La fría piel de agosto (16 page)

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Authors: Julio Espinoza Guerra

BOOK: La fría piel de agosto
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Al cortar el agua brincó fuera de la bañera. Mojada, roja, se tiró sobre el colchón y se revolcó sobre la colcha. Se quedó un segundo indefensa, apoyada en sus pechos, dejándole toda la espalda libre a Andrés, como dándole permiso para que hiciera lo que quisiese. Pero no hizo nada. Al contrario, comenzó a vestirse.

Cuando se ajustaba el cinturón, ella lo miró, llorando. Antes de salir se sentó a su lado. Le acarició el rostro como si se tratase de un animal herido. Otro te habría matado, le dijo con frialdad. Se levantó, tiró cien euros sobre la cama y apagó el televisor.

 

 

 

 

Cuando salió por la puerta del hostal, notó la mirada del recepcionista quemándole la espalda. Pero Andrés bajó las escaleras con tranquilidad, pensando que había hecho bien, aunque el medio no fuera el más adecuado, ni siquiera el correcto. Ojalá no vuelva a la calle, pensó un tanto orgulloso de sí mismo. Pero no pudo evitar el calambre de placer que bullía por salir de su garganta y un pensamiento desagradable se le escapó de los labios: Tampoco estuvo tan mal. Se detuvo de golpe. Tampoco estuvo tan mal, cabrón de mierda, se dijo con rabia, sin aceptar que seguía siendo alguien que disfrutaba con el dolor de los otros.

Al llegar a Montera con Gran Vía miró hacia el portal donde la había encontrado. No estaba su compañera. Tampoco se asombró de que su lugar lo hubiese ocupado la rusa, que sonreía a los paseantes envuelta en sus pantalones negros y una camisa rosa. Se alegró de no haberla encontrado antes.

Dobló hacia la Puerta del Sol, llegó a Jacinto Benavente y salió a la Plaza Tirso de Molina. En medio estaban sus amigos de la mañana, pero no lo reconocieron. Bajó por la calle Lavapiés y llegó a su portal. Sin encender la luz, subió los peldaños saltando de dos en dos hasta su piso. Caminó hasta la cocina y comenzó a abrir los estantes. Encontró la botella de vodka abajo del lavaplatos, al lado del envase de lejía. La tomó, la destapó y bebió del gollete. Sudaba al recordar a la muchacha negra. Por un instante imaginó que podía haber sido Olga y se arrepintió del castigo. Pobre; estará de nuevo en el portal levantando clientes, pensó sin poder evitar que su pene se erectase. Bebió otro trago que raspó su garganta.

El cuerpo se le fue enfriando con el alcohol. Cuando quedaba media botella, sintió que retornaban los temblores a sus manos. Seguía pensando en la chica y ahora estaba seguro de que no debía haberlo hecho. No valían las justificaciones. Era un monstruo o algo peor: su camisa, su pantalón, sus gafas, incluso su calva, no eran más que una máscara para pasar inadvertido. Pero lo peor era que no sabía adivinar cuándo aparecería su lado más oscuro.

Dio un trago largo. Ya no podía controlar el temblor que ahora abarcaba todo su esqueleto. La noche comenzó a entrar en su piel. Miró la botella con ojos cristalinos. Allí, en su centro, la chica negra le comía la polla. Entonces agarró el cuello de la botella y la destrozó en el parqué. Los cristales golpearon contra su pantalón. Quedó un charco en la madera, que extendió aún más con el zapato al intentar quitar los fragmentos.

Con la botella también desapareció el recuerdo más inmediato de la mujer. Andrés se tiró en el sofá y pensó en Olga, en todas esas cosas que les venían sucediendo y en que a su lado, la culpa y la violencia desaparecían. Ayudarla era algo más que compasión. Al hacerlo lavaba las heridas propias, quedaba en paz, respiraba. Y era por eso que tenía que darle lo que ella pedía en silencio.

Recordó la caja de zapatos, las noticias, y supo lo que debía hacer. Buscó las llaves con la vista, primero en los cojines de alrededor y después sobre la mesa. Estiró el brazo y cogió las suyas y las de Olga, que tenía desde la mañana. No podía permitirse el lujo de dejarla sola de nuevo, había pensado entonces. Las contempló sobre su palma. Luego, se levantó y fue hasta su cuarto. Abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó otro juego. Volvió a mirarlos. Ahora los tres llaveros hacían una cadena. Pensó en Olga y en él, llaves de dos cerraduras distintas para abrir una misma puerta. Retornó al salón, entró al baño, las dejó sobre una de las estanterías. Se sacó las gafas y mojó su rostro, su cabeza, el cuello. Sin secarse, se puso nuevamente las gafas, tomó las llaves, las introdujo en uno de sus bolsillos.

Cruzó su puerta y se enfrentó a la de Olga. Abrió con la copia y avanzó a oscuras, evitando hacer ruido. Al pasar por el salón vio desde el ventanal la noche de Lavapiés cayendo sobre todos los cuerpos. Siguió caminando hasta llegar a la habitación. Se quitó la ropa y se introdujo en la cama. Con desesperación la buscó. Necesitaba lavar su cuerpo de la violencia no consentida, de la culpa. Pegó su piel a la de ella, buscó su sexo y comenzó a masturbarla. El tiempo pasaba en transcursos desiguales, como si se tratase de un déjà vu. Mientras la tocaba, se hacía más concreta la imagen de una tabla salvándole el pellejo en medio de la tormenta. Algo había en ese cuerpo castigado por el hambre de fortaleza no dicha. Al fin y al cabo, era una superviviente, como él.

Apenas se dio cuenta de que Olga había despertado. De pronto escuchó un Andrés, ¿qué haces?, y él, medio en el sueño, medio en la realidad, solo supo responder te amo. Con los ojos pegados en su sexo, siguió tocándola, intentando ir más lejos, fundirse en ella. Después se levantó, quiso irse, porque algo le escocía en los ojos: la realidad, que había desprendido la tabla de sus manos. No sigas, había dicho Olga, pero él había escuchado una orden antigua, una orden ante la que no cabían respuestas, solo obediencia. Allí, sentado en el colchón, solo vio los recuerdos escapándose de sus manos y después el calor de otra piel pegada a la suya, suplicándole que se quedara.

Lo demás había sido neblina: cuerpos que se entrelazaban, que disfrutaban en medio de la oscuridad. Andrés olía el aroma de las pieles bañadas por el sudor, tierra mojada, aceite; escuchaba los resoplidos, la urgencia del uno en la otra; la blancura de la sábana que se pegaba a ellos, que les raspaba las rodillas, los codos; los torsos entrelazados en un nudo. El movimiento de los cuerpos, los gritos rompiendo la oscuridad, retumbando más allá de las ventanas, de los árboles, de los rincones de Lavapiés, eran como la noche, translúcidos, semejantes al agua dentro de un vaso que se inclinaba de un lado al otro hasta caer en el silencio, en el sueño.

Abrió los ojos cuando aún estaba oscuro, pero la lucidez después de la borrachera lo despabiló totalmente. Sin hacer ruido, se deslizó del colchón, cogió su ropa, sus zapatos y cruzó el umbral. En el salón se vistió entre movimientos ágiles y la excitación que le provocaba pensar que por fin Olga conocería el hombre que era. Cuando ya estuvo listo, buscó la copia de las llaves de su piso en el bolsillo y las miró un instante sobre su mano. Resplandecían. Como si se tratara de un diamante, aunque más bien se trataba de un cepo, las dejó sobre la mesa y salió.

 

 

 

 

Cerró la puerta a sus espaldas, respiró el aroma sobrecargado a pinturas y aceites de su piso y se sintió libre. El peso que cargaba sobre los hombros de pronto había desaparecido, aunque la culpa seguía aleteando en su pecho. Recordó la noche, la chica negra, el castigo, que también era un castigo a sí mismo o por lo menos así lo quería imaginar. Se desnudó con parsimonia en el centro del salón, dejó su ropa sobre el sofá y avanzó a su cuarto. Bajó las persianas y se tiró sobre la cama deshecha. Pero no pudo dormir.

Se levantó y cogió uno de los tantos bastidores en blanco que tenía. Lo puso en el atril y comenzó a pintar. No pensaba. No sabía lo que hacía. Solo depositaba manchas de colores sobre la tela. Después de cuatro horas se detuvo. Ya no sentía nada. Se alejó del atril. Las pinceladas podían ser cuerpos o no. Pero la silla estaba en el centro de todo, de nuevo. Por primera vez no le preocupaba. Se sintió cansado. Supo que podría descansar tranquilo.

Dejó los pinceles, la paleta y los óleos a un costado, caminó de nuevo a su habitación y se arrojó sobre la cama. Cayó en un sueño tranquilo, profundo. La pintura y la llave que había dejado sobre la mesa de Olga actuaron como un somnífero, una cura de sueño, que por fin se presentaba fresco, libre de monstruos, blanco.

Se despertó tarde, más allá del mediodía, nervioso ante la certidumbre de que en cualquier momento Olga pudiese entrar en el piso. Desnudo, caminó al baño; se miró al espejo. Recién después de mojarse la cara se dio cuenta de que apestaba a alcohol. Entró en la ducha y dejó que el agua cayera sobre su cuerpo. El frío le dio un segundo impulso. Se vistió rápido, con la misma ropa de siempre. Al final se puso las gafas. Con ellas parecía imbécil, pequeño, inofensivo. Se acercó a la nevera, cogió un yogur que vació con avidez y se asomó cuidadosamente a la ventana que daba a la cocina de Olga. No la vio.

Estuvo esperando unos segundos, unos minutos, hasta que escuchó que alguien tiraba de la cadena de una cisterna. Luego, unos pasos y el silencio. No iba a renunciar, sabía que estaba allí y que quizá había encontrado las llaves. Entonces vio el inicio de su cuerpo apareciendo en la cocina. No llegó a oír el sonido del agua cayendo sobre el vaso ni el sonido del cristal sobre el mueble. Antes se deslizó de su propio piso como si fuera un ladrón, cerró la puerta con sigilo, introduciendo las llaves en la cerradura para que ningún ruido pudiera delatarlo y subió por la escalera hasta el cuarto piso sin encender la luz y sin perder de vista el propio umbral.

Escuchó los pasos de Olga arrastrándose por el rellano, el clic del interruptor de la luz y un vago aroma a su piel revoloteando por el foco encendido, subiendo los peldaños, llegando a sus narices. Lo llenó una satisfacción profunda cuando vio que Olga aproximaba su oído a la puerta y luego, aun con más cautela que él, que introducía la llave en la cerradura, abría y, al entrar, dejaba la puerta entornada. No pudo evitar una sonrisa al comprobar que era igual de predecible que los demás, aunque ella creyera algo distinto. Como un relámpago vinieron los recuerdos de los torturados. Todos habían caído en las mismas trampas, todos habían confiado en que sus tretas eran más eficaces que las de ellos. Pero casi de inmediato, la que había sido sonrisa se transformó en mueca y el sabor de la saliva se agrió en su boca.

Movió la cabeza para ahuyentar los recuerdos, pero le fue inevitable aceptar que todo no era más que una conducta aprendida y que estaba haciendo con Olga lo mismo que había hecho con los otros, solo que esta vez el fin era diferente. Amor, quiso pensar, aunque una parte dentro suyo se rebelaba. Luego intentó prestar atención a los sonidos que venían desde su propio salón, pero eran más fuertes los ruidos provenientes de la calle y de su propia conciencia.

Andrés miró al umbral. Deseaba que desde dentro salieran las voces de una conversación que, si existía, estaba dentro de la cabeza de Olga. La realidad era que no sabía qué podía estar pensando, aunque seguramente no fuera tan distinta a los demás y en ella pesara más el monstruo a todos los gestos de ternura que le había ido regalando en el transcurso de los días, gestos que, también era cierto, la habían salvado.

Andrés se sentó en uno de los peldaños cuando se dio cuenta de que la espera podía ser larga. Se sacó los lentes, reclinó el contorno lustroso de su cabeza sobre el pasamanos y cerró los ojos. El cansancio se dejó caer sobre sus huesos como si fuera una roca, y su peso el de todos los muertos que de pronto cobraban sustancia y se abalanzaban sobre él. Suspiró hondo intentando controlar el sonido, y siguió prestando atención a lo que sucedía debajo de él, allá, en su departamento. Pero no se escuchaban ruidos; a lo sumo algo así como un roce, un canto, un silbido. Podían ser los recortes de prensa o, quién sabe, simplemente el contacto de la ropa con una silla. Nada. O casi nada.

Quiso creer que el sonido era parte de sus recuerdos pasando por las manos de Olga y se levantó de su improvisado asiento para no dormirse. También se puso las gafas. En la escalera no había luz, pero de todas formas miró hacia el techo y hacia el foso. Y supo que todo cuanto podía suceder estaba allí en potencia, desarrollándose en ese momento, en medio del vacío inmóvil, en la oscuridad. Olga, dentro de su casa, estaba descubriendo quién era él. Mientras, esperaba. Esperaba como se esperan los grandes acontecimientos, como se espera el sorteo de la lotería en un año de crisis: con esperanza, con poca esperanza.

Observó una vez más sus manos e imaginó un final perfecto: la tarde caía sobre Lavapiés y él la abrazaba, le hacía el amor entregándose de verdad por primera vez, mientras el mundo seguía rotando con la sencillez de siempre. También imaginó que era algo para siempre, algo hermoso, algo que a él nunca le había tocado vivir.

En la oscuridad de la escalera, Andrés pensó que quizá el universo recobraría su equilibrio y la espada de la justicia dejaría de balancearse sobre su cabeza, que la culpa desaparecería y que los fantasmas se transformarían en el mal recuerdo de un mal sueño. Aún con Olga dormida sobre su cama, aplacados por fin los gritos de los muertos, él llenaría la bañera, se introduciría en el agua tibia y se rajaría las venas para no abrir los ojos. Una muerte sin culpa, una muerte limpia, una muerte llena de misericordia.

Cuando comenzaba a perderse en sus ensoñaciones, escuchó un ruido como el de una tela al rasgarse. Sus vellos se erizaron y comprendió que debía entrar. Bajó con cautela los peldaños y cruzó el umbral de su propia casa como si fuese ajena. Apenas se asomó por el pasillo, la vio de espaldas, rasguñando la pintura fresca. Avanzó con seguridad pero lentamente y la abrazó por la espalda. Olga se quedó quieta y Andrés sintió que la deseaba, que quería quedarse pegado a ella, aunque sabía que no podía. Cuando sus dedos se enredaron en los suyos y su pequeña figura se apretó contra su cuerpo, por fin comprendió la extraña pesadilla: era cierto que si él no estaba, ella volvería a naufragar en ese mar oscuro donde no quedaba casi nada de los maderos endebles de su imaginación para asirse. Sería una muerte triste, solitaria, pútrida. Demasiado amarga para tanta fragilidad. Para tanta belleza. Pero también sabía con una implacable certeza que más pronto que tarde él desaparecería de su vida. Y tuvo miedo de lo que sería de ella sin él. Y tembló.

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