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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

La hija del Espantapájaros (2 page)

BOOK: La hija del Espantapájaros
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—Deben estar tontos. Sé leer y escribir. Y también sé aritmética, más de lo que esos cabezotas creen.

—Vamos, vamos… —dijo tía Adina suavemente—. Hay que aprender más cosas. Ya tienes doce años.

—Precisamente: soy demasiado mayor para ir a la escuela.

—No, cariño… Cada vez hay más cosas que aprender.

—Bobadas que no sirven para nada.

—No, no… No debes hablar así…

Tía Adina hizo un gesto con la cabeza, preocupada, y su voluminoso moño se balanceó.

—Estoy de acuerdo contigo en que esa gente hace cosas extrañas. Por ejemplo, lo poco que se ocupan de enseñar los salmos. ¡Y no hablemos del catecismo! No sé adonde iremos a parar. En mis tiempos…

—Claro, es lo que yo digo: son unos zoquetes.

Loella descargó su puño sobre la mesa.

—¿Qué quieren? ¿Que nos pasemos la vida en el colegio? ¡Bonito plan!

Tía Adina no contestó. Tenía hilo y aguja en la mano y zurcía unos pantaloncitos. De vez en cuando miraba a Loella por encima de sus gafas. Suspiró y luego dijo gravemente:

—¿Has estudiado los versículos?

Loella asintió con la cabeza.

—A ver…

Loella, obediente, recitó un himno tras otro sin vacilar. Tía Adina dejó su labor y unió las manos, mientras sus labios, devotamente y en silencio, articulaban las archisabidas palabras.

Luego pidió a la niña que repitiera los Diez Mandamientos, lo que ella hizo con la misma seguridad. Tía Adina estaba triunfante.

—Si vienen y te preguntan sobre estas cosas, los dejarás con la boca abierta —dijo, pero añadió suspirando—. Aunque puede que no se preocupen de las Escrituras, porque son un montón de paganos. Tienen otras ideas, por desgracia.

—Sus ideas me importan un comino —dijo Loella— y se van a enterar en seguida.

Tía Adina volvió a suspirar.

—Es fácil decirlo, pero ellos tienen la ley de su parte.

—¿Y qué? Yo te tengo a ti de mi parte. No se van a salir con la suya…

—¿Y qué ayuda puedo ser yo? Una vieja tonta…

—La única persona sensata en todo el mundo. Tendrán que metérselo en la cabeza, quieran o no.

Tía Adina había terminado el remiendo. Dobló con cariño las ropitas y se incorporó, apoyándose pesadamente en la mesa. La lámpara iluminaba sus gruesas y rojas manos, pero su cara quedaba en la sombra. Su voz sonó algo ronca cuando dijo:

—Hazme caso y vente con nosotros la semana próxima, querida… No tengas miedo de David. Mi marido es muy bueno, aunque parezca que se le ha comido la lengua el gato y no tenga tantas ideas como yo.

Miró a Loella, que permanecía quieta.

—En el desván hay dos bonitas camas para los niños —continuó suplicante—. Hace mucho tiempo que esos cajones se les han quedado pequeños. Tendréis una habitación para vosotros solos. Será estupendo. Ni te imaginas lo bien que estaremos.

Loella también se puso de pie y se quedó quieta en el círculo de luz de la lámpara. Estaba pálida y sacudió violentamente la cabeza.

—Si mamá viene y no nos encuentra se quedará muerta en el sitio.

Tía Adina no pudo contenerse y refunfuñó:

—Si es que no se ha muerto ya… —pero en seguida añadió en tono más tranquilo—: Quiero decir que ella debe comprender que no podéis seguir viviendo solos aquí. Creo que le gustará mi idea. Además, todos sabrán dónde encontrarte. Se lo dirán en cuanto llegue, no te preocupes. Y ella vendrá a buscaros. Así tú podrías ir a la escuela y nos ahorraríamos muchos disgustos.

Loella miró a la luz y no contestó.

—Ahora tengo que irme, pequeña, antes de que la noche se ponga más oscura que la boca de un lobo… Pero deberías hacer lo que te digo. Piénsalo, al menos por los niños.

Se puso las botas de goma, el abrigo, y, ya a punto de marcharse, en la puerta, dio un rápido abrazo a Loella.

—Piénsalo.

—Sí.

Había dejado de llover, pero soplaba un fuerte viento. Vieron cómo las nubes se perseguían unas a otras sobre una luna inmóvil.

—He puesto en la despensa un poco de mantequilla, un bote de miel y unas cuantas cosas más. Bueno, ya lo verás tú misma… —exclamó tía Adina antes de desaparecer en el viento.

Loella se quedó todavía un momento mirándola, hasta que su silueta se desvaneció como una sombra entre todas las que poblaban el bosque.

Respiró profundamente y elevó la vista al cielo…

Luna, viento, soledad sobre la cabaña; como siempre. Se refugió en el calor de la casa y cerró la puerta. No tenía miedo; pero sí el sentimiento de algo solemne.

Se acercó a la ventana y permaneció allí, de pie. La luna la miraba, secreta, curiosa. Ella también la miró, maravillada. La luz de la luna…

Un búho chilló. Una y otra vez el búho chilló.

Capítulo 2

UN viejecito vivía en el bosque, aún más lejos que Loella; se llamaba Fredrik Olsson. Tenía unos noventa años y no le gustaba la gente, o al menos eso se decía. Quizás no fuera tan malo como también se decía; pero lo cierto es que prefería estar solo. Hablar consigo mismo y no con los demás. Es lo que le suele ocurrir a la gente que ha vivido sola siempre.

Cuando se encontraba con alguien, hacía como que no lo veía; y si alguien subía hasta su pequeña cabaña, tenía la habilidad de desaparecer como por arte de magia. Conseguir hablar con Fredrik Olsson era prácticamente imposible.

Y no es que le pasara nada extraño. Al contrario, tenía una salud excelente y era tan ágil como un muchacho de veinte años. Trabajaba en el bosque y todos los días iba al pueblo a comprar el periódico y la leche. Al mismo tiempo pasaba por el correo para recoger las cartas de Loella, si es que tenía alguna. Era muy servicial, siempre y cuando no tuviera que hablar con nadie.

Por esa razón no llevaba el correo a casa de Loella. Prefería dejárselo a Papá Pelerín.

Cerca de la cabaña de Loella había un claro bastante grande cubierto de matas de frambuesas. En verano, sus ramas se cargaban de las frambuesas más gordas y dulces. Para protegerlas —no tanto de los pájaros como de la gente— Loella había plantado un espantapájaros justo en el centro del matorral.

Había encontrado un montón de ropa vieja de hombre en la buhardilla, la que su padre usaba cuando aún vivía con ellos. Pensando que debían servir para algo, tuvo la idea del espantapájaros o el espanta-gente, como ella lo llamaba. Se ocupaba mucho de él. De vez en cuando le cambiaba la ropa y procuraba remendar aquellos andrajos lo mejor que podía.

Lo llamaba en secreto Papá Pelerín. ¿Por qué precisamente Pelerín? No se sabía. El apellido de su padre era Persson, el de su madre, Nilsson; pero a ella le gustaba llamarse a sí misma Loella Pelerín, simplemente porque le sonaba bien.

A veces Papá Pelerín llevaba una chaqueta marrón y pantalones a juego; otras, un abrigo entallado. Y aunque tenía una colección de sombreros, casi siempre llevaba uno de ala muy ancha. También tenía un traje bueno, negro, con rayitas finas y enormemente ancho de espaldas, que usaba los domingos, días de fiesta y en el cumpleaños de Loella.

Cuando llovía estaba cubierto con una gran tela negra plastificada y lo menos que se puede decir es que le daba un aspecto terrorífico. Si soplaba el viento y empujaba el impermeable, parecía un fantasma negro, amenazador, capaz de poner los pelos de punta al más pintado.

Al pasar por allí, Fredrik Olsson ponía el correo de Loella en uno de los bolsillos de Papá Pelerín. Y si las cartas eran pocas y llegaban muy de tarde en tarde, como solía suceder, Loella igual encontraba algo en el bolsillo: una bolsita de caramelos o una pastilla de chicle. Porque Fredrik Olsson había descubierto, nadie sabe cómo, la gran debilidad de Loella por el chicle y los dulces.

A cambio, ella le guardaba los sellos de las cartas de su madre, que podían ser de cualquier país, y los ponía en el bolsillo de Papá Pelerín. Porque Loella se había enterado —tampoco se sabía cómo— que Fredrik Olsson coleccionaba sellos de países extranjeros.

Aunque había más de una legua entre sus dos cabañas, eran los vecinos más próximos. Buenos vecinos. Cada uno era el amigo invisible del otro.

Pocos días después de la última visita de tía Adina, Loella recibió una carta. Desde bastante lejos vio el gran sobre marrón asomando por el bolsillo de Papá Pelerín. Con el corazón palpitando fuertemente, corrió a buscarla.

¡Era de mamá! Y con matasellos de Gotenburgo. Eso quería decir que estaba cerca de casa.

Loella abrió el sobre y de él cayó un pañuelo de seda grande, cuadrado, con dibujos de bonitos colores sobre fondo rojo. Debajo de cada dibujo ponía Londres, París, Nueva York, Madrid, Berlín, Roma. Era precioso. No podía dar crédito a sus ojos. ¿Mamá se habría hecho rica?

Leyó de prisa la carta. Era larga, como todas las de mamá. Había tanto que leer… Sus ojos volaron sobre las líneas… buscando… preguntándose si… Hablaba del mar y del tiempo y de los sitios donde había estado en los últimos meses. Había cambiado de barco en Londres; el nuevo barco era más pequeño, pero el capitán era mejor. El pañuelo lo había comprado en Amsterdam; también los había azules, pero ella había preferido el rojo. Habían tenido una tormenta que había durado cuatro días en el Mar del Norte, el barco se movía muchísimo, pero por suerte no había pasado nada malo…

Los ojos de Loella volaban sobre las páginas…

De arriba abajo; ansiosa; pero no decía nada de cuándo vendría. Se puso de mal humor leyendo, ausente; los pensamientos se amontonaban en su cabeza. Mamá decía tantas cosas sin importancia… Ah, sí, ahí debe estar… Y efectivamente, en la última página encontró la información que buscaba.

… Como ves, ahora estamos en nuestro viejo Gotenburgo, y todo está más o menos igual que siempre, me parece, y como recordarás ya hace bastante tiempo que no había pasado por aquí en los últimos viajes con el capitán Bengtsson. Te aseguro que se me hace muy raro estar tan cerca de vosotros y no veros. Pero tú, querida hijita, no debes pensar que no echo de menos a mis pequeños y a nuestro hogar, porque eso es lo que siento a cada momento del día; para mí también es muy duro no estar con vosotros, no creas otra cosa. Pero cuando se tiene la oportunidad de ir a América no se puede desperdiciarla. Allí es donde hay dinero, montones de dinero. ¿No te he dicho siempre que un día seríamos ricos? Parece que ese día ha llegado por fin. Me pagan el viaje y he conseguido un trabajo realmente bueno con una familia noble, de verdad. ¿Te imaginas? Una familia riquísima y excelente de Estocolmo que va a pasar un año en los Estados Unidos y me han dado el empleo porque sé inglés y querían una persona que lo hablara. No tendré tiempo de ir a casa porque el barco sale mañana. He escrito a mi antigua amiga Agda Lundkvist y ella se hará cargo de los niños. Pero a ti no te puede tener, Loella. Esto me tuvo muy preocupada, pero ahora Agda lo ha arreglado todo para que tú vayas al Hogar de los Niños de la ciudad. Después de todo, sólo será por poco más de un año. Está muy cerca de la casa de Agda y puedes ir allí cuando quieras. Agda me ha prometido ir uno de estos días a buscarte en coche. Piensa que sólo será por un año. Hasta puede que yo vuelva antes, para el verano, cuando el cuco canta en el bosque. ¿Quién sabe? Entonces tendrás muchos regalos, todos los que quieras. Así que sé buena chica y pórtate bien en el Hogar de los Niños para que hagas quedar bien a tu madre, que siempre piensa en lo que es mejor para vosotros. Todo el cariño y los besos de

MAMA

P.D.—Cuida bien el pañuelo para que lo puedas lucir cuando vayas a la ciudad. Es de pura seda artificial. Más besos.

Loella estaba aturdida. La carta temblaba en su mano. El pañuelo había caído al suelo.

La desilusión la hacía sentirse como vacía. Como si el viento la hubiera traspasado rompiéndolo todo en su interior. No había ni un pensamiento en su cabeza ni una emoción en su cuerpo.

No se podía mover.

El sol brillaba débilmente. Todos los colores, excepto los negros, parecían desteñidos. El aire era frío, tranquilo, transparente. Los árboles se erguían desnudos, inmóviles. Y el silencio era total, como si todos los sonidos hubieran muerto para siempre. Como si ese fuera el último día del mundo.

Entonces, de repente, la parálisis dejó de agarrotarla. Su sangre volvió a fluir de nuevo. Y sus mejillas se pusieron rojas y calientes. No de rabia. Le hubiera gustado, pero no estaba indignada.

Lo único que sentía era vergüenza. No podía explicárselo, pero la vergüenza la inundaba hasta ahogarla. Estaba avergonzada. Avergonzada. Por el pañuelo, por la carta. Y por… mamá. Avergonzada por todo.

Con mano firme rompió la carta en pedacitos y los echó al viento. Ató el pañuelo al cuello del espantapájaros.

Después se sintió igual que antes, en su estado normal. Recogió rápidamente unas ramas secas y corrió a casa. Se había convertido en una costumbre no volver nunca sin llevar unas cuantas. Así siempre tenía combustible a mano.

Pero poco después estaba de nuevo junto a Papá Pelerín. Traía el gran impermeable negro, lo envolvió en él y mirándolo fijamente dijo:

— Papá Pelerín, lo que tenemos que hacer ahora es asustar a una tal Agda Lundkvist para que nos deje en paz. Asustarla tanto que no le queden ganas de volver por aquí.

Luego añadió con una curiosa sonrisa:

—Los padres traen a los niños al mundo, pero yo te he hecho a ti, Papá Pelerín y… ¿sabes?… ahora me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de hacer también a mamá.

Capítulo 3

TÍA Adina se rompió una pierna la misma noche de lluvia en que visitó a Loella, cuando regresaba a su casa. Por eso no llegó a enterarse de que había recibido la carta. Y de todos modos no se hubiera enterado, porque Loella prefería no hablar de ella.

Otra cosa que tía Adina no llegó a saber es que Loella había estado a punto de aceptar su invitación, ya que no tenía objeto seguir esperando a su madre.

Tía Adina tuvo que ir al hospital a curarse la pierna. Tío David, el marido de Adina, se lo dijo a Loella con su tono lento y sombrío.

Llegó con un cesto de galletas y algunas latas, y otro lleno de huevos. Lo puso todo sobre la mesa y permaneció un momento callado, rascándose la cabeza y esforzándose por reunir sus ideas.

Por fin estuvo en condiciones de traducirlas en palabras.

—Bueno… Adina fue y se rompió la pierna cuando volvía corriendo a casa, la otra noche. Como caía semejante chaparrón… resbaló y se cayó. Yo mismo me la encontré ahí tirada. Así que la llevé derecho al hospital.

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