La Historia del señor Sommer (3 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Cuento

BOOK: La Historia del señor Sommer
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Al cabo de media hora mi padre tuvo que encender los faros porque, de pronto, las nubes estaban muy cerca y cubrían el horizonte como un telón, proyectando grandes sombras sobre la tierra. De las montañas llegaron ráfagas de viento que abrieron anchas estrías en los trigales, como si los peinaran, y los arbustos y matorrales se estremecieron. Casi al mismo tiempo empezó la lluvia, no la lluvia verdadera, sino, al principio, sólo unas gotas gruesas como granos de uva que reventaban en el asfalto, en el capó y en el parabrisas. Y entonces estalló la tormenta. Después, los periódicos dijeron que fue el peor temporal que había habido en nuestra región desde hacía veintidós años. No sé si será verdad, porque entonces yo no tenía más que siete años, pero sé que en toda mi vida no he vuelto a ver una tormenta como aquélla, y menos desde un coche, en plena carretera. El agua ya no caía del cielo a gotas sino a raudales. En muy poco tiempo la carretera quedó inundada. El coche levantaba altos surtidores a cada lado, verdaderas paredes de agua, y el parabrisas parecía estar sumergido, a pesar del frenético vaivén de las escobillas.

Pero aún empeoró la cosa, porque después de la lluvia vino el granizo que, más que verlo, lo oías, ya que el murmullo del agua se convirtió en rugido, con un frío glacial que te arañaba la piel. Y luego se hizo visible; al principio, las piedras eran como cabezas de alfiler, pero enseguida fueron como guisantes, como balas y, finalmente, enjambres de bolas lisas y blancas que rebotaban en el capó formando un confuso remolino que mareaba. Imposible seguir avanzando ni un metro. Mi padre paró el coche al borde de la carretera, pero qué digo borde de la carretera, si ya no se veía carretera, y borde, no digamos; ni campos, ni árboles, ni nada. No se veía ni a dos metros de distancia y, en estos dos metros, sólo millones de heladas bolas de billar que danzaban por el aire y chocaban contra el coche con un ruido escalofriante. Dentro, los golpes resonaban con tanta fuerza que ni hablar podíamos. Era como estar sentados dentro de un enorme tambor que tocara un gigante, y nos mirábamos mudos, tiritando y confiando en que nuestro caparazón no fuera destrozado.

Al cabo de dos minutos todo había terminado. Bruscamente, cesó la granizada y amainó el viento. Sólo caía una lluvia fina. El campo de trigo que habían peinado las ráfagas de viento estaba como si lo hubieran pisoteado. En un campo de maíz que había más allá no quedaban más que los tallos. La carretera estaba cubierta de lo que parecían astillas de vidrio. Todo era hielo, hojas, ramas y mazorcas. En la carretera, a lo lejos, a través del velo de la llovizna, distinguí a un hombre que caminaba. Se lo dije a mi padre, y los dos nos quedamos mirando aquella figura lejana. Nos parecía un milagro que pudiera haber alguien andando por allí: más aún, que después de semejante granizada quedara algo en pie, ya que alrededor todo estaba tronchado y machacado. Mi padre puso en marcha el coche. Las ruedas hacían crujir el hielo. Cuando nos acercamos a la figura, reconocí el pantalón corto, las piernas nudosas, ahora relucientes de lluvia, la capa impermeable negra con el bultito de la mochila y el paso vivo del señor Sommer.

Cuando lo alcanzamos, mi padre me ordenó bajar el cristal. El aire era helado. «¡Señor Sommer! —gritó mi padre—. ¡Suba! ¡Lo llevaremos!» Yo pasé al asiento trasero para cederle mi sitio. Pero el señor Sommer no contestó. Ni se paró. Apenas nos miró. Siguió andando sobre el granizo, con paso ligero, dándose impulso con el bastón. Mi padre lo seguía en el coche. «¡Señor Sommer! —gritaba por la ventanilla abierta—. ¡Suba usted! ¡Con este tiempo! ¡Lo llevaremos a su casa!»

Pero el señor Sommer no se dio por enterado. Siguió su marcha, imperturbable. Me pareció que movía un poco los labios y murmuraba una de sus incomprensibles respuestas. Pero no se oyó nada, quizá fuera que los labios le temblaban de frío. Entonces mi padre se inclinó hacia la derecha —manteniendo el coche al lado del señor Sommer—, abrió la portezuela del copiloto y gritó: «¡Suba ya, por Dios! ¡Está empapado! ¡Se está jugando la vida!»

Ahora bien, la expresión «Se está jugando la vida» era insólita en mi padre. Yo nunca le había oído decir: «¡Te estás jugando la vida!» «Es una frase hecha —solía decir cada vez que oía o leía estas palabras—. Y una frase hecha, que no se os olvide, es algo que ha salido tantas veces de los labios y la pluma de todo quisque que ya ha perdido su significado. Es tan tonto —proseguía, ya lanzado— como decir: “¡Toma una taza de té, cariño, que te sentará bien!” o: “¿Cómo está hoy nuestro enfermo, doctor? ¿Cree que saldrá de ésta?” Son frases que no salen de la vida sino de las novelas malas y de las películas americanas cursis, y por ello, que no se os olvide, no quiero oíroslas nunca.»

Así nos instruía mi padre respecto a frases del tipo de: «Te estás jugando la vida.» Y ahora, bajo la lluvia, en la carretera cubierta de granizo, conduciendo junto al señor Sommer, mi padre había gritado por la portezuela abierta del coche una frase hecha: «¡Se está jugando la vida!» Entonces el señor Sommer se detuvo. Creo que fue al oír lo de «jugarse la vida», y se paró con tanta brusquedad que mi padre tuvo que frenar en seco para no dejarlo atrás. Y entonces el señor Sommer se pasó el bastón de la mano derecha a la izquierda, se volvió hacia nosotros y, con voz clara y fuerte, golpeando el suelo con el bastón varias veces con furor y desesperación, nos gritó: «¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!» Más no dijo. Sólo esto. Luego, cerró la puerta que le habíamos abierto, volvió a cambiarse el bastón a la mano derecha y siguió andando sin mirar hacia el lado ni hacia atrás.

—Ese hombre está loco —dijo mi padre.

Cuando lo adelantamos, por el cristal trasero pude verle la cara. Tenía la mirada baja y sólo la levantaba cada dos o tres pasos, para comprobar, con ojos furiosos, que no se desviaba de su camino. El agua le resbalaba por las mejillas y le goteaba de la nariz y de la barbilla. Tenía la boca entreabierta. Y otra vez me pareció que movía los labios. Quizá hablaba solo mientras caminaba.

2

—Ese señor Sommer tiene claustrofobia —dijo mi madre mientras cenábamos, hablando de la tormenta y del encuentro con el señor Sommer—. Tiene una claustrofobia grave, y eso es una enfermedad que te impide estar tranquilo dentro de tu habitación.

—En realidad, claustrofobia quiere decir… —dijo mi padre.

—…que no puedes quedarte en tu habitación —dijo mi madre—. Me lo ha explicado muy bien el doctor Luchterhand.

—La palabra claustrofobia procede del latín y del griego —dijo mi padre—, algo que el doctor Luchterhand debería saber. Se compone de dos partes: «claustrum» y «fobia»; «claustrum» significa «cerrado» o «encerrado» como en «claustro» o la ciudad de «Klausen» que en italiano se llama «Chiusa» y en francés «Vaucluse». Vamos a ver, ¿quién me dice una palabra en la que se halle el significado de «claustrum»?

—Yo —dijo mi hermana—, Rita Stanglmeier dice que el señor Sommer tiene tics. Le tiembla todo el cuerpo. Dice Rita que le pasa lo que al Temblón del cuento
Cabeza de estopa
. Nada más sentarse en una silla, le entra el tembleque. Sólo no lo tiene cuando anda, y por eso está siempre andando, para que la gente no se dé cuenta.

—En eso se parece a los caballos de uno o dos años, que, a causa de los nervios, también tienen espasmos y temblores la primera vez que toman la salida en una carrera. A los jockeys les cuesta mucho trabajo hacerles tascar el freno. Después se les pasa o, si no, les ponen anteojeras. ¿Quién me dice lo que significa «tascar»?

—¡Tonterías! —dijo mi madre—. ¡En el coche, con vosotros, Sommer hubiera podido temblar tranquilo, sin molestar a nadie!

—Me temo que el señor Sommer no quiso subir al coche porque utilicé una frase hecha —dijo mi padre—. «Se está jugando la vida», le dije. No comprendo cómo pudo ocurrir. Estoy seguro de que si hubiera utilizado una expresión menos trillada habría subido. Por ejemplo…

—Bobadas —dijo mi madre—. No quiso subir porque tiene claustrofobia y porque no puede estar encerrado en una habitación ni tampoco en un coche. ¡Pregúntaselo al doctor Luchterhand! En cuanto se encuentra en un lugar cerrado, sea coche o habitación, tiene depresiones.

—¿Qué son depresiones? —pregunté yo.

—Quizá —dijo mi hermano, que tenía cinco años más que yo y ya había leído todos los cuentos de los hermanos Grimm—, quizá al señor Sommer le pasa lo que al Corredor de
Los seis invencibles
, que da la vuelta al mundo en un día y cuando llega a casa tiene que atarse una pierna a la cintura para poder parar.

—Naturalmente, es una posibilidad —dijo mi padre—. Quizá el señor Sommer tiene una pierna de más y por eso ha de estar siempre andando. Tendríamos que pedirle al doctor Luchterhand que le atara la pierna a la cintura.

—Bobadas —dijo mi madre—. Tiene claustrofobia y nada más. Y contra la claustrofobia no hay nada que hacer.

Aquella noche, en la cama, esta extraña palabra me daba vueltas en la cabeza: claustrofobia. La repetí varias veces para que no se me olvidara. «Claustrofobia… claustrofobia… El señor Sommer tiene claustrofobia… Esto quiere decir que no puede quedarse quieto en su habitación… Y, como no puede quedarse quieto en su habitación, tiene que andar siempre de un lado para otro… Porque tiene claustrofobia y ha de estar siempre al aire libre… Si “claustrofobia” es “no poder quedarse en la habitación” y si “no poder quedarse en la habitación” es “tener que estar siempre al aire libre”, entonces “tener que estar siempre al aire libre” es claustrofobia… por lo tanto, en lugar de utilizar una palabra tan difícil como claustrofobia, se podría decir, simplemente, que tiene que estar siempre al aire libre… Y cuando mi madre dice: “El señor Sommer ha de estar siempre al aire libre porque tiene claustrofobia”, debería decir: “el señor Sommer ha de estar siempre al aire libre porque ha de estar siempre al aire libre…”» Empezó a darme vueltas la cabeza y traté de olvidarme de la extraña palabra y de todo lo relacionado con ella.

Imaginé que el señor Sommer no tenía nada, que no le pasaba nada sino que, sencillamente, tenía que estar siempre al aire libre porque le gustaba estar al aire libre, lo mismo que a mí me gustaba trepar a los árboles. El señor Sommer estaba siempre al aire libre porque le gustaba, por eso y nada más, y todas las extrañas explicaciones y palabras latinas que los mayores habían inventado durante la cena eran una bobada tan grande como lo del hombre del cuento
Los seis invencibles
, que tenía que atarse la pierna.

Pero luego me acordé de la cara que le vi al señor Sommer cuando miré por el cristal trasero del coche, chorreando lluvia, con la boca entreabierta, sus ojos redondos de mirada fija y furibunda, y pensé: cuando uno está haciendo lo que le gusta, no mira de ese modo; una persona que hace algo que le divierte no pone esa cara. Pone esa cara el que tiene miedo; o tiene sed mientras llueve, tanta sed que podría beberse un lago. Otra vez me daba vueltas la cabeza y, con todas mis fuerzas, traté de olvidar la cara del señor Sommer, pero cuanto más me esforzaba por olvidarla, más clara la veía: cada pliegue, cada arruga, cada gota de sudor o de lluvia, el temblor de aquellos labios que parecían murmurar. Y el murmullo se hacía más claro y más fuerte, y yo oía la voz del señor Sommer que decía con insistencia: ¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!

¡Déjenme en paz de una vez…! Y entonces, por fin, pude apartarlo de mis pensamientos. Me ayudó a ello su voz. La cara desapareció, y me dormí enseguida.

3

En la clase había una niña que se llamaba Carolina Kückelmann.

Tenía los ojos oscuros, las cejas oscuras y el pelo castaño oscuro, recogido con un pasador a la derecha de la frente. Y tenía, en la nuca y en el hueco entre las orejas y el cuello, una pelusa que brillaba al sol y, a veces, temblaba un poquito al viento. Cuando se reía, con una risa ronca que sonaba muy bien, alargaba el cuello, echaba atrás la cabeza y casi cerraba los ojos, y toda la cara le resplandecía de alegría. Yo hubiera podido estar siempre mirando aquella cara, y la miraba cuando podía, en clase y en el recreo, pero con disimulo, para que nadie, ni la misma Carolina, lo notara, porque yo era muy tímido.

En mis sueños era menos tímido. Entonces la tomaba de la mano y trepaba a los árboles con ella. Sentado a su lado en una rama, la miraba muy cerquita y le contaba cuentos. Y ella se reía echando atrás la cabeza y cerrando los ojos, y yo le soplaba la pelusa de detrás de la oreja y la nuca. Tenía este sueño y otros parecidos a éste varias veces a la semana. Eran unos sueños muy bonitos, no voy a quejarme; pero no eran más que sueños y, como todos los sueños, no te llenaban. Yo lo hubiera dado todo por tener a mi lado de verdad a Carolina una sola vez y soplarle en la nuca o en algún otro sitio… Desgraciadamente, esto era imposible, porque, como la mayoría de los niños del colegio, Carolina vivía en Obernsee y yo era el único que vivía en Unternsee. Nuestros caminos se separaban casi en la misma puerta del colegio e iban alejándose uno de otro por la ladera de la montaña entre los prados y hacia el bosque, y antes de entrar en el bosque ya estaban tan lejos que yo ya no distinguía a Carolina en el grupo de niños. Sólo podía oír su risa, a veces. Con un tiempo determinado, cuando soplaba el viento del sur, aquella risa ronca llegaba muy lejos sobre los campos y me acompañaba hasta casa. Pero ¿cuándo había viento del sur en nuestra región?

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