La guerra del fin del mundo (10 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Vuelve a escarbar entre las ropas y el revólver y saca el único libro que hay en la bolsa. Es un ejemplar viejo, manoseado, de pergamino oscuro, en el que se lee ya apenas el nombre de Pierre Joseph Proudhon, pero en el que está todavía claro el título,
Systéme des contradictions,
y la ciudad donde fue impreso: Lyon. No consigue concentrarse mucho rato en la lectura, distraído por el bullicio de la feria y, sobre todo, por la traicionera impaciencia. Apretando los dientes, se esfuerza entonces en reflexionar en cosas objetivas. Un hombre al que no le interesan los problemas generales, ni las ideas, vive enclaustrado en la Particularidad, y eso se puede conocer, detrás de sus orejas, por la curvatura de dos huesecillos sobresalientes, casi punzantes. ¿Los sintió así, en Rufino? ¿La Maravillosidad se manifiesta, tal vez, en el extraño sentido del honor que muestra, en eso que podría llamarse la imaginación ética del hombre que lo conducirá a Canudos?

Sus primeros recuerdos, que serían también los mejores y los que volverían con más puntualidad, no eran ni su madre, que lo abandonó para correr detrás de un sargento de la Guardia Nacional que pasó por Custodia a la cabeza de una volante que perseguía cangaceiros, ni el padre que nunca conoció, ni los tíos que lo recogieron y criaron —Zé Faustino y Doña Ángela—, ni la treintena de ranchos y las recocidas calles de Custodia, sino los cantores ambulantes. Venían cada cierto tiempo, para alegrar las bodas, o rumbo al rodeo de una hacienda o la feria con que un pueblo celebraba a su santo patrono, y por un trago de cachaca y un plato de charqui y farola contaban las historias de Oliveros, de la Princesa Magalona, de Carlomagno y los Doce Pares de Francia. João las escuchaba con los ojos muy abiertos, sus labios moviéndose al compás de los del trovero. Luego tenía sueños suntuosos en los que resonaban las lanzas de los caballeros que salvaban a la Cristiandad de las hordas paganas.

Pero la historia que llegó a ser carne de su carne fue la de Roberto el Diablo, ese hijo del Duque de Normandía que, después de cometer todas las maldades, se arrepintió y anduvo a cuatro patas, ladrando en vez de hablar y durmiendo entre las bestias, hasta que, habiendo alcanzado la misericordia del Buen Jesús, salvó al Emperador del ataque de los moros y se casó con la Reina del Brasil. El niño se obstinaba en que los troveros la contaran sin omitir detalle: cómo, en su época malvada, Roberto el Diablo había hundido la faca en incontables gargantas de doncellas y ermitaños, por el placer de ver sufrir, y cómo, en su época de siervo de Dios, recorrió el mundo en busca de los parientes de sus víctimas, a quienes besaba los pies y pedía tormento. Los vecinos de Custodia pensaban que João sería cantor del sertón e iría de pueblo en pueblo, la guitarra al hombro, llevando mensajes y alegrando a las gentes con historias y música.

João ayudaba a Zé Faustino en su almacén, que proveía de telas, granos, bebidas, instrumentos de labranza, dulces y baratijas a todo el contorno. Zé Faustino viajaba mucho, llevando mercancías a las haciendas o yendo a comprarlas a la ciudad y, en su ausencia, Doña Ángela atendía el negocio, un rancho de barro amasado, que tenía un corral con gallinas. La señora había puesto en el sobrino el cariño que no pudo dar a los hijos que no tuvo. Había hecho prometer a João que alguna vez la llevaría a Salvador, para echarse a los pies de la milagrosa imagen del Senhor de Bonfim, de quien tenía una colección de estampas en su cabecera.

Los vecinos de Custodia temían, como a la sequía y a las pestes, a dos calamidades que cada cierto tiempo empobrecían al poblado: los cangaceiros y las volantes de la Guardia Nacional. Los primeros habían sido, al principio, bandas organizadas entre sus peones y allegados por los coroneles de las haciendas, para las peleas que estallaban entre ellos por asunto de linderos, aguas y pastos o por ambiciones políticas, pero luego, muchos de esos grupos armados de trabucos y machetes se habían emancipado y andaban sueltos, viviendo de la rapiña y el asalto. Para combatirlos habían nacido las volantes. Unos y otros se comían las provisiones de los vecinos de Custodia, se emborrachaban con su cachaca y querían abusar de sus mujeres. Antes de tener uso de razón, João aprendió, apenas se daba la voz de alarma, a meter botellas, alimentos y mercancías en los escondites que tenía preparados Zé Faustino. Corría el rumor de que éste era coitero, es decir que hacía negocios con los bandidos y les proporcionaba información y escondites. Él se enfurecía. ¿Acaso no habían visto cómo su almacén era desvalijado? ¿No se llevaban ropas y tabaco sin pagar un centavo? João oyó muchas veces a su tío quejarse de esas historias estúpidas que, por envidia, inventaban contra él las gentes de Custodia. «Acabarán por meterme en un lío», murmuraba. Y así ocurrió.

Una mañana llegó a Custodia una volante de treinta guardias, mandada por el Alférez Geraldo Macedo, un caboclo jovencito con fama de feroz, que perseguía a la banda de Antonio Silvino. Ésta no había pasado por Custodia pero el Alférez terqueaba que sí. Era alto y bien plantado, ligeramente bizco y estaba siempre lamiéndose un diente de oro. Se decía que perseguía bandidos con encarnizamiento porque le habían violado una novia. El Alférez, mientras sus hombres registraban los ranchos, interrogó personalmente al vecindario. Al anochecer, entró al almacén con cara exultante y ordenó a Zé Faustino que lo condujera al refugio de Silvino. Antes que el comerciante pudiera replicar, lo tumbó al suelo de un bofetón: «Lo sé todo, cristiano. Te han denunciado». De nada le valieron a Zé Faustino sus protestas de inocencia ni las súplicas de Doña Ángela. Macedo dijo que para escarmiento de coiteros fusilaría a Zé Faustino al amanecer si no delataba el paradero de Silvino. El comerciante, al fin, pareció consentir. Esa madrugada partieron de Custodia, con Zé Faustino al frente, los treinta cabras de Macedo, seguros de que caerían de sorpresa sobre los bandidos. Pero aquél los extravió a las pocas horas de marcha y volvió a Custodia para llevarse a Doña Ángela y a João temiendo que las represalias cayeran sobre ellos. El Alférez lo alcanzó cuando todavía estaba empaquetando algunas cosas. Lo hubiera matado sólo a él, pero también mató a Doña Ángela, que se le interpuso. A João, que se le había prendido de las piernas, lo desmayó de un golpe con el caño de su pistola. Cuando éste volvió en sí, vio que los vecinos de Custodia, con caras compungidas, velaban dos ataúdes. No aceptó sus cariños y con una voz que se había vuelto adulta —sólo tenía entonces doce años — les dijo, pasándose la mano por la cara sanguinolenta, que algún día volvería a vengar a sus tíos, pues eran ellos los verdaderos asesinos.

La idea de venganza lo ayudó a sobrevivir las semanas que pasó merodeando sin rumbo, por un desierto erizado de mandacarús. En el cielo veía los círculos que trazaban los urubús, esperando que se derrumbara para bajar a picotearlo. Era enero y no había caído gota de lluvia. João recogía frutas secas, chupaba el jugo de las palmeras y hasta se comió un armadillo muerto. Por fin, lo auxilió un cabrero que lo encontró junto al lecho seco de un río, delirando sobre lanzas, caballos y el Senhor de Bonfim. Lo reanimó con un tazón de leche y unos bocados de rapadura que el niño paladeó. Anduvieron juntos varios días, rumbo a la chapada de Angostura, donde el cabrero llevaba su rebaño. Pero antes de llegar, un atardecer, los sorprendió una partida de hombres inconfundibles, con sombreros de cuero, cartucheras de onza pintada, morrales bordados con abalorios, trabucos en bandolera y machetes hasta las rodillas. Eran seis y el jefe, un cafuso de pelos crespos y pañuelo rojo en el pescuezo, le preguntó riéndose a João, que arrodillado le rogaba que lo llevara consigo, por qué quería ser cangaceiro. «Para matar guardias», repuso el niño.

Comenzó entonces, para João, una vida que lo hizo hombre en poco tiempo. «Un hombre malvado», precisaría la gente de las provincias que recorrió en los siguientes veinte años, primero como apéndice de partidas de hombres a quienes lavaba la ropa, preparaba la comida, cosía los botones o escarbaba los piojos, luego como compañero de fechorías, luego como el mejor tirador, pistero, cuchillero, andador y estratega del grupo y, finalmente, como lugarteniente y jefe de banda. No había cumplido veinticinco años y era la cabeza por la que más alto precio se ofrecía en los cuarteles de Bahía, Pernambuco, Piauí y Ceará. Su suerte prodigiosa, que lo salvó de emboscadas en las que sucumbían o eran capturados sus compañeros y que, pese a su temeridad en el combate, parecía inmunizarlo contra las balas, hizo que se dijera que tenía negocios con el Diablo. Lo cierto es que, a diferencia de otros hombres del cangaco, que iban cargados de medallas, se persignaban ante todas las cruces y calvarios y, por lo menos una vez al año, se deslizaban en una aldea para que el cura los pusiese en paz con Dios, João (que se había llamado al comienzo João Chico, después João Rápido, después João Cabra Tranquilo y se llamaba ahora João Satán) parecía desdeñoso de la religión y resignado a irse al infierno a pagar sus culpas inconmensurables.

La vida de bandido, hubiera podido decir el sobrino de Zé Faustino y Doña Ángela, consistía en andar, pelear, robar. Pero, sobre todo, en andar. ¿Cuántos cientos de leguas hicieron en esos años las piernas robustas, fibrosas, indóciles de ese hombre que podía hacer jornadas de veinte horas sin descansar? Habían recorrido los sertones en todas direcciones y nadie conocía mejor que ellas las arrugas de los cerros, los enredos de la caatinga, los meandros de los ríos y las cuevas de las sierras. Esas andanzas sin destino fijo, en fila india, a campo traviesa, tratando de interponer una distancia o una confusión con reales o imaginarios perseguidores de la Guardia Nacional eran, en la memoria de João, un único, interminable deambular por paisajes idénticos, esporádicamente aturdidos con el ruido de las balas y los gritos de los heridos, rumbo hacia algún lugar o hecho oscuro que parecía estarlo esperando.

Mucho tiempo creyó que eso que lo aguardaba era volver a Custodia, a ejecutar la venganza. Años después de la muerte de sus tíos, entró una noche de luna, sigilosamente, al frente de una docena de hombres, al caserío de su niñez. ¿Era éste el punto de llegada del cruento recorrido? La sequía había expulsado de Custodia a muchas familias, pero aún quedaban ranchos habitados y aunque, entre las caras legañosas de sueño de los vecinos que sus hombres arreaban a la calle, João vio algunas que no recordaba, no exoneró a nadie del castigo. Las mujeres, niñas o viejas, fueron obligadas a bailar con los cangaceiros que se habían bebido ya todo el alcohol de Custodia, mientras los vecinos cantaban y tocaban guitarras. De rato en rato, eran arrastradas al rancho más próximo para ser violadas. Por fin, uno de los lugareños se echó a llorar, de impotencia o terror. En el acto, João Satán le hundió la faca y lo abrió en canal, como matarife que beneficia una res. Este brote de sangre hizo las veces de una orden y, poco después, los cangaceiros, excitados, enloquecidos, empezaron a descargar sus trabucos hasta convertir la única calle de Custodia en cementerio. Más todavía que la matanza, contribuyó a forjar la leyenda de João Satán que a todos los varones los afrentara personalmente después de muertos, cortándoles los testículos y acuñándoselos en las bocas (era lo que hacía siempre con los informantes de la policía). Al retirarse de Custodia, pidió a un cabra de la banda que garabateara sobre una pared esta inscripción: «Los tíos míos han cobrado lo que se les debía».

¿Cuánto había de cierto en las iniquidades que se atribuían a João Satán? Tantos incendios, secuestros, saqueos, torturas hubieran necesitado, para ser cometidos, más vidas y secuaces que los treinta años de João y las partidas a su mando, que nunca llegaron a veinte personas. Lo que contribuyó a su fama fue que, a diferencia de otros, como Pajeú, que compensaban la sangre que vertían con arrebatos de prodigalidad —repartiendo un botín entre los miserables, obligando a un hacendado a abrir sus despensas a los aparceros, entregando a un párroco el íntegro de un rescate para la construcción de una capilla o costeando la fiesta del patrono del pueblo—, nunca se supo que João hubiera hecho estos gestos encaminados a ganar las simpatías de la gente o la benevolencia del cielo. Ninguna de las dos cosas le importaba.

Era un hombre fuerte, más alto que el promedio sertanero, de piel bruñida, pómulos salientes, ojos rasgados, frente ancha, lacónico, fatalista, que tenía compinches y subordinados, no amigos. Tuvo, eso sí. una mujer, una muchacha de Quixeramobin a la que conoció porque lavaba ropa en casa de un hacendado que servía de coitero a la partida. Se llamaba Leopoldina y era de cara redonda, ojos expresivos y formas apretadas. Convivió con João mientras permaneció en el refugio y luego partió con él. Pero lo acompañó poco porque João no toleraba mujeres en la banda. La instaló en Aracati, donde venía a verla cada cierto tiempo. No se casó con ella, de modo que cuando supo que Leopoldina había huido de Aracati con un juez, a Geremoabo, la gente pensó que la ofensa no era tan grave como si hubiera sido su esposa. João se vengó igual que si lo hubiera sido. Fue a Quixeramobin, le cortó las orejas y marcó a los dos hermanos varones de Leopoldina y se llevó consigo a su otra hermana, Mariquinha, de trece años. La muchacha apareció una madrugada, en las calles de Geremoabo, con la cara marcada a fierro con las iniciales J y S. Estaba encinta y llevaba un cartel explicando que todos los hombres de la banda eran, juntos, el padre de la criatura.

Otros bandidos soñaban con reunir suficientes reis para comprarse unas tierras, en algún municipio remoto, donde pasar el resto de la vida con nombre cambiado. A João no se le vio guardar dinero ni hacer proyectos para el porvenir. Cuando la partida saqueaba un almacén o un caserío u obtenía un buen rescate por alguien que secuestraba, João, después de separar la parte que dedicaría a los coiteros encargados de comprarle armas, municiones y remedios, dividía el resto en partes iguales entre él y sus compañeros. Esta largueza, su sabiduría en el arte de preparar emboscadas a las volantes o de escapar de las que le tendían, su coraje y su capacidad para imponer la disciplina, hicieron que sus hombres le tuvieran lealtad perruna. Con él se sentían seguros y tratados con equidad. Ahora bien, aunque no les exigía ningún riesgo que él no corriera, no tenía con ellos la menor contemplación. Por quedarse dormidos cuando hacían guardia, retrasarse en una marcha o robarle a un compañero, los hacía azotar. Al que retrocedía cuando él había dado orden de resistir, lo marcaba con sus iniciales o le cercenaba una oreja. Ejecutaba él mismo los castigos, con frialdad. Y él también castraba a los traidores.

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