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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

La hija del Espantapájaros (15 page)

BOOK: La hija del Espantapájaros
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Cuando salió a la calle, la gente del Hogar no se había levantado aún. Era una hermosa mañana. Los últimos días habían sido cada vez más agradables. La ciudad parecía estar preparándose para una gran fiesta. Los árboles y las plantas del jardín estaban cubiertos de flores de brillante colorido.

Las casas de la gran calle comercial no tenían jardines, pero ese día estaban adornadas con banderas. Era el seis de Junio, fiesta nacional sueca.

Las tiendas todavía estaban cerradas y faltaban varias horas hasta que las abrieran. Y la gente dormía. La gente de la ciudad duerme hasta muy tarde, por bueno que sea el tiempo.

Como estaba de excelente humor, Loella fue bailando por la calle en dirección a la plaza.

Estaba vacía; sólo vio a un guardia que le dio la espalda y prosiguió su ronda, con paso tranquilo, hacia el puente.

¡Qué maravilla! ¡Sola en la ciudad, sola en la plaza! Entre filas de banderas colocadas en altas astas. El sol brillaba y las banderas ondeaban suavemente con la brisa de la mañana. Entonces se le ocurrió algo.

Justo en frente del Ayuntamiento había una antigua y hermosa fuente. La había admirado todos los días, durante las últimas semanas de primavera, pero nunca había tenido la suerte de estar junto a ella a solas. Era lo más notable que había visto en la ciudad. El agua que surgía de la oscura piedra era como plata purísima y sonaba al caer como un coro de campanas.

La fuente había estado silenciosa, como muerta, durante el invierno; pero al llegar la primavera el agua empezó a brotar. Y le pareció que, en la ciudad, esto era igual a lo que sucedía con los arroyos del bosque, cuando llegaba la primavera. Un agua que no estuviera prisionera en cañerías, sino corriendo viva, libremente, era tan poco frecuente allí, que le habían construido un monumento para bailar a su alrededor.

En el bosque Loella celebraba la llegada del buen tiempo bañándose en un arroyo. Ahora se le metió en la cabeza no abandonar la ciudad sin bañarse en la fuente. No era un capricho repentino. Desde la primera vez que la vio había planeado hacerlo.

Miró a un lado y otro. Nadie. Se quitó los zapatos, la falda y la blusa. En bragas y combinación, se zambulló en la fuente.

El agua estaba muy fría. Igual que la de los arroyos del bosque. Era estupendo sentir sobre su cuerpo el chorro plateado.

Había llevado la finísima pastilla de jabón. Se sentó en el borde de la fuente y se enjabonó los pies hasta que se cubrieron de una hermosa espuma. Luego los brazos y la cara. ¡Oh, qué maravilla! ¡Qué exquisito perfume!

Chapoteó en el agua y tomó una ducha poniéndose justo en medio del chorro. Y volvió a enjabonarse. De eso no se cansaba nunca. Por fin se enjuagó, cantando, riendo, dando saltos. Había olvidado por completo que no estaba en el bosque, sino en una plaza, en pleno centro de la ciudad, feliz y chorreando.

Su ropa interior y su pelo estaban empapados. Podía perfectamente estirarse del todo en la fuente y flotar. Ahora estaba justo debajo del chorro y sacudía los brazos como un pajarito mueve las alas cuando se baña.

Recordó la última vez que había imitado a un pájaro, en el tejado de su cabaña, para asustar a Agda Lundkvist y a su marido. Pero entonces era un pájaro triste y ahora era uno lleno de felicidad.

Sí, sentía exactamente como si se estuviera convirtiendo en un pájaro. ¿Acaso no iba a emprender el vuelo? Salió del agua, agitada y temblorosa, y algo la volvió bruscamente a la realidad. La sombra de un pájaro mucho más grande se proyectó sobre ella.

Era el policía. No lo había visto venir y ahora estaba a su lado, mirándola, pero no sintió miedo; sólo la alegría de estar viva. El parecía divertido.

—Chuí, chuí… —dijo Loella, imitando el gorjeo de un pájaro, mientras miraba el uniforme azul.

El policía la observaba como si no pudiera dar crédito a sus ojos. Era imposible saber si estaba enfadado o simplemente sorprendido.

—¡Chuí! —contestó con tono cortante y sarcástico—. Haga el favor de ponerse sus plumas, palomita, y vuele de aquí en seguida. Esto no es un baño público.

Se fijó en el agua de la fuente, que ya no estaba tan límpida como antes, y quitó un poco de espuma que había en el borde, refunfuñando.

Loella se puso de deprisa la blusa y la falda. No resultó agradable, con lo mojada que estaba su ropa interior. Mientras, el policía dijo:

—Un gatito salvaje, eso es lo que eres. Me acuerdo muy bien de ti.

Entonces ella se dio cuenta de que era uno de los guardias de la Noche de Walpurgis, el que las había acompañado a Mona y a ella al Hogar.

—¿Te vas a pasar todo el verano aquí, poniendo en peligro a la ciudad? —preguntó.

—Hoy mismo me voy a casa —dijo Loella—. ¡Adiós!

—¡Vaya! ¡Una buena noticia! —contestó el policía; pero ya no parecía tan severo.

Loella envolvió la pastilla de jabón en su precioso papel y salió corriendo. El sol calentaba mucho y la ligera brisa secó su cabello y su ropa.

Estaba satisfecha. Había dicho adiós a la ciudad. Podía dejarla sin la menor pena.

* * *

Después del desayuno, tía Svea llevó a Loella a la estación en su pequeño coche. Mona iba con ellas. De camino, recogieron a los mellizos en casa de Agda Lundkvist. Ella y su hijo Tommy querían ir también a la estación, pero no cabían en el coche.

Agda Lundkvist estaba desilusionada. Miraba ceñuda a Loella, casi como si la hiciera responsable de que el coche fuera tan pequeño, pero no le dijo nada. Sólo repitió, nerviosamente, que sentía no poder despedirse como hubiera querido de sus tesoritos, como llamaba a Rudolph y Conrad.

—Los pobres estarán muy tristes sin mí —añadió, esperanzada.

Pero Rudolph y Conrad no estaban nada tristes. La novedad de la situación los absorbía por completo. Los niños pequeños olvidan fácilmente. Ahora dedicaban todas sus gracias a Mona, que parecía emocionada. Se portaban con Agda Lundkvist, en aquel momento, igual que con Loella cuando abandonaron la cabaña.

Agda Lundkvist lo tomó muy a pecho. Intentaba en vano atraer su atención con mil triquiñuelas. Al ver que no lo conseguía, se echó a llorar recurriendo al apoyo de Tommy.

—Mi pobre hijito… tampoco te hacen caso a ti. Ya no te quieren, Tommy.

Pero Tommy brincaba de aquí para allá, tan regordete y feliz como siempre. ¿De qué hablaba su madre? Naturalmente que los mellizos le querían.

No, nada podía preocupar a Tommy. No dejó de brincar ni siquiera cuando el coche arrancó y su madre escondió la cara en el delantal. Era un niño feliz, como Rudolph y Conrad lo eran también, a su manera. Ahora estaban sentados en las rodillas de Mona, encantados con su pelo rubio, y dándole tirones mientras Mona chillaba y reía a pesar de que tiraban bien fuerte.

Una vez en la estación, Loella dio el pañuelo a tía Svea y los pendientes a Mona. A ella le regalaron un libro de versos elegido por tía Svea, un bolígrafo y un gran paquete de chicles que le compró Mona.

—Tienes para todo el verano —dijo Mona.

Luego se quedaron mudas las tres. Lo que querían decir ya lo habían dicho. Y lo que no se habían dicho, no era momento de decirlo ahora. Se limitaban a repetir las mismas cosas. No había nada que añadir. Todo el mundo ha pasado alguna vez por esta embarazosa situación.

El tren vino a liberarlas de ella. Por fin tenían algo de qué hablar. Corrieron con las maletas a lo largo del andén. Mona llevaba la de Loella, Loella la de los mellizos y tía Svea llevaba a Rudolph y Conrad. Por suerte encontraron un compartimento vacío.

Aunque el viaje no era muy largo, tía Svea les preparó bocadillos y una botella de limonada. Se despidieron. Mona y Loella tenían un nudo en la garganta, pero pretendían disimularlo.

Ahora tía Svea y Mona estaban en el andén y Loella había bajado la ventanilla. Hablaron vagamente de escribirse, bromeando. Mona aseguró que ella era incapaz; pero Loella le recordó que había prometido preguntar a su tía quién era el espíritu guardián de Loella y al menos para decírselo tendría que escribirle.

—Ya verás cómo es un campeón de carreras —dijo Mona.

—Vendrás a vernos si alguna vez vuelves a la ciudad, ¿no es cierto? —dijo Tía Svea.

Loella contestó sinceramente que no pensaba volver a la ciudad nunca más.

—Bueno… entonces iré yo a verte.

Loella dijo, también sinceramente, que le gustaría mucho. Mona debía ir con ella; pero que no se asustaran del espantapájaros que estaba entre las frambuesas. Lo había hecho sólo para que asustara a… El tren empezó a moverse y tía Svea no oyó lo que Loella estaba diciendo. Ella y Mona corrieron junto al tren.

—¿A quién tiene que asustar? —preguntó tía Svea.

—A mis enemigos.

El tren empezó a ir deprisa. Tía Svea saludaba y sonreía. Pensaba que era una suerte no encontrarse entre los enemigos de Loella.

Mona corría aún junto al tren.

—Te escribiré aunque sea unas líneas para decirte lo del espíritu. ¡Saluda al espantapájaros de mi parte!

—Abrazos para Maggie…

—Se los daré… ¡Buena suerte, niña!

—Adiós…

Mona y tía Svea estaban cada vez más lejos. Se iban haciendo pequeñas, pequeñas… hasta desaparecer.

Loella subió la ventanilla y se sentó con un niño a cada lado. Cerró los ojos y pensó que había hecho muy bien evitando tomar demasiado cariño a nada ni a nadie en la ciudad; ni siquiera a tía Svea o a la señorita Skog. No le hubiera resultado difícil, pero entonces las cosas hubieran sido más tristes ahora, en el momento de la despedida.

Un segundo después desenvolvía los bocadillos y los tres empezaron a comer con buen apetito.

Capítulo 22

MUCHO antes de llegar a la estación de Mosseryd, Loella y los mellizos ya estaban preparados para bajar. Ella se sentía mucho más contenta de lo que había estado últimamente. Todos sus sentidos estaban despiertos, alerta. Miraba con atención el paisaje que se deslizaba tras la ventanilla y tomó posesión de él.

Un pez fuera del agua: eso había sido ella en la ciudad; pero ahora volvía a su verdadero elemento.

El mundo de la ciudad había sido como un extraño sueño; un sueño bueno, quizás, para haberlo soñado, pero del que era agradable despertar.

Los bosques, a cada lado de las vías, se iban haciendo más densos. Pronto pudo ver la caseta amarilla de la estación. Asomaba en un claro, en medio de la masa verde de los árboles.

El corazón de Loella empezó a latir violentamente. Allá, bajo el viejo tilo, vio a Bella, el caballo de tía Adina, y el carro. Pero no pudo distinguir si el conductor era tío David o el hombre que vivía con Fredrik Olsson. No vio a nadie.

El tren se detuvo y alguien vino hacia ellos. ¡La propia tía Adina! Con su gran sombrero azul. Saltaron del tren directamente a sus brazos.

Tía Adina estaba tan emocionada que al principio no pudo decir ni una palabra; pero un minuto después ya hablaba tanto como de costumbre.

Un empleado bajó las maletas y en seguida el tren se puso en marcha y desapareció en la distancia. Loella se quedó mirándolo. Ahora sólo importaba el presente.

Lo primero que notó fue el increíble, maravilloso silencio que no existía en la ciudad. Había olvidado cuál es el sonido del silencio. El sonido del aire y el viento.

Abrió su maleta y sacó la rosa. Dio unos pasos de baile alrededor de tía Adina antes de colocarla en su sombrero azul.

—¡Dios mío! ¡Qué cosa tan bonita! —exclamó tía Adina, mirándose en una de las ventanas de la estación para juzgar el efecto—. Es como si tuviera un sombrero nuevo. Muchas gracias, pequeña.

Loella la observó encantada.

—Estás guapísima.

—¿Quién? ¿Una vieja como yo? —rió tía Adina mientras sujetaba bien la flor en el sombrero—. No… En la ciudad sí que debe de haber gente guapa.

Loella contestó tajantemente:

—¡Qué va! Allí no hay más que… gente de la ciudad.

Montaron al carro. Tía Adina dejó que Loella cogiera las riendas y ella se ocupó de los mellizos. Suspiró, satisfecha.

—Nunca sabrás cuánto he esperado este momento, pequeña… Tanto, que David tuvo que rendirse y dejarme que viniera a buscarte yo misma.

Loella chasqueó la lengua y Bella echó a andar. El carro crujía en su camino a través del hermoso paisaje de verano. El sol brillaba. A cada lado crecía una alfombra de hierba de un verde reluciente y sembrada de flores. El aire estaba lleno de zumbidos y trinos.

Al llegar al pueblo, Loella se puso de pie. Se metió un chicle en la boca y siguió así, bien erguida, para que todo el mundo la viera. Una sonrisa victoriosa jugueteaba en sus labios. No miraba ni a la derecha ni a la izquierda. Pero los demás sí la miraban. Podía sentir sus ojos sobre ella. Como hacía tan buen tiempo, la gente estaba fuera de sus casas y tía Adina saludaba a cada momento.

Loella llevaba la bonita blusa azul de América y el collar rojo. La miraban con la boca abierta. Chicos y grandes flanqueaban la calle del pueblo. Echó la cabeza hacia atrás y azuzó a Bella. Y oyó comentarios de sorpresa.

—¡Mira! La chica ha vuelto…

—¡Vaya elegancia…!

Pero nada más. Ni una vez aquello de Loella Malos Pelos.

Dejaron atrás el pueblo y se adentraron en el camino que llevaba derecho al bosque. El camino de vuelta al hogar. Loella se estremeció. El silencio, las sombras y «una lluvia tranquila de rayos de sol» entre los árboles.

Flor que nace en las estrellas,

Ardilla que canta a la luz de la luna…

Iré por el camino que atraviesa el bosque…

Ya estaba en casa, por fin.

Bella trotaba sobre la hierba. Subían una cuesta y las sombras eran cada vez más espesas. Se estaban acercando al matorral de frambuesas y el corazón de Loella empezó a latir violentamente. Recordaba la última vez que había pasado por allí. Era el mismo sitio donde el coche se quedó esperando para llevarla a la ciudad. Y recordaba cómo extendía Papá Pelerín los brazos hacia ella para protegerla.

Ya podía ver, un poco más arriba, el matorral. Estaba cubierto de flores. Y en seguida vería a Papá Pelerín con los brazos abiertos; pero ahora, para darle la bienvenida.

Miraba, miraba… ¡Ahora debía verlo! Ahora…

¡¡No estaba allí!! ¡¡No estaba en su lugar!!

Sorpresa, decepción y disgusto se reflejaban en su rostro cuando se volvió hacia tía Adina gritando:

—¡Tía Adina! ¡Papá Pelerín se ha ido!

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