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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

La historia del amor (7 page)

BOOK: La historia del amor
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20. MI MADRE SÓLO HA TENIDO DOS CITAS DESDE QUE MURIÓ MI PADRE

La primera fue hace cinco años, cuando yo tenía diez, con un inglés que trabajaba en una de las editoriales que publican sus traducciones. Aquel hombre, Lyle, llevaba en la mano izquierda un anillo con un escudo nobiliario, que quizá fuera suyo o quizá no, pero cuando hablaba de sí mismo gesticulaba con aquella mano. En el curso de una conversación, se descubrió que mi madre y él habían estado en Oxford al mismo tiempo. Con el pretexto de esta coincidencia, el señor Lyle le pidió una cita a mi madre. Muchos hombres se la piden, y ella dice siempre que no. Pero esta vez, por alguna razón, accedió. El sábado por la noche, mi madre se presentó en la sala con moño alto y el chal rojo que mi padre le había comprado en Perú.

—¿Cómo estoy? —preguntó.

Estaba muy guapa, aunque no me pareció bien que se pusiera el chal. Pero no hubo tiempo de decir nada, porque en aquel momento se presentó Lyle en la puerta, jadeando. Se acomodó en el sofá. Yo le pregunté si sabía algo acerca de la supervivencia en la naturaleza, y él contestó:

—Por supuesto.

Le pregunté si sabía la diferencia entre la cicuta y las zanahorias silvestres, y él me contó con pelos y señales los momentos finales de una regata en Oxford, en la que su barco había tomado ventaja en los tres últimos segundos.

—Ostras —dije de un modo que podía considerarse sarcástico.

Lyle también evocó gratos recuerdos de paseos en batea por el Cherwell.

Mi madre dijo que ella nunca había paseado en batea por el Cherwell. Yo pensé:

Pues no me sorprende.

Entonces se fueron y yo me quedé viendo un programa de televisión sobre los albatros de la Antártida: pueden estar años sin posarse en tierra, duermen planeando, beben agua de mar y año tras año regresan para criar con la misma pareja. Debí de quedarme dormida, porque cuando oí la llave de mi madre en la cerradura era casi la una. Se le habían soltado unos rizos que le caían por el cuello y corrido el maquillaje de las pestañas, pero cuando le pregunté cómo le había ido me dijo que conocía orangutanes con los que podía mantener conversaciones más interesantes.

Casi un año después, Bird se fracturó la muñeca al tratar de saltar desde el balcón del vecino, y el médico que lo curó en urgencias, alto y encorvado, también le pidió una cita a mi madre. Quizá fue porque él había hecho sonreír a Bird cuando mi hermano tenía la mano doblada en un ángulo espeluznante, pero lo cierto es que, por segunda vez desde la muerte de mi padre, mamá dijo sí. El médico se llamaba Henry Lavender, lo cual me pareció prometedor (¡Alma Lavender!). Cuando sonó el timbre, Bird bajó la escalera desnudo, salvo por la escayola, puso
That's Amore
en el tocadiscos y subió corriendo. Entonces bajó mi madre como una exhalación, sin el chal rojo, y detuvo la música. El disco chirrió y se quedó girando en el plato en silencio mientras Henry Lavender entraba, aceptaba una copa de vino blanco frío y nos hablaba de su colección de caracolas marinas, muchas de las cuales había recogido él mismo haciendo submarinismo en Filipinas. Yo imaginé un futuro en que él nos llevaría en sus expediciones de buceo y nos vi a los cuatro sonriéndonos bajo el agua a través de las gafas de buceo. Por la mañana pregunté a mi madre cómo le había ido. Ella respondió que el médico era un hombre muy simpático. Yo vi en esto una señal positiva, pero cuando Henry Lavender llamó por teléfono aquella tarde mi madre estaba en el supermercado y no le devolvió la llamada.

Dos días después, él hizo otra tentativa. Esta vez mi madre salía a pasear por el parque.

—No piensas llamarlo, ¿verdad? —pregunté.

—No —dijo ella.

La tercera vez que llamó Henry Lavender ella estaba enfrascada en un libro de relatos y exclamaba una y otra vez que deberían darle un Nobel póstumo al autor. Mi madre siempre está dando Nobels póstumos. Me fui a la cocina con el inalámbrico.

—¿El doctor Lavender? —pregunté. Y entonces le dije que pensaba que en realidad a mi madre le gustaba y que una persona normal probablemente estaría encantada de hablar con él y hasta de volver a salir, pero que hacía once años y medio que yo conocía a mi madre y ella nunca había hecho algo normal.

21. YO PENSABA QUE ERA SÓLO PORQUE NO HABÍA ENCONTRADO A LA PERSONA ADECUADA

El que ella estuviera todo el día en casa en pijama traduciendo libros de personas muertas tampoco ayudaba mucho. A veces se encallaba en una frase y estaba horas yendo de un lado a otro como un perro con un hueso, hasta que de pronto gritaba: «¡Ya lo tengo!», y entonces corría a su escritorio a cavar un hoyo y enterrarlo. Yo decidí tomar el asunto en mis manos. Un día, un tal doctor Tucci, veterinario, vino a hablarnos a la clase de sexto. Tenía una voz muy agradable y llevaba en el hombro un loro verde que se llamaba
Gordo
y miraba por la ventana con cara de mal humor. También tenía una iguana, dos hurones, una tortuga de tierra, tres ranas, un pato con un ala rota y una boa constrictor llamada
Mahatma
que había cambiado de piel hacía poco. En su patio trasero tenía dos llamas. Después de la clase, mientras todos los demás manoseaban a
Mahatma
, yo pregunté al doctor Tucci si estaba casado y cuando, con gesto de extrañeza, me dijo que no, le pedí una tarjeta. La tarjeta tenía la foto de un mono y algunos chicos abandonaron a la serpiente y vinieron a pedir tarjetas.

Aquella noche encontré una bonita foto de mi madre en bañador que decidí enviar al doctor Frank Tucci, acompañada de una lista mecanografiada de sus mejores cualidades, a saber «Alto coeficiente intelectual, amante de la lectura, atractiva (ver foto), divertida». Bird leyó la lista, se quedó un rato pensativo y sugirió que añadiera «dogmática», palabra que le había enseñado yo, y también «obstinada». Yo le dije que éstas no me parecían cualidades buenas, ni siquiera recomendables, y Bird contestó que si aparecían en la lista podrían parecer buenas, y que si el doctor Tucci realmente quería conocerla no lo desanimarían.

Me pareció un buen argumento y añadí «dogmática y obstinada». Puse nuestro número de teléfono al pie de la lista y la envié por correo.

Pasó una semana y él no llamó. Tres días más y empecé a pensar que quizá no debería haber puesto «dogmática y obstinada».

Al día siguiente sonó el teléfono y oí a mi madre decir «¿Frank qué?». Un silencio bastante largo. «¿Cómo dice?» Otro silencio. Entonces se echó a reír histéricamente. Cuando colgó, fue a mi cuarto.

—¿Qué era todo eso? —pregunté con inocencia.

—¿Qué era el qué? —preguntó ella con más inocencia todavía.

—Eso del teléfono.

—Ah, eso —dijo ella—. Confío en que no te enfades, pero he concertado una cita doble, yo con el encantador de serpientes y tú con Herman Cooper.

Herman Cooper era una pesadilla de octavo que vivía en nuestra misma calle, llamaba Pene a todo el mundo y lanzaba risotadas señalando los enormes testículos del perro del vecino.

—Antes lamería la acera —dije.

22. AQUEL AÑO LLEVÉ EL JERSEY DE MI PADRE CUARENTA Y DOS DÍAS SEGUIDOS

El duodécimo día me crucé en el vestíbulo con Sharon Newman y sus amigas.

—¿Qué te ha dado con esa birria de jersey? —dijo.

Piérdete, pensé, y decidí llevar el jersey de papá durante el resto de mi vida. Llegué casi hasta fin de curso. Era de lana de alpaca y a últimos de mayo ya no se podía resistir. Mi madre pensaba que aquello era un luto atrasado.

Pero yo no trataba de establecer un récord, sólo me gustaba la sensación.

23. MI MADRE TIENE UNA FOTO DE MI PADRE EN LA PARED, AL LADO DEL ESCRITORIO

Una o dos veces, al pasar por delante de la puerta, he oído que le hablaba. Mi madre se siente sola hasta cuando está con nosotros, y a veces me duele el estómago al pensar lo que le ocurrirá cuando yo sea mayor y me vaya de casa a empezar el resto de mi vida. Otras veces me parece que nunca podré irme.

24. TODOS LOS AMIGOS QUE HE TENIDO EN MI VIDA SE HAN IDO

El día en que yo cumplía catorce años Bird me despertó saltando sobre mi cama y cantando
Porque es una chica excelente
. Me regaló una tableta de chocolate reblandecida y un gorro de lana de Objetos Perdidos. Dentro había un pelo rubio y rizado, lo saqué y llevé el gorro todo el día. Mi madre me regaló un anorak que había sido probado por Tenzing Norgay, el sherpa que escaló el Everest con sir Edmund Hillary, y un casco de aviador como los que usaba Antoine de Saint-Exupéry, uno de mis héroes. Mi padre me leyó
El principito
cuando yo tenía seis años y me explicó que Saint-Ex era un gran aviador que arriesgaba la vida abriendo rutas para el correo hasta lugares remotos. Fue derribado por un caza alemán y él y su avión desaparecieron en el Mediterráneo para siempre.

Además del anorak y el casco, mi madre me regaló un libro de un tal Daniel Eldridge, del que dijo que merecía un Nobel, si lo hubiera para los paleontólogos.

—¿Ha muerto? —pregunté.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada —respondí.

Bird quiso saber qué era un paleontólogo y mamá dijo que si rompía en mil pedazos una guía ilustrada del Museo Metropolitano de Arte y los lanzaba al aire desde lo alto de la escalinata del museo, volvía al cabo de varias semanas y recorría toda la Quinta Avenida y Central Park recogiendo todos los trozos que aún pudiera encontrar y trataba de reconstruir la historia de la pintura, con escuelas, estilos, géneros y nombres de pintores por lo que decían aquellos trozos, sería como un paleontólogo. La única diferencia era que los paleontólogos estudian fósiles para deducir el origen y la evolución de la vida.

Todas las chicas y los chicos de catorce años deberían saber algo acerca de dónde vienen, dijo mi madre. No hay que ir por el mundo sin tener por lo menos una ligera idea de cómo empezó todo. Entonces, hablando deprisa, como si esto no fuera lo más importante, dijo que el libro era de papá. Bird vino corriendo a tocar las tapas.

El libro se titulaba
La vida tal como no la conocemos
. Tenía en la contracubierta una foto de Eldridge. Era un hombre de ojos oscuros, pestañas espesas y barba, y sostenía en la mano el fósil de un pez de aspecto feroz. Al pie decía que era profesor de Columbia. Empecé a leerlo aquella misma noche.

Pensaba que quizá papá habría escrito notas al margen, pero no. La única señal era su nombre en la guarda. El libro explicaba que Eldridge y varios científicos más habían bajado en un sumergible hasta el fondo del océano y descubierto unas chimeneas hidrotérmicas en las zonas de contacto entre placas tectónicas, que expulsaban gases ricos en minerales a temperaturas de hasta 350 grados.

Hasta entonces, los científicos pensaban que el fondo del océano era un desierto con poca o ninguna vida. Pero Eldridge y sus compañeros pudieron contemplar a la luz de los focos del sumergible cientos de organismos nunca vistos por ojos humanos, todo un ecosistema que tenía que ser muy pero que muy antiguo. Lo llamaron «biosfera oscura». Allí abajo vieron muchas chimeneas hidrotérmicas y unos microorganismos que vivían en las rocas de alrededor a temperaturas lo bastante altas como para fundir el plomo. Llevaron a la superficie varios de aquellos organismos, y descubrieron que olían a huevos podridos.

Comprendieron que aquellos extraños organismos subsistían a base del ácido sulfhídrico emitido por las chimeneas y expulsaban azufre del mismo modo en que las plantas terrestres producen oxígeno. Según el libro del doctor Eldridge, lo que ellos descubrieron había sido nada menos que una ventana hacia los procesos químicos que miles de millones de años atrás habían dado origen a la evolución.

La idea de la evolución es hermosa y también triste. Desde que empezó la vida en la tierra han existido entre cinco mil y cincuenta mil millones de especies, de las que sólo entre cinco y cincuenta millones viven todavía. O sea, que el noventa y nueve por ciento de todas las especies que han vivido en la tierra se ha extinguido.

25. MI HERMANO, EL MESÍAS

Aquella noche, yo estaba leyendo y Bird entró en mi cuarto y se metió en mi cama. Tenía once años y medio, pero era pequeño para su edad. Me puso en la pierna unos pies helados.

—Háblame de papá —susurró.

—Tendrías que cortarte las uñas de los pies —dije. Me clavaba los dedos en la pantorrilla.

—Por favor —suplicó.

Me puse a pensar y, como no recordaba algo que no le hubiera contado ya cien veces, decidí inventar.

—Le gustaba hacer escalada —dije—. Era un gran escalador. Una vez escaló una pared de más de setenta metros. En el Negev, creo. —Sentía en el cuello el aliento caliente de Bird.

—¿El Masada? —preguntó.

—Podría ser —dije—. Le gustaba mucho escalar. Era su gran afición.

—¿Y bailar, le gustaba?

Yo no tenía ni idea, pero dije:

—Le encantaba. Bailaba hasta el tango. Lo aprendió en Buenos Aires. Él y mamá siempre estaban bailando. Él arrimaba a la pared la mesa de centro y bailaban por toda la habitación. Él la bajaba y la subía y le cantaba al oído.

—¿Estaba yo?

—Pues claro —dije—. A ti te lanzaba al aire y te cogía al vuelo.

—¿Cómo podía saber que no me caería al suelo?

—Lo sabía y basta.

—¿Cómo me llamaba?

—De muchas maneras. Colega, chavalote, campeón. —Yo inventaba sobre la marcha. Bird no parecía muy impresionado—. Judas Macabeo —dije entonces—. Macabeo, Mac a secas.

—¿Cómo me llamaba más?

—Me parece que Emmanuel. —Fingí pensar. No; espera. Manny, te llamaba Manny.


Manny
—dijo Bird saboreando el nombre. Se apretó contra mí—. Quiero decirte un secreto —susurró—. Porque es tu cumpleaños.

—¿Qué?

—Antes tienes que prometer que me creerás.

—Vale.

—Di te lo prometo.

—Te lo prometo.

Aspiró profundamente.

—Me parece que soy un
lamed vovnik
.

—¿Un qué?

—Uno de los
lamed vovniks
—susurró—, uno de los treinta y seis santos.

—¿Qué treinta y seis santos?

—Los santos de los que depende la existencia del mundo.

—Ah, ésos. No seas…

—Lo has prometido —dijo entonces.

Yo callé.

—Son siempre treinta y seis, en cualquier tiempo —susurró—. Nadie sabe quiénes son. Sus oraciones son las únicas que llegan al oído de Dios. Lo dice el señor Goldstein.

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