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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (31 page)

BOOK: La hora de las sombras
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Aunque Gerlof no conocía al muerto, el artículo le pareció un mal augurio.

Pasó el resto de la tarde en su habitación y no salió ni para tomar café. Fue al comedor para la cena, que consistía en
kroppkakor
ölandesas, sosas y con muy poca panceta (nada que ver con las delicias que Ella solía cocinar una vez al mes); aun así, Gerlof se comió un par.

—¿Qué tal le ha ido en la iglesia sin mí? —preguntó Marie al servirle la comida.

—Bien, claro —respondió Gerlof.

—¿Así que Ernst Adolfsson descansa bajo tierra? —comentó Maja Nyman al otro lado de la mesa.

Ella también era de Stenvik, recordó Gerlof, aunque hacía más de cuarenta años que no vivía allí.

Asintió con la cabeza.

—Sí, ahora Ernst descansa en paz junto a la iglesia.

Tomó su tenedor y comenzó a comer, agradecido como siempre que podía utilizar las manos. Gracias a Dios, al final también Sjögren se había calmado.

—¿Era bonito el féretro? —preguntó Maja.

—Sí, claro —respondió Gerlof—. Blanco, de madera pulida y bonita.

—A mí me gustaría que el mío fuera de caoba —apuntó Maja—. Si no es demasiado caro… De lo contrario, que sea de madera barata y que me incineren.

Gerlof asintió educadamente, tomó otro bocado de las
kroppkakor
y estuvo a punto de decir que era preferible la incineración cuando alguien le tocó el hombro. Era Boel.

—Tienes una llamada, Gerlof —anunció en voz baja.

Él volvió la cabeza.

—Estoy cenando.

—Al parecer es importante. Es Lennart Henriksson…, de la policía.

Gerlof sintió que se le helaba el estómago; el frío despertó a Sjögren de su siesta y éste volvió a agarrotarle las articulaciones. El reumatismo empeoraba con el estrés.

—Voy.

¿Julia? Seguro que se trataba de Julia, y con toda seguridad serían malas noticias. Se levantó con dificultad.

—Puedes usar el teléfono de la cocina —dijo Boel.

Se dirigió hacia allí apoyándose en su bastón. En la cocina no había nadie. El teléfono de plástico rojo colgaba de la pared y Gerlof levantó el auricular.

—Davidsson —dijo.

—Gerlof…, soy Lennart.

Su voz sonaba muy seria.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó, aunque sabía la respuesta de antemano.

—Sí. Es Julia… No se había ido a Gotemburgo.

—¿Dónde está?

Gerlof contuvo la respiración.

—En Borgholm —repuso Lennart—. En el hospital.

—¿Está mal?

—Bastante. Pero podría haber sido mucho peor. Se ha dado un buen golpe. La están vendando en el hospital… Luego iré a recogerla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Gerlof—. ¿Qué ha hecho?

Lennart dudó, tomó aire y contestó:

—Ayer por la noche se coló en la casa de Vera Kant y se cayó por la escalera desde el piso de arriba. Estaba un poco…, bueno, cuando la encontré estaba bastante confusa. Aseguraba que la casa estaba habitada. Que Nils Kant vive allí.

21

Julia despertó de la calidez del sueño a causa de un prolongado chirrido, y pasados unos segundos recordó dónde se encontraba: en la gran casa de Vera Kant, en Stenvik.

Tenía frío. Sentía el cuerpo molido y adormilado, y tras pasar una larga noche en vela tirada en el suelo había cerrado los ojos y soñado con el último verano que había pasado con Jens, cuando en Öland parecía que el sol brillaba sin interrupción y el otoño aún quedaba lejos.

Miró el suelo polvoriento y sucio del porche y supo que había amanecido otra vez.

El chirrido procedía de la puerta de la calle, que acababa de abrirse.

—¡Julia! —Una voz resonó en las paredes encima de ella.

Un par de manos le levantaron la cabeza y le colocaron una chaqueta o un jersey doblado debajo de la nuca.

—¿Me oyes? ¡Julia, despierta!

Volvió el rostro dolorido hacia el techo. Sólo veía por el ojo izquierdo; tenía el derecho muy hinchado.

Era la voz serena de Lennart; la reconoció antes de verlo. No llevaba el uniforme, sino un traje negro y zapatos relucientes. Estaban sucios del barro seco del jardín de Vera Kant, pero eso no parecía importarle.

—Te oigo.

—Bien. —No se le notaba irritado, más bien cansado—. Buenos días.

—Entré y… me caí por la escalera —añadió con un hilo de voz, mientras alzaba la cabeza del suelo—. Fue una estupidez.

—Gerlof dijo que te habías marchado a casa —explicó Lennart—. Pero pensé que podrías estar aquí.

Julia estaba tumbada en el porche; había reunido fuerzas para arrastrarse hasta allí durante la noche, cuando se había despertado en el suelo de la cocina entre lo que quedaba de su móvil destrozado y el quinqué roto. El queroseno se había vertido y prendido, pero el fuego había acabado apagándose sobre el suelo de piedra.

Incapaz de ponerse de pie, pues alguien le había introducido un clavo al rojo vivo en el pie derecho, se había puesto a gatear penosamente hacia la salida para alejarse de la cocina, y cuando llegó al porche en penumbra se desmayó otra vez. Oyó el viento soplando en el jardín; no le quedaban fuerzas para adentrarse en la noche. Se quedó junto a la puerta, temiendo oír pasos en el interior.

—Una estupidez —repetía Julia en voz baja—. Una estupidez, una estupidez…

—No pienses ahora en eso. Debería haber venido anoche, pero la reunión… —Lennart guardó silencio, y Julia sintió las manos del hombre bajo sus brazos. Intentaba levantarla con cuidado—. ¿Puedes ponerte de pie?

Esperaba que él no notara que la noche anterior había bebido vino. La borrachera aún perduraba como un regusto amargo.

—No sé… Me he roto algo…, algunos huesos.

—¿Estás segura?

Julia asintió con la cabeza cansinamente.

—Soy enfermera.

De hecho ésa era su profesión. Y antes de empezar a arrastrarse para salir de la cocina ya se había diagnosticado fractura de muñeca, rotura de clavícula y posible rotura del pie derecho.

La lesión del pie podía tratarse sólo de un esguince, era difícil de determinar. Julia había tenido pacientes que no eran capaces de apoyar el pie torcido durante varias semanas, mientras que otros se rompían el hueso y seguían caminando como si nada, en la creencia de que pronto se curarían.

No quería ni imaginar cómo tendría la cara. Horrible, probablemente. Quizá también hubiera sangrado por la nariz, pues notaba los orificios nasales taponados.

—Intenta ponerte de pie, Julia —le pidió Lennart.

Agradeció esa voz tranquila, que no traslucía enfado ni estrés.

—Perdona —se disculpó ella con voz espesa.

—¿Por qué?

Lennart la levantó con cuidado por debajo de los brazos.

—Perdona por haber entrado sin ti.

—No pienses en eso —la tranquilizó Lennart de nuevo.

Pero Julia no quería callar, necesitaba contarlo todo.

—Estaba buscando a Jens. La otra noche vi una luz en la ventana, y creo que…, él vive aquí.

—¿Vivir? ¿Quién?

—Nils… —repuso Julia—. Nils Kant. El hijo de Vera. Tiene un saco de dormir en el piso de arriba. Lo vi. Y viejos recortes de periódico.

—¿Puedes caminar? —preguntó Lennart.

—También ha estado cavando en el sótano… No sé por qué. ¿Es allí abajo donde está enterrado el cuerpo de Jens? ¿Qué crees tú, Lennart? ¿Lo ha ocultado allí?

—Venga, vamos.

Lennart la condujo con dificultad hasta el umbral; al salir notaron el frío viento y descendieron la escalera. No fue una tarea sencilla, pues Julia no podía apoyar el pie derecho, pero Lennart la ayudó como pudo.

Al llegar al sendero de piedra ella vio un coche verde oscuro aparcado junto a la verja.

—¿Es el tuyo, Lennart?

—Sí.

—¿No tienes un coche de policía? Deberías tener un coche de policía.

—Es mi coche particular… Hoy he ido al entierro.

—Ah…, claro.

Julia se acordó: el entierro de Ernst. Se lo había perdido.

Abrir la vieja verja resultó igual de difícil que la noche anterior, así que mientras Julia se apoyaba en un solo pie Lennart pateó y tiró de la puerta lo suficiente como para que pudieran colarse por la abertura.

Sentarse en el coche le costó mucho; Julia se sentía como si tuviera noventa años.

—Lennart —dijo rápidamente antes de que él pudiera cerrar la puerta—. ¿Puedes entrar en la casa y echar un vistazo? Tengo que saber… que anoche vi lo que vi. En el piso de arriba y en el sótano.

La miró unos segundos, después asintió con la cabeza.

—Imagino que me esperarás aquí —dijo él.

Ella asintió.

—¿Tienes una pistola?

—¿Pistola?

—Sí…, por si hay alguien ahí dentro. No lo creo, pero…

Lennart soltó una carcajada.

—No llevo una pistola encima, sólo una linterna. No te preocupes, Julia, me las apañaré. Ahora vuelvo.

Cerró la puerta del coche y sacó la linterna del portaequipajes. Julia lo vio entrar en el jardín y desaparecer tras la leñera en ruinas.

Julia suspiró en el coche, ahora en silencio; se reclinó con cuidado en el asiento y dejó vagar la mirada sobre el mar gris que se divisaba al final del camino vecinal.

Lennart no tardó mucho en regresar, entre cinco y diez minutos. Julia había estado angustiada desde que bajara del coche, y se sintió aliviada al verlo aparecer al otro lado de la verja.

Abrió la puerta del conductor, se sentó y la miró.

—Tenías razón. Alguien ha estado ahí. Además, hace bien poco.

—Sí —dijo Julia—, y creo que…

De pronto, Lennart levantó una mano.

—No hablemos de Nils Kant —la interrumpió, y dejó una cajita sobre el salpicadero del coche.

—La encontré en el sótano. Había muchas más en el suelo.

Era una caja de tabaco
snus,
uno de esos modelos redondos de un solo uso.

—Así que le gusta el
snus.

—Sí, quienquiera que sea la persona que haya estado ahí dentro consume
snus
… —confirmó Lennart, y arrancó el coche—. Ahora nos vamos a Borgholm.

Una vez en el hospital, le cortaron la ropa, el jersey y los pantalones, y le inyectaron un calmante. Entró en la sala un joven médico para examinarla y le preguntó cómo se había hecho las heridas.

—Ha sufrido un accidente esta noche —informó Lennart, que se disponía a salir por la puerta de la sala de exploraciones—. En Stenvik.

—¿En la playa?

Lennart dudó unos segundos y asintió.

—En la playa, sí.

Cuando Lennart se marchó, el médico comenzó a apretarle la espalda y el abdomen y a tirar de sus brazos y piernas, y la enfermera hizo una serie de radiografías. Después la vendaron con unos lienzos mojados y fríos de escayola. Julia no protestó; conocía el procedimiento y sólo deseaba acabar cuanto antes.

Tenía cosas más importantes en que pensar. En la casa de Vera Kant había hecho un importante descubrimiento, no tenía duda.

Nils Kant estaba vivo. Vivía y moraba en la vieja casa de su madre, igual que en aquella desagradable película de Hitchcock. Se ocultaba en la vivienda, y cuando Jens se había colado en su interior Nils se había visto obligado a matarlo. O tal vez se encontraran en el lapiaz envuelto en niebla. A Nils Kant quizá le gustaba pasear por allí.

Julia no quería quedarse en el hospital. Preguntó si podía utilizar el teléfono, ahora que su móvil estaba estropeado, y llamó a Astrid a Stenvik. Le contó lo que había ocurrido y le hizo una pregunta.

Astrid estaba en casa y enseguida aceptó que Julia se quedara con ella unos días. Tener compañía era siempre agradable.

Lennart regresó a recogerla una hora después.

—Hay que tener cuidado con las piedras y las rocas de la playa —aconsejó el joven médico después de comprobar la escayola y tenderle la mano—. Sobre todo si es de noche.

—¿Tenías algo que hacer en la ciudad? —preguntó Julia cuando conducían de vuelta al norte.

—He ido a la comisaría —explicó Lennart, sentado al volante—. Allí los ordenadores son más rápidos que el que tengo en Marnäs, así que he redactado unos cuantos informes. —La miró—. Entre otros el que se refiere al allanamiento de morada en Stenvik.

—Vaya.

—No he dicho nada de ti —aclaró Lennart de inmediato—. Informé de que un intruso había dormido en la casa de Kant. Tú nunca has puesto los pies ahí, recuérdalo. Una noche viste que había luz. A la mañana siguiente me llamaste y lo notificaste. Fue así, ¿verdad?

Julia le devolvió la mirada.

—De acuerdo —respondió ella—. Tropecé y me caí en la playa. Por la noche.

—En efecto —dijo Lennart.

Tomó la salida en dirección a Stenvik.

—Pero sigo creyendo que Nils Kant ha estado en la casa —añadió Julia en voz baja—. No creo que esté muerto.

Al tiempo que decía esas palabras Julia vio, o eso le pareció, una sombra de duda en los ojos de Lennart.

Puerto Limón, marzo de 1960

El sol se ha puesto y la noche se cierne sobre la ribera este de Costa Rica. Alguien tose quedamente en las sombras de la pequeña playa de arena que hay bajo la veranda del Casa Grande, y luego se pone a silbar una alegre y despreocupada melodía que sube y baja al compás de las olas cuando éstas rompen contra la orilla. Del interior del bar llegan risas y un tintineo de vasos.

Rayos silenciosos tiñen de blanco el horizonte. Les sigue un ruido sordo. La tormenta nocturna aún está lejos, en el mar Caribe, pero se acerca lentamente a la costa.

Nils Kant se encuentra en el porche, sentado a su mesa habitual y solo, como siempre, bajo los pequeños faroles rojos. Durante un rato clava la mirada en su vaso medio vacío; luego bebe un trago.

¿Es el sexto o el séptimo vaso de la noche?

No lo recuerda, no importa. Esa noche no tenía intención de beber más de cinco vasos de vino tibio, pero no importa. Dentro de poco pedirá otro más. No hay razón para dejar de beber, ninguna.

Deja el vaso vacío sobre la mesa y se rasca el brazo izquierdo. Está rojo e hinchado. En los últimos años el sol le ha provocado dolorosas irritaciones en la piel de brazos y piernas. Se está despellejando vivo; la piel se le rompe y pierde miles de escamas blancas, y cada mañana, al despertarse, las sábanas aparecen salpicadas de puntitos de sangre. Y la almohada está siempre llena de pelos; tiene una calva en la coronilla.

Es el sol, el calor, la humedad. Nils está haciéndose pedazos. No hay remedio.

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