La forja de un rebelde (34 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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El tío Julián tiene dos hijas ya mayores, una de ellas a punto de casarse. Ésta pidió los dos muebles para su casa. La otra hermana protestó porque también tiene novio, y por último el tío Julián tuvo que coger a las dos, liarse a bofetadas y meter los muebles en su casa como ha podido.

La historia del tío Anastasio es más simple. Con el dinero de los muebles se fue a jugar a un club que llaman El Bilbaíno en la calle de Peligros. Y ganó. Ganó unos miles de pesetas. Se presentó en su casa con regalos para la tía Basilisa y para Baldomerita. Durante un mes o cosa así, han vivido todos tan a gusto en pleno lujo. Teatro, cine, caprichos, alhajas baratas. Después el tío Anastasio ha empezado a quedarse sin dinero. Ha empeñado las alhajas que había regalado a las dos mujeres. Después, las alhajas que la tía había regalado a Baldomera, el mantón de Manila, las mantillas, todo. Cuando se ha acabado, ha empezado a empeñar las cosas de la casa y todo ha terminado en que un día ha venido a casa la tía Basilisa, llorando, a pedirle a mi madre cinco duros.

El padre de la Carmen, el marido de la tía Eulogia, es un hombre que vino de niño de Galicia. Un verdadero gigante. Ganó dinero de joven y puso una carbonería en el Mundo Nuevo, donde ganaba mucho. Después empezó a beber. Como era tan fuerte no se emborrachaba nunca, y para emborracharse, porque le daba vergüenza que los amigos se emborracharan y él no, se bebía enteras las botellas de aguardiente. Se arruinó y tuvieron que cerrar la carbonería. Entonces, ya viejo, entró de mozo en una tienda de muebles de lujo, la mejor de Madrid, para llevar los muebles que compraban los clientes. Tenía un compañero tan grande como él y a los dos les habían comprado unas libreas muy lujosas. En unas andas de terciopelo rojo llevaban los muebles a pulso, una correa ancha de cuero pasada por los hombros. La gente se volvía en las calles para mirar a aquellos dos hombretones, verdaderos gigantes, llevando muebles pesadísimos como si fueran plumas. Una vez llevaron así un piano y la gente se paraba en el borde de las aceras. Acompasaban el paso y el mueble iba balanceándose como en una cuna. Tenía un buen sueldo y buenas propinas, pero todo se lo gastaba en beber. Un día le llevaron a casa con un ataque de delirium tremens. No se murió por lo fuerte que era, pero quedó inútil en la cama, bailándole las manos sin parar. Para que no se muriera, el médico le daba todos los días tres copitas de aguardiente, porque decía que si se le cortaba el alcohol de golpe se moriría en seguida.

Cuando vio todos los muebles y todas las ropas que les habían tocado en la herencia, una mañana que la tía Eulogia se había marchado de la casa y se había quedado él solo, se tiró de la cama. Como vive en la calle del Peñón, a espaldas del Rastro, llamó a un vecino que es comerciante allí y le vendió todos los muebles y las ropas de la herencia y algunas de la casa. Luego llamó a un chico de la vecindad y le mandó subir un frasco grande de aguardiente —dos litros—, se metió en la cama y se lo bebió. Se volvió loco. La primera que vino fue Esperancita, la hermana menor de Carmen. Se lo encontró en cueros con una garrota en la mano rompiendo los muebles. La quiso matar y la chica salió dando gritos por los corredores de la casa. En aquel momento llegó la tía Eulogia. Le dio un estacazo en un hombro que casi le rompió un brazo. Y si le pilla la cabeza, la mata. Tuvieron que entrar todos los vecinos y atarle con cuerdas como un paquete. Tres días ha durado con la camisa de fuerza puesta, atado a la cama y echando espuma por la boca. Mi madre fue a verle un día antes de morirse. Yo fui al entierro. La casa está destrozada. Lo único que ha quedado intacto es la virgen encima de la cómoda, con una lamparilla de aceite dentro que llenaba el cristal de vaho y hacía manchas de humo en el techo.

Hace un domingo espléndido y he querido bajar a la Escuela Pía a ver al padre Joaquín. Hemos estado charlando hasta la hora de comer y después he comido en el refectorio de los padres, con ellos. Cuando subía a media tarde la calle de Mesón de Paredes, he entrado a ver a la señora Segunda. Toby me ha recibido en el portal con sus patas sucias y su pelambrera de lana gris que me deja lleno el pantalón de pelos blancos. Está cómico con su manta de paño, rebordeada de una trencilla verde y atada al cuello y por debajo de la tripa. La señora Segunda se está vistiendo para salir a pedir y me enseña sus ropas con orgullo.

De una chaquetilla de la tía llena de abalorios negros se ha hecho una chaqueta. Ha descosido los abalorios y han quedado manchas simétricas que parecen un bordado. La falda es una vieja falda de seda rameada de fondo mate y flores brillantes, ya agrisada por los años. De una mantilla vieja se ha hecho un velustrín que le tapa casi toda la frente y parte de la nariz horrible. Así vestida, con su silla de tijera y el Toby con su manta, se sienta en la plaza del Progreso. Parece una señora venida a menos, y como no se le ven apenas los agujeros de la nariz, las gentes le dan mucha más limosna. Me va enseñando las prendas una a una y explicándome: —Gracias a tu madre, todo el mundo me mira de manera distinta. Con el velo y el traje de seda y como no se me ve la cara, la gente tiene lástima, más que antes, y ya no les doy asco. Al Toby le estoy enseñando a tener un platillo entre los dientes y estar sentado. Se está algunos ratos quieto, pero luego el pobre se cansa. Es una lástima. Para que se esté así, me tomo el café sin azúcar en el cafetín, y luego se la voy dando a él a cachitos. Pero el pobre es muy viejo y se cansa de estar con el platillo entre los dientes. Es lástima, porque cuando está así nos dan mucha más limosna. Hasta los hombres dejan una perra en el platillo y acarician al perro. Me enseña cuatro sábanas nuevas que ha hecho con los cachos de tela blanca que mi madre le ha dado. Los trozos blancos están unidos unos a otros con puntas diminutas, todo blanco, todo planchado.

—Toca, toca —me dice—. Las he metido en lejía porque había unos cachos más blancos que otros. Pero ahora, gracias a la lejía y al añil, todos están igual y tan finos que da gusto dormir en ellos.

De los pares de medias viejas ha hecho medias enteras cortando trozos y uniéndolos a punto de media. De todos los recortes pequeñitos de telas ha hecho una manta para el perro, cosiéndolos como las hojas de las flores sobre un trozo de arpillera.

Y como era necesario alegrar la casa, ahora que tiene ropas nuevas y gana más dinero, ha pintado de azul la loncha de queso que es su cuarto debajo de la escalera. Un azul de yeso con añil que me llena las mangas de la americana para completar la obra de las patas de Toby en el pantalón.

Los lunes y los martes tomo el tranvía en la misma puerta del Crédit y bajo a comer al río. Me siento orgulloso de que me vean las lavanderas, y mi madre se pone muy contenta, también de orgullo. Para que no me manche la ropa, me pone un blusón del Laboratorio Municipal, porque lava las ropas del doctor Chicote y de todos los médicos del laboratorio. Así puedo sentarme a comer en la hierba con la banca patas arriba por mesa y sacarle lombrices al pato. Ahora ya no me da miedo su pico duro, y aun algunas veces se lo cojo entre los dedos y lo sujeto. Gruñe como un cerdo y bate las alas con rabia. Después sale corriendo, meneándose como una mujer gorda de piernas torcidas.

El señor Manuel se ha empeñado en que vaya a su casa: una chabola de madera y algunos ladrillos, donde vive una viuda que es la dueña y donde él tiene una alcoba de paredes de tablas con las rendijas tapadas con papel pegado con engrudo. En las paredes ha puesto hojas de revistas con retratos de políticos, de toreros y de bailarinas. El piso, que era de tierra, lo ha ido cubriendo de baldosines de los escombros y es un mosaico de todos los colores. Hay baldosines blancos de retrete, azules, negros y blancos de mármol, ladrillos hidráulicos rojos y con florecitas y redondeles de todas clases.

—Lo que más trabajo me ha costado ha sido poner este piso plano —me dice—, pero en fin, ahora está decente. Sólo me faltan dos cachos grandes de cristal para la ventana.

La «ventana» es un agujero cuadrado en las tablas, en el que ha puesto el marco de un cuadro. Un marco dorado lleno de flores y hojas despintadas. Medio marco tiene dos trozos de cristal pegados uno a otro con masilla de vidriero. La otra mitad la tapa un papel engrasado. El. marco está montado sobre dos goznes y tiene un gancho que lo cierra. Cuando abre la ventana entra el sol. Cuando está cerrada entra sólo por la mitad del cristal, y el señor Manuel quiere la otra mitad para que el sol entre sin que tenga que abrir la ventana porque es muy friolero.

—Mira, la cama, tu cama —me dice.

La cama está desconocida. El señor Manuel la ha pintado de amarillo, un amarillo rabioso tirando a verde, lleno de churretones. Un amarillo que chilla en la habitación sobre la policromía de los baldosines. En la cabecera de la cama hay una estampa de la virgen del Perpetuo Socorro llena de llamas, rodeada de condenados que alargan los brazos para que los saque del infierno. Un cajón cubierto con una tela blanca es la mesilla de noche con una puertecita que es la tapa del cajón sujeta con dos tiras de cuero y un gancho como el de la ventana. Dentro, un orinal sin asa, grande, con flores verdes y en el fondo un ojo pintado y un letrero que dice con faltas de ortografía: «Te veo».

Encima de la cama, un colchón gordo con dos sábanas, una manta de piezas y una colcha también amarilla.

—Qué, ¿te gusta? —me dice el señor Manuel—. Cuando no estoy en casa, la señora —la dueña de la choza— se mete aquí y se tumba en la cama a dormir la siesta. La pobre con su reuma de vivir veinte años aquí, en la orilla del río en un camastro tendido en el suelo, me tiene envidia. Ya me ha dicho que cuando me muera la cama es para ella. Pero se va a morir ella antes y me voy a quedar yo con la chabola. Todavía estoy fuerte, sólo esta maldita hernia. Pero no me atrevo a operarme. Bueno que se muera uno cuando le llegue la hora, pero no que le mate un matasanos.

Se calla y pasa la mano por encima de la colcha, como en una caricia.

—¿Sabes? Desde que tengo cama de señorito, trabajo más. Tengo una cosa para ti.

Del fondo del baúl lleno de trapos, de periódicos antiguos, de libros faltos de tapas y de hojas, recogidos sabe Dios dónde, saca un trapo blanco liado como una venda sucia. Lo desenvuelve sobre la mesilla de noche y del último pliegue saca una monedita de oro diminuta. Una moneda de oro de diez pesetas de cuando el rey era niño. Un centén. Pequeño y luciente como un céntimo nuevo.

—Para la cadena de tu reloj. Es lo único que me queda de tiempos mejores, cuando se ganaban onzas. Tenía el capricho de conservarla, pero ya ¿para qué le vale a uno?. Y tengo que llevarme el centén envuelto en un papel de fumar áspero de los que él gasta para hacerse sus estacas de colillas.

Cuando subo el paseo de San Vicente desenvuelvo la monedita de oro y la miro en detalle. Es tan pequeña que tendré que ponerle un arillo para poder colgarla de la cadena.

La verdad es que de todos los herederos, los más felices son los más pobres: nosotros, la señora Segunda y el señor Manuel. Claro que estos dos no eran herederos, pero les ha tocado parte de la herencia.

La Cuesta de San Vicente es medio kilómetro de verja de hierro sobre una base de piedra barroqueña. La verja del Campo del Moro, el jardín de Palacio, donde nadie puede entrar, porque los soldados que hay de centinela le pegarían un tiro al que entrara. Cuando yo era niño, aprovechaba el subir esta cuesta al lado de mi madre para hacer pitos con los «güitos». Es muy sencillo, se coge un hueso de albaricoque y se frota sobre la piedra a la vez que se anda. Se va desgastando hasta que se hace un agujero de bordes planos en uno de los extremos del hueso. Entonces con un alfiler se saca la almendra y queda así el hueso vacío. Se sopla fuerte en los bordes del agujero y se produce un pitido que se oye muy lejos. Si frotara el centén sobre la piedra se desgastaría también el canto. Le paso un poco suavemente. No se nota el desgaste, pero allí en la piedra ha quedado una rayita muy fina. Una rayita de oro.

¿A quién se le ocurre frotar una moneda de oro contra las pie—dras? ¿Es que todavía soy un niño? ¡Una moneda de oro! Ya no las hay en España. Antes las llevaba la gente en el bolsillo, como ahora llevamos nosotros las pesetas. Después, sólo las tienen guardadas los ricos y también el Banco de España en unas cajas de acero bajo tierra. Las tiene allí para que la gente admita los billetes de banco. Dicen que por los cimientos del banco pasa un antiguo arroyo, que se llamaba el arroyo de San Lorenzo, y que las cajas del oro están debajo del agua. Si hubiera un fuego o un robo en el banco, los serenos abrirían unas puertas y el río entero se volcaría sobre las cajas. Pero nada de esto me interesa. Me gustaría más coger un martillo y machacar el centén para ver si es verdad que se puede hacer una hoja de muchos metros con cinco gramos de oro a fuerza de darle martillazos. Luego pegaría la hoja de oro en la pared y tendría una pared de oro en la buhardilla. Indudablemente soy un chico aún.

En la plaza de San Gil, que ahora se llama plaza de España, están jugando al peón y la gente ha formado un corro alrededor. Son cuatro muchachos, casi hombres, mucho mayores que yo: el que menos tendrá diecisiete años. Han hecho en la arena un redondel muy grande y en medio tiran cada uno una perra chica. Después, uno tras otro hacen bailar el peón, le cogen con la mano y tratan de sacar las perras fuera del círculo con la punta del peón. Como son ya hombres, el trompo baila con mucha fuerza. Bueno, no son hombres, son golfos, porque los hombres no juegan al peón y los chicos no se juegan los cuartos. Pero tampoco son golfos: a un lado del redondel del juego hay un montón de libros. Son estudiantes de derecho de la Universidad que está aquí cerca de la calle Ancha. Son hombres, pero como están aún estudiando, tienen el derecho de ser chicos; el derecho de jugar al peón, de jugar al paso en esta misma explanada; de correr unos detrás de otros, chicos y chicas, ya hombres y mujeres, y jugar. La gente les mira y se divierte con ellos. «¡Bah! ¡Son estudiantes, tienen derecho!» Y los viejos de barba blanca que vienen a tomar el sol a la plaza forman el corro alrededor del peón o se ponen en fila a lo largo del juego del paso para celebrar sus habilidades. ¿Qué cara pondría Corachán si nosotros, Medrano, Gros y yo, nos pusiéramos a jugar al peón aquí y pasara él por la calle? Nos despediría. Nos diría con su voz campanuda que unos empleados del Crédit Étranger no son ni niños ni golfos para jugar al peón en la vía pública. Sin embargo, el hijo de Corachán estudia derecho en esta misma Universidad. Tiene ahora veinte años. ¿Vendrá aquí a jugar al peón?

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