La hojarasca (9 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Narrativa

BOOK: La hojarasca
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Sólo a la medianoche llegó tu padre, decía. Dijo flojamente: «Que le den fricciones de alcohol, pero que no la purguen.» Y yo sentí como si me hubiera abofeteado. Meme había reaccionado con nuestras fricciones. Enfurecida, grité: «Sí. Alcohol, eso es. Ya la friccionamos y está mejor. Pero para hacer eso no hemos tenido necesidad de vivir ocho años de gorra.» Y tu padre, todavía condescendiente, todavía con esa tontería conciliatoria: «No es nada serio. Algún día te darás cuenta de eso.» Como si el otro fuera adivino.

Esa tarde, por la vehemencia de su voz, por la exaltación de sus palabras, parecía como si mi madrastra estuviera viviendo de nuevo los episodios de aquella noche remota en que el doctor rehusó atender a Meme. El romero parecía sofocado por la cegadora claridad de septiembre, por el sopor de las cigarras, por el jadeo de los hombres que trataban de desmontar una puerta en el vecindario.

—Pero un domingo de ésos Meme fue a misa emperifollada como una señora de lo mejor —dijo. «Recuerdo como ahora que tenía una sombrilla de colores cambiantes.»

—Meme. Meme. Eso también fue un castigo de Dios. En eso de que la sacáramos de donde sus padres la estaban matando de hambre, la atendiéramos, le diéramos techo, alimentación y nombre, también intervino la mano de la Providencia. Cuando la vi en la puerta el día siguiente, esperando a que uno de los guajiros le llevara el baúl, ni yo misma sabía adonde iba. Estaba transformada y seria, allí mismo (me parece que la estuviera viendo), parada junto al baúl, hablando con tu padre. Todo se hizo sin consultarlo conmigo, Chabela; como si yo fuera un monicongo pintado en la pared. Antes de que yo pudiera preguntar qué estaba pasando, por qué estaban sucediendo cosas extrañas en mi propia casa sin que yo lo supiera, tu padre había venido a decirme: «No tienes nada que preguntarle a Meme. Ella se va pero tal vez vuelva dentro de algún tiempo.» Yo le pregunté para dónde iba y él no me respondió. Se fue arrastrando los zuecos, como si yo no fuera su esposa, sino cualquier monicongo pintado en la pared.

—Sólo dos días después —decía—, supe que el otro se había ido en la madrugada y ni siquiera había tenido la decencia de despedirse. Había entrado como Pedro en su casa y ocho años después salía como Pedro de la suya, sin despedirse, sin decir nada. Ni más ni menos que como lo habría hecho un ladrón. Yo pensé que tu padre lo había despedido por haberse negado a atender a Meme. Pero cuando le hice la pregunta, ese mismo día, se limitó a responder: «Tú y yo tenemos que hablar largo de eso.» Y han transcurrido cinco años sin que haya vuelto a tocarme el punto.

—Sólo con tu padre y en una casa desordenada como ésta, en la que cada cual hace las cosas por su cuenta, podía suceder una cosa así. En Macondo no se hablaba de nada distinto, cuando yo ignoraba todavía que Meme se había presentado a la iglesia, adornada como una cualquiera elevada a la categoría de señora, y que j tu padre había tenido el descaro de sacarla de brazo por la plaza. Entonces fue cuando supe que no estaba tan lejos como yo creía, sino que vivía en la casa de la esquina con el doctor. Se habían ido a vivir juntos, como dos cerdos, sin pasar siquiera por la puerta de la iglesia, a pesar de que ella era mujer bautizada. Un día le dije a tu padre: «También esta herejía la castigará Dios.» Y él no dijo nada. Seguía siendo el mismo hombre tranquilo de siempre, después de haber patrocinado el concubinato público y el escándalo.

Sin embargo, ahora estoy complacida de que las cosas hubieran sucedido de ese modo, a cambio de que el doctor abandonara nuestra casa. Si aquello no hubiera ocurrido, todavía estaría en el cuartito. Pero cuando supe que lo había abandonado y que se llevaba a la esquina sus porquerías y ese baúl que no cabía por la puerta de la calle, me sentí más tranquila. Ése era mi triunfo, aplazado ocho años.

Dos semanas después Meme había abierto la tienda y hasta tenía máquina de coser. Había comprado una Domestic nueva con el dinero que él acumuló en esta casa. Yo consideraba eso como una afrenta y así se lo dije a tu padre. Pero aunque él no respondía a mis protestas, se observaba que más que arrepentido estaba satisfecho de su obra, 'como si hubiera salvado su alma oponiendo a las conveniencias y la honra de esta casa su proverbial tolerancia, su comprensión, su liberalidad. Y hasta un poco de insensatez. Le dije: «Has echado a los cerdos lo mejor de tus creencias.» Y él, como siempre:


También de eso te darás cuenta algún día
.

8

Diciembre llegó como una primavera imprevista, como descrito en un libro. Y con él llegó Martín. Apareció en la casa después del almuerzo con una maleta plegable, todavía con el saco de cuatro botones, ahora limpio y recién aplanchado. Nada me dijo, porque fue directamente a la oficina de mi padre, a conversar con él. La fecha de la boda había sido fijada desde julio. Pero a los dos días de la llegada de Martín en diciembre, mi padre llamó a mi madrastra a la oficina para decirle que la boda debía realizarse el lunes. Era sábado.

Mi traje estaba concluido. Martín había estado en la casa todos los días, hablaba con mi padre y éste nos comunicaba sus impresiones a la hora de las comidas. Yo no conocía a mi novio. No había estado sola con él en ningún momento. Sin embargo, Martín parecía vinculado a mi padre por una entrañable y sólida amistad y éste hablaba de aquél, como si fuera él y no yo quien iba a casarse con Martín.

Yo no sentía ninguna emoción ante la cercanía de mi boda. Seguía envuelta en esa nebulosa gris a través de la cual Martín venía, derecho y abstracto, moviendo los brazos al hablar, abotonando y desabotonando su saco de cuatro botones. El domingo almorzó con nosotros'. Mi madrastra dispuso los puestos en la mesa de manera que Martín quedara junto a mi padre, separado tres puestos del mío. En el almuerzo mi madrastra y yo nos dirigimos muy pocas palabras. Mi padre y Martín conversaban sobre sus negocios; y yo, sentada tres puestos más allá, veía al hombre que un año después sería el padre de mi hijo y a quien no me vinculaba ni siquiera una amistad superficial.

En la noche del domingo me puse el traje de novia en la alcoba de mi madrastra. Me veía pálida y limpia frente al espejo, envuelta en la nube de polvorienta espumilla que me recordaba al fantasma de mi madre. Me decía frente al espejo: «Ésa soy yo, Isabel. Estoy vestida de novia, para casarme por la madrugada.» Y me desconocía a mí misma; me sentía desdoblada en el recuerdo de mi madre muerta. Meme me había hablado de ella, en esta esquina, pocos días antes. Me dijo que después de mi nacimiento, mi madre fue vestida con sus prendas nupciales y colocada en el ataúd. Y ahora, viéndome en el espejo, yo veía los huesos de mi madre cubiertos por el verdín sepulcral, entre un montón de espuma rota y un apelmazamiento de polvo amarillo. Yo estaba fuera del espejo. Adentro estaba mi madre, viva otra vez, mirándome, extendiendo los brazos desde su espacio helado, tratando de tocar .la muerte que prendía los primeros alfileres de mi corona de novia. Y detrás, en el centro de la alcoba, mi padre serio, perplejo: «Ahora está exacta a ella, con ese traje.»

Esa noche recibí la primera, la última y la única carta de amor. Un mensaje de Martín escrito a lápiz en el revés del programa de cine. Decía: «Como me será imposible llegar a tiempo esta noche, me confesaré por la madrugada. Dígale al coronel que lo hablado está casi conseguido, que por eso no puedo ir ahora. ¿Muy asustada? AI.» Con el harinoso sabor de esta carta me fui a la alcoba y todavía estaba amargo mi paladar cuando desperté, pocas horas después, sacudida por mi madrastra.

Pero en realidad transcurrieron muchas horas antes de que despertara por completo. Yo me sentía otra vez con, el traje de novia en una madrugada fresca y húmeda, olorosa a almizcle. Sentía la sequedad en la boca, como cuando se va de viaje y la saliva se resiste a humedecer el pan. Los padrinos estaban en la sala desde las cuatro. Yo los conocía a todos, pero ahora los veía transformados y nuevos, los hombres vestidos de paño y las mujeres hablando, con los sombreros puestos, llenando la casa con el vapor denso y enervante de sus palabras.

La iglesia estaba vacía. Algunas mujeres se volvieron a mirarme cuando atravesé la nave central como un mancebo sagrado hacia la piedra de los sacrificios. El Cachorro, flaco y digno, la única persona que tenía contornos de realidad en aquella turbulenta y silenciosa pesadilla, descendió por las gradas y me entregó a Martín con cuatro movimientos de sus manos escuálidas. Martín estaba a mi lado, tranquilo y sonriente, como lo vi en el velorio del niño de Paloquemado, pero ahora con el cabello corto, como para demostrarme que el mismo día de la boda se había esmerado en ser todavía más abstracto de lo que ya lo era naturalmente en los días ordinarios.

Esa madrugada, ya de regreso a casa, después de que los padrinos tomaron el desayuno y repartieron las frases habituales, mi esposo salió a la calle y no regresó hasta después de la siesta. Mi padre y mi madrastra aparentaron no darse cuenta de mi situación. Dejaron transcurrir el día sin alterar el orden de las cosas, de manera que nada permitiera sentir el soplo extraordinario de aquel lunes. Me deshice del traje de novia, hice con él un envoltorio y lo guardé en el fondo del ropero acordándome de mi madre, pensando: Al menos estos trapos me servirán de mortaja.

El desposado irreal regresó a las dos de la tarde y dijo que había almorzado. Entonces me pareció, viéndolo venir, con el pelo cortado, que diciembre había dejado de ser un mes azul. Martín se sentó a mi lado y estuvimos un momento sin hablar. Por primera vez desde mi nacimiento sentí miedo de que empezara a anochecer. Debí de manifestarlo en algún gesto, porque repentinamente Martín pareció vivir, se inclinó sobre mi hombro; dijo: «¿En qué estás pensando?» Yo sentí que algo se torcía en mi corazón: el desconocido empezaba a tutearme. Miré hacia arriba, hacia donde diciembre era una gigantesca bola brillante, un luminoso mes de vidrio; dije: «Estoy pensando que lo único que falta ahora es que empiece a llover.»

La última noche que hablamos en el corredor, había más calor que de costumbre. Pocos días después él regresaría para siempre de la peluquería y se encerraría en el cuarto. Pero aquella última noche del corredor, una de las más cálidas y densas que recuerda mi memoria, él se mostró comprensivo, como en muy pocas ocasiones. Lo único que parecía vivir, en medio de aquel horno inmenso, era la sorda reverberación de los grillos soliviantados por la sed de la naturaleza, y la minúscula, insignificante y sin embargo desmedida actividad del romero y el nardo, ardiendo en el centro de la hora desierta. Ambos permanecimos callados un instante, sudando esa sustancia gorda y viscosa que no es sudor sino la suelta baba de la materia viva en descomposición. A veces él miraba las estrellas, el cielo desolado a fuerza de esplendor estival; permanecía después silencioso, como entregado por entero al tránsito de aquella noche monstruosamente viva. Permanecimos así, pensativos, frente a frente, él en su asiento de cuero, yo en el mecedor. De pronto, al paso de una ala blanca, lo vi con la cabeza triste y sola ladeada sobre el hombro izquierdo. Me acordé de su vida, de su soledad, de sus espantosos disturbios espirituales. Me acordé de la indiferencia atormentada con que asistía al espectáculo de la vida. Antes me había sentido vinculado a él por sentimientos complejos, en ocasiones contradictorios y tan variables como su personalidad. Pero en aquel instante no tuve la menor duda de que había empezado a quererlo entrañablemente. Creí descubrir en mi interior esa misteriosa fuerza que desde el primer momento me indujo a protegerlo y sentí en carne viva el dolor de su cuartito sofocante y oscuro. Lo vi sombrío y derrotado, apabullado por las circunstancias. Y súbitamente, a una nueva mirada de sus duros y penetrantes ojos amarillos, tuve la certeza de que el secreto de su laberíntica soledad me había sido revelado por la tensa pulsación de la noche. Antes de que yo mismo hubiera tenido tiempo de pensar por qué lo hacía, le pregunté:

—Dígame una cosa, doctor: ¿Usted cree en Dios?

El me miró. El cabello le caía sobre la frente y ardía todo él en una especie de sofocación interior, pero todavía no mostraba su semblante sombra alguna de emoción o desconcierto. Dijo, enteramente recobrada su parsimoniosa voz de rumiante:

—Es la primera vez que alguien me hace esa pregunta.

—Y usted mismo, doctor, ¿se la ha hecho alguna vez?

No pareció indiferente ni preocupado. Pareció apenas interesado en mi persona. Ni siquiera en mi pregunta y mucho menos en la intención de ella.

—Es difícil saberlo —dijo.

—Pero ¿no le produce temor una noche como ésta? ¿No tiene usted la sensación de que hay un hombre más grande que todos caminando por las plantaciones, mientras nada se mueve y todas las cosas parecen perplejas ante el paso del hombre?

Ahora guardó silencio. Los grillos llenaban el ámbito, más allá del tibio olor vivo y casi humano que se levantaba del jazminero sembrado a la memoria de mi primera esposa. Un hombre sin medidas estaba caminando, solo, a través de la noche.

—No creo que me desconcierte nada de eso, coronel. —Y ahora parecía perplejo, él también, como las cosas, como el romero y el nardo en >u ardiente sitio. «Lo que me desconcierta», dijo, y se quedó mirándome a los ojos, concretamente, con dureza: «Lo que me desconcierta es que exista una persona como usted capaz de .decir con seguridad que se da cuenta de ese hombre que camina en la noche.»

—Nosotros procuramos salvar el alma, doctor. Ésa es la diferencia.

Y entonces fui más allá de donde me proponía. Dije: «Usted no lo oye porque es ateo.»

Y él, sereno, imperturbable:

—Créame que no soy ateo, coronel. Lo que sucede es que me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como pensar que no existe. Entonces prefiero no pensar en eso.

No sé por qué tenía el presentimiento de que era exactamente eso lo que me iba a responder. «Es un desconcertado de Dios», pensé, oyendo lo que él acababa de decirme espontáneamente, con claridad, con precisión, como si lo hubiera leído en un libro. Yo seguía embriagado por el sopor de la noche. Me sentía metido en el corazón de una inmensa galería de imágenes proféticas.

Allí, detrás del pasamano, estaba el jardincillo que Adelaida y mi hija cultivaban. Por eso ardía el romero, porque ellas lo fortalecían todas las mañanas con sus cuidados, para que en noches como ésa su ardiente vapor transitara por la casa e hiciera más reposado el sueño. El jazminero mandaba su insistente tufo y nosotros lo recibíamos porque tenía la edad de Isabel, porque en cierta manera aquel olor era una prolongación de su madre. Los grillos estaban en el patio, entre los arbustos, porque olvidamos limpiar la maleza cuando dejó de llover. Lo único increíble, maravilloso, era que él estaba allí, con su enorme pañuelo ordinario, secándose la frente abrillantada por el sudor. Después de una nueva pausa, dijo:

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