En pleno desierto, Petra era un oasis creado por el hombre, plagado de palmeras y árboles frutales que adornaban y sombreaban las calles. Aunque apenas llovía, sus habitantes la habían convertido en un vergel gracias a un sistema de terrazas que se extendía por una zona enorme, mucho mayor que la ciudad. Dichas terrazas, excavadas en roca impermeable, recogían el agua de zonas muy amplias y la canalizaban mediante acequias, cisternas y conductos subterráneos. Como buenos habitantes del desierto, los nabateos eran unos genios de la economía del agua.
Mientras recorrían la ciudad vieron casas y templos de estilo helenístico construidos al aire libre, pero también moradas humildes e incluso mansiones excavadas en la piedra. En una de estas grandes grutas, a medias artificial y a medias natural, se hallaba el palacio real.
Cuando llegaron a la puerta, una fachada parecida a la de las tumbas pero no tan espectacular, Cleopatra se sorprendió al descubrir que no la recibía Malik sino su hermano menor, Avdat. Los conocía a ambos porque años antes, cuando aún vivía Auletes, habían visitado Alejandría como embajadores de su padre el rey Haritha, al que los griegos llamaban Aretas.
—¿Le ha ocurrido algo a Malik? —preguntó Cleopatra al ver que Avdat llevaba la corona real.
El nabateo sonrió, enseñando dos hileras de dientes torcidos y cariados. Cleopatra recordó que, aunque era bastante niña, había pensado en aquel entonces que Avdat era tan desagradable como simpático y apuesto su hermano Malik.
—Acompáñame y lo verás —dijo Avdat.
Cleopatra empezó a preguntarse si no se habría metido en una encerrona. Había un brillo de crueldad en la mirada de Avdat que le recordaba a su propio hermano, pero Ptolomeo era capaz de ocultarla mejor.
Dentro del palacio, recorrieron un pequeño laberinto de túneles hasta llegar a un pasillo excavado en la roca que terminaba en una pared sin desbastar en la que se apreciaban las marcas del pico. En el suelo había un enrejado de madera del que emanaba un olor fétido.
—Levántala —ordenó Avdat a uno de sus soldados. Debajo había un agujero oscuro y hediondo. El nuevo rey de los nabateos lo alumbró con una antorcha y le dijo a Cleopatra—: Ven, señora. Asómate.
Ella lo hizo con mucho cuidado, extendiendo la mano izquierda para que Apolodoro la sujetara, pues no se fiaba de las intenciones de Avdat.
Como se temía, aquello era un pozo negro, y el olor provenía de los excrementos y aguas fecales acumulados en el fondo.
—Ésta es la letrina real —dijo Avdat con una sonrisa que revelaba lo satisfecho que se sentía de sí mismo.
«Este hombre no está bien de la cabeza», pensó Cleopatra.
«Letrina real» era un nombre muy adecuado. Por una parte, tal como le explicó Avdat, era allí donde acudía siempre a aliviar el vientre, y no sólo él sino también sus principales dignatarios.
Por otra parte, era real porque allí abajo se encontraba el legítimo rey Malik, sujeto por una larga cadena a una argolla clavada en la pared y sumergido en miasmas y agua pútrida hasta la cintura. A Cleopatra le costó reconocerlo con aquellas mejillas demacradas y la barba y el cabello convertidos en un amasijo de mugre.
—¡Bastardo, hijo de perra! —gritó Malik desde abajo—. ¡No tendrás vidas suficientes para pagar por esto!
Al menos, Avdat se privó de hacer una demostración práctica de cómo humillaba a su hermano. Tomando a Cleopatra de la mano, tiró de ella y la sacó de allí. Mientras la llevaba al salón de banquetes donde se proponía agasajarla, le explicó que había sido él quien le mandó la carta en que la invitaba a visitar Petra.
—Espero que me disculpes por utilizar el nombre de mi hermano, mi señora. Todo lo que te he dicho sigue en pie. Te ayudaré a recuperar tu trono. ¡Yo también sé lo que es sufrir la crueldad de hermanos malvados!
Entraron en una sala alumbrada por cientos o tal vez miles de velas. Aunque de techo bajo, era tan grande que algunos rincones se perdían entre las sombras.
A partir de ese momento todo tomó el derrotero de una absurda pesadilla. Cuando quiso darse cuenta, Cleopatra se vio sentada con Avdat en una gran tarima cubierta de alfombras y mullidos cojines. Al otro lado de la cortina casi transparente que rodeaba aquel estrado, los cortesanos cenaban y bebían mientras cinco bailarinas se contoneaban al son de las flautas. Allí estaban también los soldados judíos y Apolodoro. Pero éste no tardó en caer borracho.
O drogado. Cleopatra se dio cuenta de que el vino dejaba un regusto raro. Al ver que Avdat se empeñaba en llenarle la copa él mismo escanciándolo de una jarra de plata, se dedicó a verterlo por detrás de un cojín cada vez que él se descuidaba. Sin embargo, aunque se resistiera al influjo del vino, le era imposible dejar de respirar, y el propio aire de la cueva también era una droga. El incienso que ardía en los pebeteros debía de estar mezclado con alguna hierba o resina que se subía directamente a la cabeza. Cleopatra no tardó en notar una extraña euforia. Empezaba a verlo todo doble y tenía la impresión de que la ropa la agobiaba.
Eso mismo debía de pensar Avdat, porque le metió la mano por debajo de la túnica y la palpó por encima de las rodillas. A Cleopatra se le escapó una carcajada. «¿Qué me pasa?», se preguntó. Estaba experimentando una extraña mezcla de sensaciones. Por una parte, Avdat la repelía, con aquella cabeza tan pequeña, los dientes desiguales y los ojillos que bizqueaban vidriosos. Por otra, el contacto de sus dedos la excitaba. Como si contemplara lo que le ocurría a otra persona, vio cómo los dedos de él soltaban los corchetes laterales de su túnica, se colaban bajo el lino y tocaban lo que ningún varón había tan siquiera rozado, la suave carne de sus pechos. Sus pezones se irguieron por sí solos, y Cleopatra cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, rendida como la víctima de un sacrificio.
—¡Mi reina egipcia! Tú reinarás en Petra y yo en Alejandría, y nos enterrarán juntos en una gran pirámide —susurró él en su oído.
La mano de Avdat cobró audacia y amasó ambos senos con lujuria. Pero al hacerlo, apretó también el escarabeo de Neferptah.
Cleopatra recordó su voto. No se trataba de un juramento baladí, pues había puesto por testigos a los monstruos y divinidades del tenebroso Duat.
«No romperé mi promesa por alguien que es tan poca cosa como tú, reyezuelo», pensó.
Pese al humo de los pebeteros, Cleopatra recuperó la lucidez de súbito. Al otro lado de la cortina, las bailarinas sólo conservaban puestas las perlas. Cuando algún comensal intentaba pellizcarlas, ellas lo esquivaban con donaire y sin perder la sonrisa, de modo que muchos desistieron y dedicaron sus esfuerzos a las camareras, a las que tumbaban entre los cojines y besuqueaban entre grandes risotadas. Los mercenarios de Cleopatra se habían sumado a la fiesta, tan ebrios que apenas se tenían en pie, y Apolodoro roncaba panza arriba.
Mientras a Avdat parecían brotarle tantas manos como a los míticos Hecatonquiros, Cleopatra pensó qué hacer. Por el bulto que abombaba la túnica del rey nabateo, sospechaba que no iba a tardar en intentar penetrarla. Esta vez no podía contar con Apolodoro para que la sacara del apuro. Estaba pensando en recurrir a la daga que solía llevar debajo de la ropa cuando Avdat, palpando entre sus riñones y sus nalgas, la encontró.
—¡Qué bonito cuchillo! ¡Me encanta el gusto de mi reina! —exclamó, poniéndose aún más bizco para examinar las turquesas de la empuñadura. Después arrojó el arma a un lado y volvió a concentrar sus atenciones en el cuerpo de Cleopatra.
La joven echó una mirada hacia la daga. Quizá, si rodaban un poco sobre los cojines, podría recuperarla. Pero entonces, ¿qué? Apuñalar a un rey en su palacio no parecía la mejor manera de salir del apuro. ¿Cómo iba a justificarlo?
Los judíos tenían un dicho: «Quien a hierro mata a hierro perece». Puesto que Avdat intentaba drogarla con el vino y con las hierbas que ardían en los incensarios, ella recurriría a su propio fármaco.
Cleopatra había comprobado que incluso de las peores experiencias se aprendían cosas útiles. Cuando su tío Horemhotep intentó sedarlas a Arsínoe y a ella para luego decapitarlas, Cleopatra tomó nota del procedimiento. No sólo era posible aprovecharlo, sino incluso mejorarlo, ya que ella poseía encantos que le faltaban a su tío y que podían alejar los ojos de la víctima de lo que hacían sus dedos.
Mientras Avdat la besuqueaba en los hombros, le soltaba el pelo y le olisqueaba los cabellos, Cleopatra pulsó el resorte que abría la piedra de uno de sus anillos. La lengua de su gato Rom o incluso la de un perro callejero le habrían resultado más agradables que la del nabateo lamiendo su cuello, pero se dejó hacer mientras vertía un polvo oscuro en su copa.
Aquel polvo era un extracto de hojas que ella misma había preparado en el laboratorio donde a ratos trabajaba con tóxicos y a ratos con perfumes y cosméticos. Carmión solía regañarla diciendo: «Señora, si no tienes cuidado, cualquier día vamos a encontrarte tan muerta como a tu abuela». Pero Cleopatra era muy meticulosa y actuaba con cautela con lo que tocaba o incluso respiraba.
Después de echar el veneno en la copa, Cleopatra fingió beber de ella y se la tendió a Avdat.
—Toma, mi señor. Disfruta de los placeres de Dioniso antes de pasar a los de Afrodita.
Aquella referencia a la mitología griega debió de parecerle al nabateo el colmo del refinamiento, porque la celebró con grandes carcajadas y agitando los brazos. «Que no tire el vino, por favor», pensó Cleopatra, y se dijo que para otra ocasión le convendría cargar de veneno dos anillos o incluso tres. Por suerte para ella, que no para él, Avdat apenas derramó una gota y se bebió la copa entera de una larga tragantada. Sólo entonces la dejó caer y volvió a abrazar a su invitada.
Gracias a sus estudios, Cleopatra había deducido que Horemhotep había envenenado a Neferptah con belladona, lo que explicaba sus pupilas dilatadas y las alucinaciones en que se veía a sí misma rindiendo cuentas ante Anubis. Pero ella pensó que podría llegar el momento en que necesitara algo más rápido. En el tratado de Mitrídates había leído sobre la dedalera. El rey del Ponto machacaba sus hojas y las mezclaba con la bebida de los cortesanos de los que se quería liberar, pero normalmente lo hacía poco a poco para matarlos por efecto acumulado. Cleopatra había sometido a la planta a procesos más refinados hasta conseguir un extracto muy concentrado. Sin embargo, aún no había comprobado su eficacia.
De momento, la droga no parecía surtir efecto. Cada vez más excitado, el nabateo agarró la mano de Cleopatra y trató de llevársela a la entrepierna. Ella la apartó: no quería que el recuerdo de su primer contacto con un miembro viril fuera ése.
—Por favor, debes ser tierno y paciente conmigo —suplicó con voz mimosa—. Es la primera vez.
—¿De veras que una reina tan bella y encantadora como tú es virgen? —preguntó Avdat.
El nabateo no podía creer su buena suerte. De pronto se llevó la mano al pecho y dijo:
—Por Astarté, apenas resisto la emoción. Yo...
—¿Te encuentras mal?
Avdat soltó a Cleopatra y se llevó la mano a la boca como si sintiera arcadas. Cleopatra, temiendo que vomitara el veneno, lo tumbó boca arriba.
—Así te encontrarás mejor.
—Yo... Los latidos... Siento algo raro aquí dentro...
Avdat se clavó los dedos en el pecho, arqueó el cuerpo y de pronto, con un último estertor, se quedó quieto con los ojos en blanco. Cleopatra se acercó a él. No respiraba, y tampoco le encontró pulso en la muñeca ni el cuello.
La dedalera había funcionado.
Muerto Avdat, Cleopatra en persona se encargó de que el visir que había participado en la conjura para deponer a Malik sacase a éste de la letrina.
—Yo lo convenceré de que te perdone —le dijo Cleopatra.
—Confío en tu protección, señora —respondió el visir.
Cuando se asomaron a aquella nauseabunda mazmorra y el visir rogó a su señor que lo perdonara, Malik accedió, y juró respetar su vida poniendo por testigos a Lilith y otros demonios infernales semitas.
Como se temía Cleopatra, Malik no respetó su palabra, y apenas se vio libre, sin tan siquiera tomar un baño, ordenó estrangular al visir y a otros quince implicados en la conjura contra él. Después le dijo a Cleopatra que estaba dispuesto a ayudarla en la guerra contra Ptolomeo del mismo modo que ella lo había salvado de su hermano. Cleopatra, por si acaso, no reconoció ante nadie que había envenenado a Avdat, y todos pensaron que había muerto de un ataque de apoplejía. Algo no demasiado sorprendente en alguien que bebía vino puro todos los días hasta desplomarse borracho.
—Lo mejor, mi querida Cleopatra —dijo Malik—, es que sellemos nuestra amistad y alianza con un pacto matrimonial.
—Tienes razón —respondió ella.
Por supuesto, Malik estaba pensando en la propia Cleopatra. Pero ella tenía una candidata mejor, Arsínoe. Cuando Malik la conociera, sin duda quedaría tan arrebatado por su belleza como todos los que la veían por primera vez.
Y Cleopatra tendría un poderoso aliado en la guerra contra su hermano.
Dirraquio
—¡Traedme mis armas, hijos de un lémur leproso!
Mediada la tercera guardia de la madrugada, Casio Esceva salió de la enfermería completamente desnudo. Alumbrado por las antorchas, con el cuerpo cubierto de vello blanco y cicatrices, sus enormes músculos y un pene largo como una salchicha columpiándose a los lados, era todo un espectáculo. Detrás de él corría un enfermero con aguja y un hilo enhebrado en la mano para terminar de remendarle la herida que se le había vuelto a abrir en el hombro.
Furio le salió al paso.
—Centurión, deberías volver ahí dentro.
—¿Qué pasa, optio? ¿Crees que te nombré para que me arrebataras el mando?
—Claro que no, señor.
—¡Vamos a machacar la cabeza a esos cabrones, y cuando se trata de machacar no hay mano como ésta! —exclamó Esceva apretando el puño.
—Pero tienen que darte el alta —insinuó el enfermero a su espalda.
Esceva se volvió y agarró al infortunado por el cuello.
—¿A qué esperas para firmármela tú, matasanos?
—Yo no puedo hacerlo, señor —jadeó el enfermero—. Tiene que ser el jefe médico.
—¡Pues vete a buscarlo ahora mismo y vuelve con el alta firmada!
—Pero no querrá hacerlo si él mismo no te examina...
Harto de discutir, Esceva le dio la vuelta al enfermero, lo levantó en vilo agarrándolo de la espalda y del fondillo de la túnica y corrió unos metros con él, hasta que al final terminó de propulsarlo con una patada en el trasero. El enfermero dio varios trompicones, pero de algún modo consiguió mantener el equilibrio y salió a toda velocidad a cumplir la orden.