La historia del amor (20 page)

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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

BOOK: La historia del amor
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A veces oía a mi hermano hablar en sueños. Medias palabras, nada que pudiera entender. Excepto una vez que habló con una voz tan alta que creí que estaba despierto.

—No vayas por ahí —dijo.

—¿Qué? —pregunté incorporándome.

—Es muy hondo —murmuró, y se volvió de cara a la pared.

3. PERO POR QUÉ

Un sábado, Bird y yo fuimos con el tío Julian al Museo de Arte Moderno. Bird se empeñó en pagar su entrada con los beneficios de la venta de limo-nada.

Estuvimos paseando mientras el tío Julian hablaba con un conservador en el piso de arriba. Bird preguntó a un guardia de seguridad cuántos surtidores había en el edificio. (Cinco.) Estuvo haciendo ruidos de videojuego con la garganta hasta que le dije que se callara. Luego contó las personas con tatuajes a la vista. (Ocho.) Nos paramos delante de un cuadro de un montón de personas tumbadas en el suelo.

—¿Por qué están tumbados? —preguntó.

—Porque los han matado —dije, aunque en realidad no sabía por qué estaban allí, ni siquiera si eran personas. Crucé la sala para mirar otro. Él me siguió.

—Pero ¿por qué los han matado? —preguntó.

—Porque necesitaban dinero y entraron en una casa a robar —dije mientras empezaba a bajar por la escalera mecánica.

Camino de casa, en el metro, Bird me tocó el hombro.

—¿Para qué necesitaban el dinero?

4. A LA DERIVA

—¿Qué te hace pensar que esa Alma de
La historia del amor
es ser real? —preguntó Misha. Estábamos sentados en la playa, detrás del bloque de apartamentos donde vivía él, con los pies hundidos en la arena, comiendo los bocadillos de rosbif y rábano picante de la señora Shklovsky.

—Un —dije.

—¿Un qué?

—Un ser real.

—Está bien, pero contesta mi pregunta.

—Pues claro que es real.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque sólo hay una explicación de por qué Litvinoff, el que escribió el libro, no le puso nombre español como a los demás.

—¿Por qué?

—No podía.

—¿Por qué no?

—¿Es que no te das cuenta? Él podía cambiar cualquier otro detalle, pero no podía cambiarla a ella.

—¿Y por qué no?

Me frustraba que fuera tan corto de entendederas.

—¡Porque estaba enamorado de ella! Porque, para él, ella era lo único real.

Misha masticó un bocado de rosbif.

—Me parece que ves demasiadas películas —dijo.

Pero yo sabía que no me equivocaba. No había que ser un genio para comprenderlo, después de leer
La historia del amor
.

5. LAS COSAS QUE QUIERO DECIR SE ME ENCALLAN EN LA BOCA

Fuimos andando por el paseo entarimado en dirección a Coney Island. Hacía un calor asfixiante y a Misha le resbalaba el sudor por la sien. Al pasar junto a unos viejos que jugaban a las cartas, Misha los saludó. Uno muy arrugado, con un bañador pequeñísimo, agitó una mano.

—Piensan que eres mi novia —dijo Misha.

Yo tropecé con una tabla. Sentí que me ardía la cara y pensé: Soy la persona más patosa de este mundo.

—Pues no lo soy —dije, aunque no era eso lo que quería decir. Volví la cara, fingiendo interés por un niño que iba hacia la orilla arrastrando un cocodrilo hinchable.

—Yo lo sé, pero ellos no lo saben —dijo Misha.

Tenía quince años cumplidos, había crecido casi diez centímetros y ya se afeitaba el bigote. Cuando nos metíamos en el agua y él se zambullía en las olas, yo miraba su cuerpo y sentía en el estómago algo que no era dolor sino otra cosa.

—Te apuesto cien dólares a que ella está en la guía —dije. Yo no me lo creía ni loca, pero fue lo único que se me ocurrió decir para cambiar de tema.

6. BUSCANDO A ALGUIEN QUE SEGURAMENTE NO EXISTE

—Busco el número de Alma Mereminski. M-e-r-e-m-i-n-s-k-i —dije.

—¿Qué distrito? —preguntó la telefonista.

—No lo sé. —Silencio y ruido de teclas. Misha miraba a una muchacha con un biquini turquesa que pasaba patinando. La telefonista decía algo.

—¿Cómo?

—Digo que hay un A. Mereminski en la calle Ciento cuarenta y siete del Bronx. Tome nota del número.

Me lo escribí en la mano. Misha se acercó.

—¿Qué?

—¿Tienes un cuarto de dólar? —pregunté. Sabía que era una tontería, pero, ya puestos, decidí probar. Él arqueó las cejas y metió la mano en el bolsillo de los pantalones cortos. Marqué el número. Contestó un hombre—. ¿Está Alma? —pregunté.

—¿Quién?

—Deseo hablar con Alma Mereminski.

—Aquí no hay ninguna Alma. Se equivoca. Me llamo Artie —dijo el hombre, y colgó.

Volvimos al apartamento de Misha. Entré en el baño, que olía al perfume de la hermana. De una cuerda colgaban unos calzoncillos grisáceos del padre.

Cuando salí, Misha estaba en su cuarto, sin la camisa, leyendo un libro en ruso.

Mientras se duchaba, lo esperé sentada en su cama, pasando hojas impresas en cirílico. Oía caer el agua y la tonada que él cantaba, pero no entendía la letra.

Me eché en la cama y, al poner la cabeza en la almohada, olía a él.

7. SI LAS COSAS SIGUEN ASÍ

Cuando Misha era pequeño, en verano su familia iba a la dacha que tenían en el campo, y él y su padre bajaban del desván las redes cazamariposas y trataban de atrapar algunas de las mariposas migratorias que llenaban el aire. La vieja casa estaba repleta de porcelana china de la abuela y de mariposas enmarcadas, cazadas por tres generaciones de chicos Shklovsky. Con los años, se les caían las finas escamas y, cuando corrías descalzo por la casa, la porcelana tintineaba y el polvo de ala de mariposa se te pegaba a la planta de los pies.

Hace meses, la víspera del cumpleaños de Misha, decidí hacerle una postal con una mariposa. Me conecté a Internet, con intención de bajarme la foto de una mariposa rusa, pero entonces encontré un artículo que decía que, durante las dos últimas décadas, ha disminuido el número de la mayoría de las especies de mariposas y la velocidad de la extinción es diez mil veces mayor de lo normal. También decía que cada día se extinguen por término medio setenta y cuatro especies de insectos, animales y plantas. Basándose en estas y otras no menos escalofriantes estadísticas, continuaba el artículo, los científicos creen que nos hallamos en la sexta extinción masiva de la historia de la vida en la Tierra. Antes de treinta años puede haberse extinguido casi la cuarta parte de los mamíferos. Una de cada ocho especies de aves habrá desaparecido dentro de poco. Durante el último medio siglo, se ha extinguido el noventa por ciento de los grandes peces.

Busqué extinciones masivas.

La última se produjo hace sesenta y cinco millones de años, cuando probablemente un asteroide chocó con nuestro planeta, matando a todos los dinosaurios y aproximadamente la mitad de los animales marinos. Con anterioridad se había producido la extinción del triásico (causada también por un asteroide o quizá por volcanes), que destruyó hasta el noventa y cinco por ciento de las especies, y antes hubo la de finales del devónico. La que se halla en curso será la más rápida en los 4.500 millones de años de historia de la Tierra y, a diferencia de las anteriores, está provocada no por cataclismos naturales sino por la ignorancia de los seres humanos. A este paso, dentro de cien años la mitad de las especies habrá dejado de existir.

Por lo tanto, no puse mariposas en la postal para Misha.

8. INTERGLACIAL

Aquel febrero en que mi madre recibió la carta en la que se le pedía que tradujera
La historia del amor
cayó más de medio metro de nieve, y Misha y yo hicimos una cueva en el parque. Trabajamos durante horas, no sentíamos los dedos, pero seguíamos cavando en la nieve. Cuando estuvo terminada, nos metimos en ella a rastras. Por la puerta entraba una luz azulada. Nos sentamos hombro con hombro.

—Quizá un día te lleve a Rusia —dijo Misha.

—Podríamos acampar en los Urales —dije yo—. O en las estepas de Kazajstán. —Al hablar nos salían nubecitas de la boca.

—Te llevaré a la habitación en que vivíamos mi abuelo y yo y te enseñaré a patinar en el Neva —dijo Misha.

—Yo podría aprender ruso.

Misha asintió.

—Yo te enseñaré. Primera palabra:
Dai
.


Dai
.

—Segunda palabra:
Ruku
.

—¿Qué significa?

—Primero dila.


Ruku
.


Dai ruku
.


Dai ruku
. ¿Qué significa?

Misha me cogió la mano.

9. SI ES UNA MUJER REAL

—¿Qué te hace pensar que Alma vino a Nueva York? —preguntó Misha.

Habíamos jugado la décima mano de
gin rummy
y estábamos echados en el suelo de su cuarto, mirando el techo. Yo tenía arena en el bañador y entre los dientes. El pelo de Misha aún estaba mojado y yo olía su desodorante.

—En el capítulo catorce, Litvinoff habla de un hilo que una muchacha que vino a América iba soltando a través del océano. Él era polaco, ¿no?, y mi madre dice que escapó antes de que los alemanes invadieran Polonia. Los nazis mataron a casi toda la gente de su pueblo. Si él no hubiera escapado, no existiría
La historia del amor
. Y si Alma era del mismo pueblo, y yo te apostaría cien dólares a que sí…

—Ya me debes cien dólares.

—La cuestión es que, en los trozos que he leído, él habla de cuando Alma era pequeña, de diez años. O sea, que si es real, y yo creo que sí lo es, Litvinoff debió de conocerla de niña. Lo que significa que probablemente eran del mismo pueblo. Y en Yad Vashem no hay ninguna Alma Mereminski de Polonia, muerta en el Holocausto.

—¿Quién es Yad Vashem?

—El museo del Holocausto en Israel.

—Entonces quizá ni sea judía. Y aunque lo sea, aunque sea real y polaca y judía, y aunque viniera a América, ¿cómo sabes que no vive en otra ciudad? Por ejemplo, en Ann Arbor.

—¿Ann Arbor?

—Tengo un primo que vive allí. De todos modos, creí que buscabas a Jacob Marcus, no a esa tal Alma —dijo Misha.

—Y es verdad que lo busco —dije. Noté que el dorso de su mano me rozaba el muslo. No sabía cómo explicarle que, si al principio buscaba a alguien que pudiera hacer que mi madre volviera a ser feliz, ahora buscaba algo más. Algo acerca de la mujer cuyo nombre me habían puesto. Y acerca de mí—. Quizá la razón por la que Jacob Marcus quiere que le traduzcan el libro tenga algo que ver con Alma —añadí, no porque lo creyera sino porque no sabía qué decir—. Quizá él la conocía. O quizá esté buscándola.

Me alegré de que Misha no me preguntara por qué, si Litvinoff estaba tan enamorado de Alma, no la había seguido a Estados Unidos; por qué se había ido a Chile y se había casado con una tal Rosa. La única explicación que se me ocurría era que no había tenido más remedio.

Al otro lado de la pared, la madre de Misha gritaba al padre. Misha se apoyó en un codo y me miró. Yo me acordé del verano anterior, cuando teníamos trece años y subimos a la azotea del edificio, de cómo los pies se hundían en el alquitrán blando, y cómo cada uno tenía la lengua en la boca del otro mientras él me daba una lección de beso ruso de la escuela Shklovsky.

Hacía dos años que nos conocíamos, y ahora sentía su tobillo en la pantorrilla y su estómago en las costillas.

—No me parece que eso de ser mi novia sea el fin del mundo —dijo.

Yo abrí la boca, pero no salió nada de ella. Siete lenguas se habían mezclado para traerme al mundo, y ahora me habría gustado poder hablar al menos una.

Pero no pude, y él se inclinó y me besó.

10. ENTONCES

Noté su lengua en la boca. No sabía si tenía que arrimar mi lengua a la suya o apartarla a un lado para dejarle el campo libre. Antes de que me decidiera, él retiró la lengua y cerró la boca, y yo, desprevenida, mantuve la mía abierta, lo cual parecía una equivocación. Pensé que eso podía ser el fin, pero entonces él volvió a abrir la boca y me pilló con los labios pegados. Cuando los despegué y saqué la lengua, ya era tarde porque él había vuelto a cerrar la boca. Al final nos salió bien, más o menos, porque los dos abrimos la boca al mismo tiempo, como si fuéramos a decir algo, y yo le puse la mano en la nuca como Eva Marie Saint a Cary Grant en
Con la muerte en los talones
. Rodamos por el suelo unos centímetros y su vientre quedó encima del mío, pero sólo un segundo, porque entonces mi hombro chocó con el acordeón. Yo tenía saliva en toda la boca y casi no podía respirar. Por la ventana pasó un avión en dirección al aeropuerto Kennedy. Su padre empezó a gritar a la madre.

—¿Por qué discuten? —pregunté.

Misha retiró la cabeza. Cruzó por su cara un pensamiento en un lenguaje que no entendí. Me pregunté si ahora cambiarían las cosas entre nosotros.


Merde
—dijo.

—¿Qué significa? —pregunté.

—Es francés. —Me recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y se puso a besarme otra vez.

—¿Misha? —susurré.

—Chist —hizo él e introdujo la mano debajo de mi camisa para asirme la cintura.

—No —dije, y me senté. Y añadí—: Me gusta otro. —Apenas lo dije ya me pesaba.

Cuando quedó claro que no había nada más que decir, me puse las zapatillas, que estaban llenas de arena.

—Mi madre debe de estar preguntándose dónde estoy —me justifiqué, aunque los dos sabíamos que no era verdad. Cuando me puse de pie hubo un ruido de arena esparciéndose por el suelo.

11. PASÓ UNA SEMANA Y MISHA Y YO NO NOS HABLÁBAMOS

Volví a leer
Plantas y flores comestibles de América del Norte
, para recordar viejos tiempos. Subí al tejado de nuestra casa para tratar de identificar constelaciones, pero había demasiadas luces. Bajé al jardín de atrás, donde estuve entrenándome en montar la tienda de papá a oscuras, cosa que hice en tres minutos y cincuenta y cuatro segundos, rebajando mi marca en casi un minuto.

Cuando terminé, me tumbé dentro y me puse a recordar todo lo que pudiera de papá.

12. LOS RECUERDOS TRANSMITIDOS POR MI PADRE

echad

El sabor de la caña de azúcar.

shtayim

Las calles de tierra de Tel Aviv, cuando Israel era todavía un país nuevo y, más allá, los campos de ciclamen silvestre.

shalosh

La piedra que tiró a la cabeza del chico que estaba pegando a su hermano mayor y que le valió el respeto de los otros niños.

arba

Comprar pollos con su padre en el moshav y verlos mover las patas después de que les cortaran el cuello.

hamesh

El sonido de barajar las cartas cuando su madre y sus amigas jugaban a la canasta los sábados por la noche después del sabbath.

shesh

Las cataratas del Iguazú, a las que viajó solo, con mucha fatiga y muchos gastos.

sheva

La primera vez que vio a la que sería su mujer, mi madre, leyendo un libro, sentada en la hierba del kibbutz Yavne, con unos pantalones cortos amarillos.

shmone

El canto de las cigarras por la noche, y también el silencio.

tesha

El olor del jazmín, el hibisco y la flor de azahar.

Eser

La blanca piel de mi madre.

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