La gesta del marrano (69 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
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En sus años de cárcel ha conseguido confeccionar un plano imaginario de este laberinto y sabe que han instalado cepos, puertas falsas y corredores con abismos disimulados que engullen a los que intentan huir. Camina con sigilo, explora las irregularidades de la tierra, aparta unos arbustos pequeños y divisa la huerta que cultivan los esclavos del Santo Oficio. Es un cuadrado en el que respira la vida vegetal, sorda a los suplicios de las prisiones. El olor de las hortalizas embriaga. Acaricia la pulida piel de un tomate, lo oprime suavemente e imagina su color rojo cuando llegue el día; lo arranca, lo muerde y goza su sabrosa carne. ¿Cuánto hace que no toca una planta ni desprende su fruto? Avanza hacia los muros adyacentes. Su imaginación no le ha fallado: encuentra el pasillo por donde ingresan los negros a la huerta. Una languideciente antorcha instalada en el fondo le permite ingresar de nuevo en el laberinto. Hacia la izquierda han abierto un arco en el muro que conduce a las nuevas mazmorras. Francisco se pega al muro, no es más que parte del tizado revoque, pero sus manos perciben una vibración: alguien se acerca. Debe apurarse. Las sucesivas puertas son idénticas y elige una.

Muy despacio levanta la tranca. Entra, cierra tras de sí y hace gestos tranquilizadores a los dos presos que se levantan sobresaltados. Permanece en silencio con el índice cruzándole la boca, hasta cerciorarse de que nadie ha ingresado en el pasillo. Sólo se escuchan las ranas del patio interno. La quietud se hace material, gruesa. Francisco enciende un pabilo con su yesca. Les habla en voz susurrante, les transmite solidaridad. Los cautivos están pasmados, creen que son objeto de otro ardid del Santo Oficio: esta aparición nocturna pretende engañarlos como la vez anterior, para que confiesen. Y confiesan: uno dice que es bígamo y el otro es un fraile que contrajo matrimonio en secreto. Francisco se decepciona, porque no busca perseguidos de esta naturaleza, sino la gente que mandarán al altar de fuego por lealtad a sus convicciones. Sale al pasillo tenebroso y se arrastra en la dirección opuesta. Prueba en otra mazmorra. Dos hombres se sobresaltan también. Francisco se presenta. Dice llamarse
Eli
Nazareo
, a quien conocían como Francisco Maldonado da Silva. Eli es el nombre del profeta que combatió a los idólatras de Baal y significa «Dios mío» en hebreo; Nazir, Nazareo, es quien se consagra al servicio del Señor.

—Soy un indigno siervo del Dios de Israel —exclama con la autohumillación propia de su tiempo.

Los cautivos se miran entre sí y dudan. ¿Quién no está enterado de los espías y provocadores que contrata el Santo Oficio para quebrar su reticencia? No existen claves ni contraseñas garantizadas: el truco incluye frases en hebreo, referencia a festividades e historias conmovedoras; a veces los funcionarios tienen, para exhibir como prueba, un catálogo más grande de ritos que los mismos prisioneros y consiguen que éstos se entreguen sollozando gratitud. Francisco insiste en su carácter de prisionero. Su figura provoca un sagrado temor: tiene la barba larga con manchones grises y una cabellera partida al medio que desciende blandamente sobre los hombros. Evoca la imagen de Jesús avejentado. Es de elevada estatura, quizá exagerada por su delgadez. La nariz fuerte y los ojos penetrantes ayudan al tono persuasivo de Su voz. Uno de ellos, finalmente, dice que lo reconoce.

—¿Me reconoce?

Mueve afirmativamente la cabeza blanca. Es un anciano de edad indefinible. Lo invita a sentarse a su lado, sobre la cama revuelta. La piel de su rostro está arrugada como una nuez.

—Me llamo Tomé Cuaresma —se identifica.

—¡Tomé Cuaresma! —Francisco le aprieta las manos secas y frías—. Mi padre...

—Sí, tu padre —levanta los párpados hinchados de dolor—. Tu padre me conocía y te habló de mí, ¿verdad?

En el sector nuevo de las cárceles secretas estos dos hombres consuman su tardío encuentro durante el tramo profundo de la noche. Tomé Cuaresma es uno de los galenos más populares de Lima a quien Francisco, curiosamente, nunca había podido ver en persona. Su padre se había referido muchas veces a ese profesional incansable, a quien siempre recurren los nobles cuando deben hacer atender a uno de sus negros, aunque no lo reclaman para sí mismos por considerado poco refinado en su vestimenta y distante del ambiente universitario. En realidad, era el médico que asistía a los judíos secretos de la ciudad.

Francisco escucha la voz cavernosa del viejo que relata su fulminante arresto en la calle, cuando salía de la casa de un paciente. Lo asaltaron como ladrones del camino, le enrollaron una soga en torno a las muñecas y lo obligaron a trepar a un carruaje. El alcaide le hizo el interrogatorio de recepción y después lo encerraron en esta mazmorra junto a otra víctima, porque parece que no les alcanzan las celdas individuales. El otro reo se presenta, a su vez:

—Soy Sebastián Duarte.

—Cuñado de Manuel Bautista Pérez —completa Cuaresma—. Ese lazo de parentesco ya es un crimen para la Inquisición.

—¿De Manuel Bautista Pérez? —se asombra Francisco—. Tengo que verlo, hablar con el rabino.

—Me ha ordenado confesar todo —Sebastián Duarte abre las manos con resignación—. Y pedir clemencia.

Francisco no le cree.

—La confesión no tiene límites —replica molesto—: quieren datos y nombres y luego más datos y más nombres. Pedir clemencia es inútil: aumenta la soberbia de los inquisidores y no disminuye el sufrimiento de las víctimas.

Lo contemplan azorados.

—¿Esto sugirió Pérez? —insiste Francisco con vehemente incredulidad—. Lo habrá hecho bajo el imperio de las torturas... No vale.

—Intentó matarse —lo justifica su cuñado—, ha sufrido mucho.

—Mi padre pidió clemencia —cuenta Francisco—: pidió clemencia y fue reconciliado; pero con sanciones y la vestimenta del sambenito. Téngalo presente: ni la confesión borra nuestra culpa, ni la clemencia nos devuelve la libertad. Sobre nosotros pesan dos condenas y debemos elegir: una es la condena a recibir pasivamente las arbitrariedades del Santo Oficio. La otra es luchar contra el Santo Oficio hasta que Dios decida. No existe ya para nosotros otra libertad que la del espíritu. Conservémosla, defendámosla.

Tomé Cuaresma y Sebastián Duarte lo miran escépticos. Es una arenga irreal. Francisco les aprieta las manos, pronuncia el
Shemá Israel
y recita versículos del salterio. Los conmina a no rendirse. Con apasionamiento les recuerda cómo luchó Sansón contra los filisteos.

—Si de morir se trata, que a ellos no les resulte ligera nuestra muerte.

Apaga la llama, abre la puerta sigilosamente y se introduce en la celda vecina. Se repite el susto de los reos y los gestos tranquilizadores de Francisco. Uno de los cautivos cae de rodillas al confundido con Jesús.

—No soy Jesús —sonríe y lo ayuda a levantarse—: soy su hermano. Soy judío. Mi nombre es Eli Nazareo, siervo del Dios de Israel.

Los alienta a resistir, les recuerda que cada hombre tiene una chispa divina, que el Santo Oficio exhibe mucho poder pero no es todopoderoso.

—Los jueces son hombres y nosotros somos hombres. Somos iguales, somos sagrados.

Regresa al corredor donde la trémula antorcha languidece y se desliza hacia el patio interno. Decide celebrar el éxito de su escaramuza con otro jugoso tomate. Se arrastra hacia el muro y, adherido al paramento, avanza hasta la soga que aún cuelga de su ventanuco. Trepa ayudándose con los pies descalzos y las rodillas que se afirman en los nudos como le enseñó Lorenzo Valdés en su infancia. Antes de penetrar en el ominoso encierro llena sus pulmones con el aire de la noche. Saca el barrote que escondió entre los tirantes y lo reubica en su sitio. Es necesario ocultar las pistas de su acción para volverla a repetir. Ese hombre que estuvo cerca de la muerte por su descomunal ayuno, que irritó los nervios del Tribunal y no se dejó someter por los mejores eruditos del Virreinato, pone ahora en movimiento una oculta reserva de energía que sus guardianes no pueden siquiera imaginar.

No existe documentación que atestigüe el encuentro de Francisco Maldonado da Silva con el capitán grande Manuel Bautista Pérez. Ambos tienen la misma edad, aunque sus vidas, goces y suplicios no han cursado por el mismo andarivel. Sin embargo, llama la atención que Manuel Bautista Pérez súbitamente volviese a mandar mensajes a los cautivos ordenándoles retractarse de las confesiones extorsivas. Su cuñado Sebastián Duarte lee el texto en clave que le entrega un sirviente sobornado: contiene las mismas palabras pronunciadas noches atrás por esa fantástica aparición llamada Eli Nazareo: «no confesar ni pedir misericordia; defender nuestra libertad de creencia».

Eli Nazareo recorre las prisiones como el profeta Elías cuando visita la mesa pascual: casi invisible, como una maravillosa niebla. Si no hubiera discutido, escrito y resistido durante años, si todo su protagonismo se hubiera reducido únicamente a esta temeraria agitación, Francisco Maldonado da Silva habría satisfecho la duda que tenía con su historia y los principios de solidaridad. La analogía que trazó su padre entre un templo y la persona es puesta en práctica por este hombre que extrae oro de la adversidad.

A los inquisidores les fastidia que varios prisioneros empiecen a revocar sus confesiones porque, dicen, las hicieron bajo tortura. Deben repetir audiencias, convocar más testigos y movilizar calificadores, provocadores y espías que les arranquen la verdad escatimada.

Francisco es descubierto al atravesar la huerta. Un negro salta sobre él y pide ayuda a los gritos.

—¡Aquí!, ¡vengan!, ¡se escapa! —lo aferra con un brazo y con el otro intenta oprimirle el cuello.

Francisco se deja caer. De inmediato brotan del muro los ojos de otros guardias. Con un esfuerzo sobrehumano Francisco tironea los tobillos de su oponente, quien lanza una blasfemia y le descarga un puñetazo que se pierde en el vacío oscuro. El reo se escabulle hacia los matorrales ciegos mientras sus perseguidores chocan entre sí.

—¿Dónde está, carajo?

—¡Por ahí, se fue por ahí!

Francisco arroja un cascote a varios metros, para despistarlos.

—¡Allá va! —se abalanzan en dirección al ruido. Lanza otro cascote y se apresura hacia la soga. Empieza a escalar, le falta aire, le falta vigor.

—Tengo que llegar —se ordena mientras mira anhelante al alto ventanuco y derrama en manos y pies el resto de sus fuerzas.

—¡Quieto! —exclama un guardia colgándose de sus tobillos.

El prisionero ya no puede resistir, abre los dedos y se desploma sobre su captor. Es el fin de este capítulo.

El inquisidor Gaitán, con los puños cerrados sobre la ancha mesa, propone llevarlo inmediatamente a la cámara de torturas con el ansia de hacerla morir. Pero en el interrogatorio Francisco le deshace el plan. Fiel a su enojosa transparencia, reconoce en seguida lo sucedido porque, de todas formas, no podrá continuar su tarea: algunos presos han confesado y el alcaide muestra el barrote desprendido. El secretario labra su acta con el temor que produce la cercanía de los dementes; el largo texto es sintetizado más adelante en el informe que el Tribunal eleva a la Suprema
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El alcaide redistribuye prisioneros para desocupar una hermética mazmorra en uno de los fosos que se reserva para castigo. Es tan angosta que no cabe ni mesa ni escabel, sino un poyo donde tienden el colchón de Francisco y una vieja arqueta en la que amontonan el resto de sus pingajos. En lugar de ventanilla sólo existen tres agujeros por donde sólo pasaría una naranja por vez y cierta luz natural. La puerta tiene doble tranca, el corredor es vigilado noche y día por los ayudantes del alcaide y un abnegado fraile dominico tiene la obligación de visitarlo semanalmente para quebrarle la perseverancia, vigilar su alimentación y descubrir a tiempo algún nuevo delito en contra del orden y la fe. El prisionero sufre la severidad del encierro como si el nudo de la horca se cerrase en torno a la garganta. Le sofoca la falta de espacio y la vigilancia perpetua; aunque su olfato ya ha encallecido, se le hace intolerable la nauseabunda humedad de este pozo como si estuviera hundido en una sentina.

A pocas manzanas de la fortaleza, el arzobispo Fernando Arias de Ugarte resiste las tentativas de la Inquisición para llevarse a su capellán y mayordomo, sospechoso de haber cultivado la amistad de los principales judíos presos. El arzobispo había residido en La Plata, donde conoció a ese hombre reposado y confiable que luego de enviudar estudió teología, brindó elocuentes pruebas de devoción y se ordenó sacerdote. Es de origen portugués, vivió en Buenos Aires y Córdoba, labró una razonable fortuna y desea vivir y morir como cristiano. Se llama Diego López de Lisboa y había viajado en la misma caravana de Francisco Maldonado da Silva hasta la ciudad de Salta; ya entonces estaba decidido a borrar su memoria y asumirse como un cristiano pleno. Pero cuando se produjo la detención masiva de judíos, un grupo de agitadores reclamó en el atrio de la catedral que «arresten a ese judío». El aturdido anciano fue a refugiarse en su casa, pero la multitud se concentró ante las ventanas del arzobispo: «Eche Vuestra Señoría al judío de su casa.» El prelado resolvió protegerlo; no obstante, el bufón Burgillos, viendo entrar a Diego López de Lisboa en la iglesia llevándole la falda al arzobispo, se mofó con unas palabras que adquirieron popularidad en Lima: «Aunque más le agarres de la cola, la Inquisición te ha de sacar." Los inquisidores presionan ante el dignatario y piden que les entregue «ese sujeto, muy íntimo amigo de los más esenciales» ya en los calabozos. El prelado pone en riesgo su propia vida y honor: demora. Mientras, en el Tribunal se sustancian los juicios que desembocarán en el Auto de Fe de 1639. Los cuatro hijos de Diego López de Lisboa renuncian definitivamente al comprometedor apellido paterno y, desde entonces en adelante, firman León Pinelo
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Meses antes del acontecimiento con el que el Santo Oficio sacudiría al Virreinato, Isabel Otañez llega a Lima con varias cartas de recomendación y el asustado deseo de entrevistar a los señores jueces. Medrosa, recorre las interminables paradas de su vía crucis. Averigua ante la madre superiora del convento, se entrevista con dos familiares, por último se aventura hacia la plazoleta de la Inquisición. El severo edificio le arroja su aliento helado, y ella se paraliza ante la alta puerta. Se dirige a la guardia y pide audiencia; muestra las cartas, explica su desamparo. La hacen esperar. Debe volver al día siguiente, y al siguiente. Hace años que espera. Le sacaron el marido durante la noche, después se llevaron el dinero en efectivo, las pocas joyas, algunos muebles. Progresaba su embarazo y estaba sola con la pequeña Alba Elena y dos esclavos fieles. El teniente Juan Minaya, receptor local del Santo Oficio que arrestó a su esposo durante una pesadilla, volvió para llevarse otros muebles, dos cofres llenos de libros, instrumental quirúrgico y los cubiertos de plata. Nació su hijo varón, pero tenía prohibido intentar contacto alguno con su esposo. Impotente en el remoto Sur de Chile, llegó a desear que los feroces indios araucanos asaltasen la ciudad de Concepción y pusieran fin a su desgracia. No recibía noticias de Lima ni las habría de recibir: el comisario la ayudó a reconocer la granítica realidad de su tragedia: era preciso aceptar el golpe del cielo y acostumbrarse a vivir como un cactus en el yermo. Su marido difícilmente saldría en libertad y, de ocurrir, tendrían que pasar muchos años. Con el tiempo, no obstante, el mismo comisario se apiadó de la buena mujer. Había advertido que en la «
Carta de dote
» el finado Cristóbal de la Cerda había tomado precauciones en defensa de su ahijada: el dinero que él aportó para ella, así como el dinero que su futuro marido entregaba en la ocasión, probablemente no eran confiscables. Si los recuperaba desahogaría su apremio económico, podría criar mejor a sus dos hijos y esperar con más alivio el incierto retorno de su esposo. La fue preparando para asentar su reclamo en el único sitio del que obtendría fruto: Lima. Era engorroso costearse el pasaje y abandonar a los niños por muchos meses, pero en julio de 1638, con casi doce años de angustia, se aproxima al lugar donde tienen encerrado a su Francisco. ¿La dejarían verlo?, ¿hablarle? Se conformaría con escucharle la voz a través de una puerta cerrada, leer una hoja de papel con su letra menuda o mirarle un segundo el diamante de las pupilas. En Concepción la habían perseguido los malos sueños implacablemente, repitiendo la escena del arresto, pero después comenzaron a predominar las evocaciones agridulces, nostalgiosas, cuyos mordiscos no son menos dolorosos que las pesadillas. ¿Qué puede hacer para ayudarlo? Ya le han dicho y repetido y gritado: ¡nada! El Santo Oficio está en un lugar donde la voluntad o el deseo de los humanos no llega. Sólo cabe reclamar aquello que legalmente pudiera corresponderle y, rogando a Dios, esperar el milagro.

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