente las ventajas del gato con respecto a los demás animales hace esencialmente lo mismo que aquel que afirma que Mussolini es el único salvador de Italia: se jacta de un atributo de su yo y procura que ese atributo (el gato o Mussolini) sea aceptado y amado por todos los que le rodean.
Esta es la curiosa paradoja que afecta a todos los que cultivan el yo por el método de la suma: procuran sumar para constituir un yo único e inimitable, pero, como se convierten inmediatamente en propagadores de los atributos añadidos, hacen todo lo posible para que se les parezca la mayor cantidad posible de gente; así sucede que su unicidad (tan trabajosamente lograda) comienza rápidamente a desaparecer.
Por eso podemos preguntarnos por qué la persona que ama a un gato (o a Mussolini) no se conforma con su amor y quiere obligar a los demás a hacer lo mismo. Intentemos responder recordando a la joven de la sauna que afirmaba belicosa que amaba la ducha fría. Con ello logró diferenciarse inmediatamente de la mitad del género humano, de aquella mitad que prefiere la ducha caliente. Lástima que de ese modo se pareciera aún más a la mitad restante. ¡Ay, qué triste! Hay mucha gente, pocas ideas, y ¿cómo haremos para diferenciarnos unos de otros? La joven sólo conocía un modo de superar el inconveniente de su similitud con la enorme masa de los partidarios de la ducha fría: debía pronunciar su frase «¡adoro la ducha fría!» en la puerta misma de la sauna y con tal energía que los millones de mujeres a quienes la ducha fría les produce el mismo placer que a ella parecieran inmediatamente pobres imitadoras suyas. Lo diré de otro modo: el simple (sencillo e inocente) amor por la ducha sólo puede convertirse en atributo del yo cuando le comunicamos al mundo que estamos dispuestos a luchar por él.
El que elige como atributo de su yo el amor a Mussolini, se convierte en un luchador político; el partidario de los gatos, de la música o de los muebles antiguos, hace regalos a quienes le rodean.
Imagínense que tienen un amigo que ama a Schumann y odia a Schubert, mientras que ustedes aman enloquecidamente a Schubert y Schumann les aburre mortalmente. ¿Qué disco le regalarían a su amigo para su cumpleaños? ¿Uno de Schumann, a quien él ama, o uno de Schubert, al que ustedes adoran? Por supuesto que el de Schubert. Si le hubieran dado el de Schumann se habrían quedado con la desagradable sensación de que el regalo no habría sido sincero y de que habría parecido más bien un soborno con el que pretendían calculadoramente comprar la voluntad de su amigo. ¡Cuando hacen un regalo quieren hacerlo por amor, quieren darle a un amigo un trozo de sí mismos, un trozo de su corazón! De modo que le regalarán
La inconclusa
de Schubert, en la que él escupirá en cuanto ustedes se hayan ido y luego, después de ponerse un guante, la cogerá con dos dedos y la llevará al cubo de la basura que está frente al edificio.
A lo largo de los años Laura regaló a su hermana y al marido de ésta un juego de platos y fuentes, un juego de té, un cesto para la fruta, una lámpara, una mecedora, unos cinco ceniceros, un mantel, pero sobre todo un piano que un buen día por sorpresa trajeron dos hombres fuertes que preguntaron dónde tenían que ponerlo. Laura estaba radiante: «Quería daros algo para que tengáis que pensar en mí aunque yo no esté».
Después del divorcio Laura pasaba en casa de su hermana todos sus ratos libres. Se dedicaba a Brigitte como si fuera su propia hija y si le había comprado a su hermana un piano era ante todo porque quería enseñarle a tocarlo a su sobrina. Pero Brigitte odiaba el piano. Agnes temía que Laura se sintiese herida y por eso le pidió a su hija que se contuviera y que tratase de aficionarse a aquellas teclas blancas y negras. Brigitte se resistía: «¿Tengo que aprender a tocar el piano sólo para complacerla a ella?». De modo que toda la historia terminó mal y al cabo de unos meses el piano no era más que un objeto de adorno o más bien un estorbo; sólo un triste recuerdo de que algo no había salido bien; sólo una especie de gran cuerpo blanco (¡sí, el piano era blanco!) al que nadie quería.
A decir verdad, a Agnes no le gustaba ni el juego de té, ni la mecedora ni el piano. No es que aquellas cosas fueran de mal gusto, pero tenían todas algo de excéntrico que no respondía ni al carácter de Agnes ni a sus preferencias. Por eso reaccionó no sólo con sincera alegría sino también con alivio egoísta cuando un buen día (para entonces el piano ya llevaba seis años en el piso sin que nadie lo tocara) Laura le comunicó que Bernard, el joven amigo de Paul, se había convertido en su amor. Intuía que cuando alguien está felizmente enamorado tiene mejores cosas que hacer que llevarle regalos a su hermana y educar a su sobrina.
«Es una noticia magnífica», dijo Paul cuando Laura le contó lo de su amor, e invitó a las dos hermanas a cenar. Se alegraba mucho de que dos personas a las que quería se amasen y pidió para cenar dos botellas de un vino especialmente caro.
—Te relacionarás con una de las familias más importantes de Francia —le dijo a Laura—. ¿Tú sabes quién es el padre de Bernard?
Laura dijo:
—¡Por supuesto! ¡El diputado!
Y Paul dijo:
—¡No sabes nada! El diputado Bertrand Bertrand es hijo del diputado Arthur Bertrand. Este estaba muy orgulloso de su apellido y quería que gracias a su hijo se hiciese aún más famoso. Pensó durante mucho tiempo qué nombre ponerle y se le ocurrió la genial idea de bautizarlo Bertrand. ¡A nadie le podría pasar inadvertido un nombre doble como ése, nadie podría olvidarlo! Basta con pronunciar Bertrand Bertrand para que suene como una ovación, como una aclamación: ¡Bertrand Bertrand! ¡Bertrand Bertrand! ¡Bertrand Bertrand!
Mientras decía estas palabras Paul levantó la copa como si corease el nombre del amado líder y bebiese a su salud. Después bebió de verdad.
—Es un vino estupendo —dijo y continuó—: Todos nosotros estamos misteriosamente influidos por nuestro nombre y Bertrand Bertrand, que lo oía corear varias veces al día, vivió toda su vida como aprisionado por la imaginaria fama de aquellas cuatro sonoras sílabas. Cuando fracasó en la reválida, lo llevó mucho peor que otros compañeros suyos. Era como si aquel nombre doble también duplicase automáticamente su sentido de la responsabilidad. En su proverbial modestia, era capaz de sobrellevar la ignominia que había caído sobre él; pero no podía admitir la ignominia que afectaba su nombre. Le juró a su nombre, ya a los veinte años, que dedicaría toda su vida a luchar por el bien. Pronto comprobó, sin embargo, que no es tan fácil distinguir lo que es bueno de lo que es malo. Su padre, por ejemplo, votó junto con la mayoría del Parlamento a favor del Tratado de Munich. Quería defender la paz porque la paz es sin duda alguna un bien. Pero luego le echaron en cara que el Tratado de Munich había abierto las puertas a la guerra, que era sin duda alguna un mal indudable. El hijo quería evitar los errores del padre y se aferraba sólo a los principios básicos más seguros. Nunca se pronunciaba sobre los palestinos, Israel, la revolución de Octubre, Castro, ni siquiera sobre el terrorismo, porque sabía que existe un límite más allá del cual un asesinato ya no es un asesinato, sino un acto de heroísmo y que él nunca sería capaz de distinguirlo. Por eso hablaba aún con mayor pasión contra Hitler, el nazismo, las cámaras de gas y en cierto modo lamentaba que Hitler hubiera desaparecido bajo los escombros de la Cancillería, porque el bien y el mal se habían vuelto desde entonces insoportablemente relativos. Por eso trataba de centrarse en el bien, en su aspecto más directo, aún no deformado por la política. Su consigna era: «El bien es la vida». Y así fue como se convirtió en el sentido de su vida la lucha contra el aborto, contra la eutanasia y contra los suicidios.
Laura protestaba riendo:
—¡Haces que parezca un idiota!
—Fíjate —le dijo Paul a Agnes—. Laura ya defiende a la familia de su amante. ¡Eso es muy digno de elogio, igual que este vino por cuya elección deberíais aplaudirme! Hace poco, en un programa sobre la eutanasia, Bertrand Bertrand hizo que lo filmaran junto al lecho de un enfermo que no podía moverse, tenía la lengua cortada, era ciego y sufría dolores constantes. Estaba inclinado hacia él y la cámara mostraba cómo le daba al enfermo esperanzas de vivir. Cuando pronunció por tercera vez la palabra esperanza aquel enfermo de repente se puso furioso y empezó a emitir una especie de sonido horrible, parecido al que emite un animal, un toro, un caballo, un elefante o los tres juntos y Bertrand Bertrand sintió miedo y no fue capaz de seguir hablando, apenas trataba con enorme esfuerzo de mantener la sonrisa en la cara y la cámara filmó durante largo rato la sonrisa inmóvil del diputado temblando de miedo y, junto a él, en la misma toma, la cara del enfermo aullando. Pero no quería hablar de esto. Sólo quería decir que con su hijo no acertó cuando le eligió el nombre. Primero quería que se llamara como él, pero después reconoció que sería grotesco que hubiera en el mundo dos Bertrand Bertrand, porque la gente no iba a saber si eran dos personas o cuatro. Pero no quería renunciar a la felicidad de oír en el nombre de pila del hijo el eco del suyo propio y así fue como se le ocurrió bautizar a su hijo Bernard. Sólo que Bernard Bertrand no suena como una ovación y una aclamación, sino como un error de pronunciación o más aún como un ejercicio fonético para actores o locutores de radio que quieren hablar rápido y sin cometer errores. Tal como he dicho, nuestros nombres nos influyen misteriosamente y el nombre de Bernard lo predestinó ya desde la cuna para que alguna vez hablase desde las ondas del éter.
Paul decía todas estas tonterías sólo porque no se atrevía a expresar en voz alta lo más importante, que daba vueltas en su cabeza: ¡los ocho años de diferencia entre Laura y Bernard le entusiasmaban! Paul tenía un magnífico recuerdo de una mujer quince años mayor que él, a la que había conocido íntimamente cuando tenía veinticinco años. Tenía ganas de hablar de aquello, tenía ganas de explicarle a Laura que el amor por una mujer mayor forma parte de la vida de todo hombre y que es de ella de quien guardamos el recuerdo más hermoso. «Una mujer mayor que nosotros es una joya en la vida de los hombres», tenía ganas de exclamar y volver a levantar la copa. Pero se abstenía de hacer aquel gesto apresurado y se limitaba a recordar en silencio a su antigua amante que le había confiado la llave de su piso, al que podía ir cuando quería y en el que podía hacer lo que quería, lo cual le venía estupendamente bien porque se había enfadado con su padre y deseaba estar el menor tiempo posible en casa. Nunca le había planteado exigencia alguna con respecto a sus noches; cuando tenía tiempo libre estaba con ella y cuando no tenía tiempo no le debía explicación alguna. Nunca le había forzado a salir con ella y cuando alguien lo veía en su compañía ponía cara de parienta enamorada, dispuesta a hacer cualquier cosa por su hermoso sobrino. Cuando él se casó le envió un valioso regalo de bodas que para Agnes fue siempre un misterio.
Pero no era del todo posible decirle a Laura: estoy feliz de que mi amigo ame a una mujer mayor y experimentada que se va a comportar con él como una tía enamorada con un sobrino hermoso. No le era posible decírselo, sobre todo, porque la propia Laura había empezado a hablar:
—Lo mejor de todo es que a su lado me siento diez años más joven. Gracias a él he tachado diez o quince años malos y me siento como si ayer mismo hubiera llegado de Suiza a París y me lo hubiera encontrado.
Aquella confesión impedía a Paul recordar en voz alta a la joya de su vida, así que se limitaba a recordar en silencio, a saborear el vino sin percibir ya lo que Laura decía. Más tarde, para volver a tomar parte en la conversación, dijo:
—¿Qué te cuenta Bernard de su padre?
—Nada —dijo Laura—. Te puedo asegurar que su padre no es tema de nuestras conversaciones. Sé que es una familia importante. Pero tú ya sabes lo que pienso de las familias importantes.