La hora de las sombras (38 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
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¿O quizá había pronunciado un nombre,
Fridolf
?

¿O Fritiof?

Puerto Limón, julio de 1963

Nils espera impaciente más de media hora en la oscuridad, bajo las palmeras y de espaldas a la playa. Una nube de mosquitos zumba a su alrededor. Los espanta con la mano y piensa en Öland; la sensación de vagar por el lapiaz en libertad y sin ninguna preocupación. Al mismo tiempo permanece atento a cualquier sonido, pero la playa está silenciosa.

Al fin unos pasos se acercan por la arena.

—Me ha costado lo mío, pero al fin se ha dormido —anuncia Fritiof.

—Bien.

Nils sigue a Fritiof a la playa. El sueco Borrachón yace acurrucado junto al fuego como un saco de patatas; la cabeza le cuelga pero en la mano aferra la última botella de vino.

—Tendrás que ponerte manos a la obra —dice Fritiof.

—¿Yo?

—Tú, sí. —Fritiof le mira fijamente—. Yo ya he trabajado de sobra intentando mantener despierto al borracho este durante todo el viaje. Ahora te toca a ti.

Nils baja la mirada hacia Borrachón pero no se mueve.

—Es un verdadero inútil, Nils —asegura Fritiof—. Sólo nos sirve a nosotros.

Nils sigue sin moverse.

—¿Crees que irás al infierno por esto? —pregunta Fritiof.

Nils niega con la cabeza.

—No lo creas —dice Fritiof—. Podrás regresar a casa.

—Está aquí —dice Nils.

—¿Qué?

—El infierno es esto —explica Nils.

—Bien —asiente Fritiof—. Entonces ya es hora de que te vayas de aquí.

Nils asiente con la cabeza cansinamente; acto seguido se inclina y agarra a Borrachón por los hombros. El hombre murmura en sueños, pero no ofrece resistencia. Nils lo arrastra por la playa, alejándolo de la hoguera hacia las oscuras aguas.

—Ten cuidado con los tiburones —le advierte Fritiof a su espalda.

El mar está caliente y se levantan olas amplias, pero apenas tienen fuerza. Nils se adentra en el mar Caribe de espaldas tirando del cuerpo de Borrachón.

De pronto éste se mueve, tose cuando la espuma de las olas le baña el rostro y empieza a defenderse. Nils aprieta los dientes, avanza un par de metros hasta que el agua le cubre los muslos y lo zambulle en el mar. Cierra los ojos y empieza a contar: uno, dos, tres…

El hombre lucha desesperadamente con los brazos por sacar la cabeza del agua. Nils lo sujeta con fuerza, piensa en Öland y continúa contando.

… cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta…

Cuando el cuerpo al fin se queda quieto le parece que ha pasado una hora. Sin embargo, Nils no se mueve y mantiene a Borrachón sumergido. Debe apurar toda la vida, no puede quedar ni un ápice. Si espera el tiempo suficiente quizá no aparezca en sus sueños, a diferencia del policía provincial.

—¿Has acabado? —grita Fritiof desde la playa.

—Sí.

—Bien, Nils —Fritiof entra en el agua, se inclina sobre Borrachón, le levanta un brazo y lo deja caer—. Bien hecho.

Nils no responde. Permanece inmóvil entre las olas mientras Fritiof saca el cuerpo a la superficie, y de pronto piensa en su hermano pequeño. Axel.

«Fue un accidente, Axel, no era mi intención…» Matar hace que los muertos regresen con más fuerza.

Fritiof vadea hasta la playa y se seca la frente con la manga de la camisa. Jadea.

—Bien, ya hemos acabado —anuncia, y se da la vuelta hacia Nils—. Ahora tendrás que contármelo.

—¿Contar qué?

Nils sale lentamente del agua y se coloca frente a él.

—Lo del botín de guerra que ocultaste. ¿Dónde está, Nils?

El cuerpo del tipo de Småland yace en la arena entre los dos. Nils siente que ahora Fritiof juega con ventaja, pero se niega a ceder.

—Y tú, Fritiof Andersson, ¿cómo te llamas en realidad?

El hombre no responde.

—Si consigues que llegue a Suecia —dice Nils finalmente—, te mostraré dónde está.

—Eso llevará su tiempo —responde Fritiof, y espanta un mosquito—. Yo me encargaré de todo, pero tendrás que esperar. Hay que ir paso a paso. El cuerpo tiene que llegar primero a Öland… Hay que enterrarlo y olvidarlo del todo. Después podrás regresar. ¿Entiendes?

Nils asiente con la cabeza.

Fritiof toca con el pie el cuerpo tendido en la arena.

—Lo llevaremos unos cuantos metros mar adentro; le desfiguraremos el rostro un poco y lo sujetaremos al fondo…, y luego dejaremos que los peces hagan su labor. Nadie notará la diferencia entre vosotros. —Cabecea hacia la pequeña mochila de Borrachón junto al fuego—. No te olvides de coger su pasaporte. Sin él no podrás entrar en México.

—Y después —dice Nils—, ¿volverás aquí?

—Sí. Tú te quedarás en México DF y yo regresaré dentro de unas semanas. Sacaré el cuerpo, lo dejaré en la playa y borraré nuestras huellas; después iré a Limón y empezaré a preguntar si alguien ha visto a mi amigo Nils. Sería mejor que otra persona pasara por aquí y encontrara el cuerpo, si no, tendré que hacerlo yo.

Nils comienza a desvestirse.

—Ahora nos cambiamos.

Fritiof lo observa.

—¿Y qué más? —dice—. ¿No olvidas nada?

Nils se quita la camisa en la oscuridad.

—¿Qué?

Fritiof señala en silencio la mano izquierda de Nils, sus dos dedos torcidos. Después se agacha y coge el brazo de Borrachón, lo extiende de forma que su mano izquierda quede sobre la arena y pisa con fuerza los dedos índice y corazón con el tacón del zapato. Aprieta con fuerza, hasta que se oye un leve crujido en la oscuridad.

—Así —asiente Fritiof, que saca un pañuelo del bolsillo y ata los dedos rotos con fuerza formando un ángulo con la palma de la mano—. Dentro de poco seréis una copia el uno del otro.

Nils sólo observa. A la hora de planear, este hombre va siempre un paso por delante de él. ¿Qué final habrá previsto para esta historia?

Nils se saca esas preocupaciones de la cabeza.

—Quítale los pantalones —le pide—. Los secaré junto al fuego. En su lugar le pondré los míos, y mi cartera.

Sólo desea regresar a casa. La historia tendrá un final feliz si consigue regresar a Stenvik.

Entonces ya no importará que de momento su vida sea un infierno.

27

—Los dos somos ancianos —dijo Gerlof a Martin Malm—. Y tenemos tiempo para pensar. Yo últimamente he pensado mucho.

Buscó la mirada de Martin. Aún seguían sentados el uno frente al otro en la penumbra del salón, mientras en el televisor Pedro Picapiedra extraía piedras de la cantera.

Gerlof todavía sostenía el libro conmemorativo con la fotografía de Ramneby.

—Tu naviera no era demasiado grande cuando se tomó esta fotografía —continuó—. Lo sé, pues era como la mía. Tenías unos cuantos veleros de carga que transportaban piedra, madera y toda clase de mercancía por el Báltico, igual que los demás. Pero sólo tres o cuatro años después te compraste tu primer barco de acero y comenzaste a navegar por Europa y a cruzar el Atlántico. Nosotros tuvimos que seguir tirando con nuestros veleros, hasta que las leyes sobre la tripulación mínima y la carga máxima se volvieron demasiado severas. Los bancos no nos dieron crédito para comprar naves de mayor calado, sólo tú fuiste capaz de invertir en modernos buques de gran tonelaje en el momento oportuno. —Seguía mirando a Malm—. ¿De dónde sacaste el dinero, Martin? En esa época tú no tenías más dinero que cualquiera de nosotros, y seguro que los bancos fueron igual de agarrados contigo que con el resto.

Martin apretó las mandíbulas, pero no dijo nada.

—¿Te dio dinero August Kant, Martin? —preguntó Gerlof—. ¿El dueño de la serrería de Ramneby?

Martin le miró fijamente y su cabeza se agitó.

—¿No? Pues yo creo que sí.

Gerlof introdujo de nuevo la mano en la cartera, cogió el baston y se puso en pie. Bordeó lentamente el televisor y se acercó a Martin.

—Creo que te pagaron por ir a buscar a un criminal a Sudamérica y traerlo a casa, Martin. A Nils Kant, el asesino del policía… El sobrino de August.

Martin movió la cabeza adelante y atrás. Abrió de nuevo la boca.

—Ee-ra —balbuceó—. Ee-ra A-ant.

—Vera Kant —dedujo Gerlof. Ahora empezaba a entender mejor las palabras de Martin—. La madre de Nils. Seguro que deseaba que su hijo regresara a casa. Pero ¿no fue su hermano August quien pagó? Primero te dio dinero para que trajeras a Öland el féretro, que enterraron en Marnäs; así todos creerían que Nils Kant había muerto. Después, unos cuantos años más tarde, trajiste discretamente a Nils a casa.

Se colocó frente a Martin, que se vio obligado a volver el cuello para alzar la mirada.

—Nils regresó a Öland, probablemente a finales de los años sesenta, y se ocultó en algún lugar de la isla. Tampoco hizo falta que se escondiera mucho, pues nadie lo reconocería después de veinticinco años. Seguramente pudo visitar a su madre de vez en cuando y pasear por el lapiaz.

Gerlof miró al hombre de la silla de ruedas.

—Creo que Nils paseaba por allí un neblinoso día de septiembre, cuando se encontró con un niño pequeño perdido en la niebla. Mi nieto Jens.

Bajó la vista y la clavó en el suelo.

—Y entonces ocurrió algo —continuó en voz baja—. Ocurrió algo y Nils se asustó. Yo no creo que Nils Kant fuera tan perverso y loco como algunos aseguran. Sólo tenía miedo y era impulsivo, y a veces llegaba a ser violento. Y por eso murió Jens. —Gerlof suspiró—. Y luego…, tú lo sabes mejor que yo. Imagino que Nils vino y te pidió ayuda. Juntos enterrasteis el cuerpo en algún lugar del lapiaz. Pero tú guardaste algo.

Alargó el objeto que había sacado de la cartera. Era el sobre marrón al que le faltaba el logo de la naviera Malm y que había recibido por correo.

—Guardaste una sandalia de Jens. Me la enviaste por correo hace un par de semanas, en este sobre. —Gerlof hizo una pausa y preguntó—. ¿Por qué? ¿Deseabas confesarte?

Martin miró el sobre y su barbilla comenzó a temblar de nuevo.

—El niño e-ee… —balbuceó.

Gerlof asintió sin comprender. Se sentó lentamente para tomar aliento y le dirigió una última mirada al otro hombre.

—Martin, ¿mataste a Nils?

La última pregunta de Gerlof se quedó sin responder, como esperaba, así que la contestó él mismo.

—Creo que fuiste tú… Creo que Nils se convirtió en una amenaza para ti. Y creo que quien te hizo esa cicatriz en la frente fue él. Pero claro, esto tampoco lo puedo demostrar.

Se inclinó hacia delante y guardó lentamente el libro y el sobre en su vieja cartera. La representación le había costado un gran esfuerzo.

En una librería había una serie de fotografías familiares enmarcadas, y Gerlof vio jóvenes sonrientes en varias de ellas.

—Nuestros hijos, Martin… —empezó—. Tenemos que ser conscientes de que nos olvidarán. Queremos que recuerden que en el fondo hicimos cosas buenas, pero no siempre es así.

Gerlof estaba cansado y decía lo primero que le venía a la cabeza. Martin Malm también parecía agotado en su silla de ruedas. No se movía ni intentaba hablar.

El salón parecía haberse quedado sin nada de aire y casi a oscuras. Gerlof se levantó lentamente.

—Bueno, Martin, me voy —dijo—. Cuídate… Quizá vuelva.

La última frase sonó amenazadora; en cierta manera, ésa era su intención.

La puerta del recibidor se abrió antes de alcanzarla. Y apareció la cara pálida de Ann-Britt Malm.

Gerlof le dirigió una sonrisa desfallecida.

—Hemos charlado un rato —comentó.

En realidad sólo había hablado él, y no había recibido ninguna respuesta clara.

Pasó junto a la mujer de Martin Malm y ella cerró la puerta del salón tras sí.

—Muchas gracias —dijo Gerlof.

—Fui yo quien la envió —soltó Ann-Britt Malm.

Gerlof se detuvo. Ella señaló la cartera de donde sobresalía la esquina superior del sobre marrón.

—Martin tiene cáncer de hígado —explicó ella—. No le queda mucho.

Gerlof se quedó quieto, sin saber qué decir. Bajó la vista a la cartera.

—¿Cómo sabía…, sabías… —carraspeó— adónde enviarla?

—Martin me dio el sobre el verano pasado —declaró Ann-Britt Malm—. La sandalia estaba dentro y había escrito tu nombre. Sólo tuve que enviarla.

—¿También me has llamado por teléfono? —preguntó—. Desde que la recibí me han telefoneado varias veces…, y no dicen nada.

—Sí. Quería preguntar…, sobre la sandalia —respondió Ann-Britt—. Por qué la tenía Martin, qué significaba. Pero tenía miedo a las respuestas… Temía que mi marido pudiera haberle hecho daño a tu hijo.

—No era mi hijo —dijo Gerlof con voz exhausta—. Jens era mi nieto. Pero no sé qué significa la sandalia.

—Yo tampoco, y es… —Guardó silencio—. Martin no quiso decir nada cuando se la enseñé, pero yo… Se me ocurrió que él la guardaba como una especie de garantía. ¿Pudo haber sido así?

—¿Una garantía?

—Por si acaso —dijo Ann-Britt—. No sé.

Gerlof la miró.

—¿Te contó Martin algo de los Kant? ¿De la familia Kant?

Ann-Britt vaciló, y luego asintió sin mirar a Gerlof.

—Sí, pero sólo acerca de los negocios que tenían juntos. Vera Kant invirtió dinero en el barco de Martin.

—¿Vera de Stenvik? —preguntó Gerlof—. ¿No sería August?

Ann-Britt negó con la cabeza.

—Vera Kant invirtió dinero en el primer barco a motor de Martin. A él le hacía mucha falta, de eso estoy segura.

Gerlof apenas asintió. Sólo le quedaba por formular una última pregunta; después abandonaría aquella casa grande y sombría.

—Poco antes de que Martin te diera el sobre, ¿recibió alguna visita?

—No solemos tener visitas —repuso Ann-Britt.

—Me parece que recibisteis la visita de alguien de Stenvik —dijo Gerlof—. Un viejo cantero… Ernst Adolfsson.

—Ernst, sí —dijo Ann-Britt—. Le compramos unas cuantas obras en piedra; ha muerto. Pasó por aquí, sí…, pero creo que fue a principios de verano.

Ernst se le había vuelto a adelantar, pensó Gerlof.

—Gracias —dijo, y cogió su abrigo, que ahora le pareció pesado como una armadura—. ¿Cuándo internarán a Martin?

—No irá a ningún hospital —contestó Ann-Britt—. Los médicos vienen a verlo aquí.

Al salir a la escalera, una ráfaga de viento le sacudió y le hizo tambalearse. Se sentía extenuado. Además, había comenzado a lloviznar. Cuando la calle se vació de coches entrecerró los ojos para afrontar el frío, pero entonces vio el coche de John aparcado a unos metros.

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