La felicidad es un té contigo (9 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Como no había ascensor, subió por una escalera angosta, hasta el tercer piso, donde una chapa metálica muy brillante le indicó que se hallaba ante la puerta de
Librarte
. La placa estaba colgada justo encima de una mirilla del tamaño de la pupila de un ojo humano. De hecho, apoyada sobre el cristal, pudo distinguir precisamente eso, una pupila negra que lo observaba con atención.

Llamó al timbre. La mirilla perdió la opacidad. Se abrió la puerta.

Al otro lado le esperaba una mujer de mediana edad, sonriente y entrada en carnes, que lo abrazó como si fuera un hijo pródigo que hubiera vuelto al redil.

—Bienvenido a su casa, señor Craftsman —le dijo con mucha afabilidad—. Soy Berta Quiñones. Las chicas y yo le estábamos esperando. ¿Ha desayunado usted?

—La verdad es que no —respondió Atticus algo sorprendido ante semejante recibimiento.

—¡Fantástico! —gritó una segunda mujer mayor, más gorda que la anterior, y aparentemente más alegre—. Entonces no nos despreciará un buen chocolate con churros y ensaimadas, ¿verdad?

Se llamaba Asunción. Le dijo que aquellos bollos estaban para chuparse los dedos; rellenos de cabello de ángel, con bien de mantequilla. Luego le dio instrucciones para comer los churros como Dios manda. Le dijo que había que embadurnarlos en azúcar y luego sumergirlos en el chocolate varias veces seguidas antes de introducirlos en la boca.

—Pruebe, pruebe.

Las otras tres mujeres eran bastante más jóvenes. Le rodearon y le observaron atentamente mientras, todavía con el maletín en la mano, se comía aquel churro crujiente que le supo a gloria.

La más bonita de todas, una belleza morena de ojos azules, se acercó más de la cuenta. Le dijo:

—Se ha manchado usted la boca, señor
Crasman
.

Y le tendió un pañuelillo blanco que sacó de su propio bolsillo.

Encima de la fotocopiadora, que estaba cubierta con un mantel de ganchillo, reposaba el resto del desayuno. No sólo había ensaimadas y churros, sino también huesos de santo, pastas de almendra y rosquillas de anís.

Atticus se dejó consentir por aquellas cinco mujeres.

—Si tiene calor, doy el aire acondicionado —dijo María.

Al cabo de media hora larga, el estómago le pesaba lo mismo que al lobo del cuento las piedras del río y la cabeza le daba vueltas con las explicaciones de Berta Quiñones, que ya le había puesto al corriente de las intimidades de la oficina y sus ocupantes:

—Ésta tiene tres niños preciosos, esta otra está soltera, esta no está gorda por enfermedad sino por efectos de la menopausia, y yo vivo con mi gato muy cerca de aquí. Ésta pinta mejor que Picasso, aquélla escribe como los mismos ángeles. María es como una hormiguita: ahorradora, ahorradora. Gaby es alegre como unas castañuelas y Soleá… es la niña de mis ojos. Una criatura asombrosa, señor Craftsman, lista como una liebre, astuta como un zorro, el alma de la revista.

Berta parecía la madre de todas y aquella oficina, la casa de una viuda a la hora de la sobremesa.

—¿Fuma usted, señor Craftsman? Está prohibido por ley, ya sabe, lo de fumar en el lugar de trabajo, pero siendo usted el dueño, digo yo que podremos hacer una excepción.

—Pueden llamarme Atticus —no tuvo más remedio que conceder el inglés ante tamaña exhibición de afecto—: Si vuestras mercedes gustan —añadió, ya que debido al conocimiento académico de la lengua española, Atticus Craftsman utilizaba expresiones aprendidas en libros como
Don Álvaro o la fuerza del sino, La vida es sueño
, el
Lazarillo de Tormes
o
Don Quijote de la Mancha
, todas ellas lecturas obligatorias, en versión original, en la Universidad de Oxford.

Le habían preparado el despacho de Berta con el mismo primor con el que su tía Mildred, de haber existido, le hubiera acondicionado el dormitorio de invitados en su casa de Portsmouth. Hasta habían colocado visillos nuevos delante de la ventana, un vaso de agua helada sobre el escritorio, un marco de plata vacío, «para que ponga usted la foto que quiera», y un jarroncito con flores: lilas del campo.

Atticus les agradeció de corazón tantos desvelos. Después, excusándose con una sonrisa muy atractiva, se encerró en su nuevo despacho, puso los pies sobre la mesa del escritorio y se quedó profundamente dormido.

Una hora más tarde, al otro lado de la puerta, las chicas, incapaces de aguantar durante más tiempo la angustia de la espera, apagaron definitivamente las pantallas de sus ordenadores y comenzaron a hablar en susurros.

—¿Qué creéis que estará haciendo ahí dentro, tanto rato en silencio?

—Estará estudiando el caso.

—¿Y no os extraña que no nos haya pedido papeles, libros de cuentas o algo?

—Supongo que en un rato nos irá llamando una a una.

María era la más pesimista de las cinco. Daba por hecho que no había remedio. Ni estrategias, ni leches. El hombre había venido a despedirlas y eso haría. La suerte estaba echada.

Soleá, en cambio, confiaba plenamente en su plan. Ella también estaba nerviosa, pero su impaciencia, al contrario que la de María, no se debía al más que probable desenlace de la historia, sino a la excitación de presentarle batalla al inglés.

—Yo voy a entrar —dijo a las doce y media pasadas—. No puedo más. Esta espera me está matando.

—¡Venga Soleá, anda con él! —la animó Gaby.

Berta se levantó y se acercó a Soleá. La agarró por los hombros. La miró a los ojos. Dijo:

—De ti depende. De ti solamente, Soleá. Confiamos en que sepas camelártelo.

—Tranquilas, que no os voy a defraudar —respondió ella, solemne—. Además, el hombre no está mal —reconoció.

—Está como un queso —dijo Asunción.

—Como un tren —añadió María.

—¡Anda con él! —repitió Gaby.

Entonces Soleá llamó a la puerta. Dos veces.

Dentro del despacho de Berta se oyeron ruidos como de muebles trastabillándose. El marco de plata se cayó sobre el escritorio. Atticus Craftsman tosió para aclararse la voz.

—Adelante —dijo.

Y Soleá desapareció en las tinieblas de la habitación en penumbra sin mirar atrás. La guarida del lobo. Rubio, guapo y de ojos verdes.

Por muchos años que le quedaran de vida y aunque la Tierra sufriera una segunda Pangea y los continentes perdieran la orientación en la inmensidad de los océanos, Atticus Craftsman no olvidaría jamás la entrada de Soleá Abad Heredia en su recién estrenado despacho de la calle Mayor de Madrid.

Aquella mujer le atravesó cuerpo y alma de una sola cuchillada.

Si no hubiera sido por su educación británica, se habría permitido perder definitivamente la compostura en vez de tratar de conservarla torpemente, tropezándose con los muebles de la habitación, derramando el vaso de agua, tartamudeando y cojeando. Aullando de deseo lobuno.

Era una bruja, no cabía duda ninguna. De hecho, todas ellas lo eran. Cinco brujas en aquelarre, preparando potingues y filtros de amor en sus marmitas de cobre. Cómo si no podría explicar él, un hombre de mundo, educado en Oxford y con una madre tan hierática como la suya, semejante reacción animal ante una criatura como Soleá.

La muchacha tenía ojos de gato. Sin cerco blanco. Azules como el mar, grandes como la luna llena. Y movía las manos en círculos, los dedos como abanicos que se abren y cierran ante la indefensa víctima de sus hechizos.

Tenía el pelo negro, muy negro. Y largo hasta la cintura, con una onda en algún punto, indescriptible, entre el cuello y el vientre. Olía a flores de azahar —eso lo supo después, cuando viajaron juntos a Andalucía— y se movía con la soltura de una hebra de hilo en una corriente de aire.

Soleá no le permitió tomar la palabra. Se apoyó con ambas manos en el escritorio y así, inclinada hacia delante, le mostró a Atticus el nacimiento de un pecho redondo y prieto.

—Usted quédese ahí sentado, señor
Crasman
, y escuche la historia que voy a contarle. Es un secreto de mi familia. Algo que todavía no sabe nadie, nadie, nadie, pero que por éstas —se besó los dedos de la mano— podría cambiar todas las cosas.

Soleá comenzó entonces el relato de una antigua ilusión:

—Yo quería escribir una novela inspirada en esta historia…

Luego le contó que una vez, de niña, cumpliendo castigo por alguna travesura, encerrada en un desván, se dedicó a destapar los muebles y los trastos viejos cubiertos de polvo y sábanas roídas de la casa de sus abuelos.

—Encontré un arcón de madera, cerrado con llave, y lo abrí a golpes. Dentro había un uniforme militar, con boina y todo, una pistola muy vieja, unas botas destrozadas. Habían sido de mi abuelo, el padre de mi madre, que murió en la guerra. En el fondo, atado con cinta roja, descubrí un montón de papeles: cartas, documentos y poemas. Sobre todo poemas, señor
Crasman
.

—¿Era poeta su abuelo? —preguntó Atticus.

—No —respondió Soleá, moviendo la cabeza de lado a lado—. Ahí está la cosa. Mi abuelo era tratante de ganado: nada que ver con la poesía. La cuestión —continuó— es que, según le contó a mi abuela Remedios, en los campos se encontraba a veces con un muchacho flaco y cabezón que se pasaba el día escribiendo sentado en una peña. Compartió con él pan y charlas. Se hicieron más o menos amigos. El muchacho se llamaba Federico y había nacido en Fuentevaqueros, eso le dijo a mi abuelo.

Soleá hizo, al llegar a este punto, una pausa dramática.

—¿Está usted diciéndome que su abuela guarda poemas inéditos de García Lorca en un desván?

—Ahí está la novela —dijo Soleá—. Recuerdo haber leído uno, de niña, y haberme quedado con la cantinela: «Luna de cascabelillos, luna gitana, bata de cola».

—Muy lorquiano —concedió el inglés.

—El problema está en convencer a mi abuela para que nos deje verlos. Cuando se enteró de que yo había roto la cerradura del arcón, se puso como una fiera. Todavía me duelen las orejas de los tirones que me dio aquel día. Y han pasado quince años —recordó—. Escondió el arcón en otro lugar. Nunca he sabido dónde. Y jamás he vuelto a verlo.

—Pero… —Atticus se llevó las manos a los rizos rubios—. Podría hacerse rica, su abuela. ¡Voto a bríos!

—A ella eso le trae sin cuidado —reconoció Soleá clavándole los ojos azules en el centro del corazón—. Prefiere morir pobre a vivir con la vergüenza.

—¿Qué vergüenza? —Atticus no entendía nada.

—Pues, señor
Crasman
, ¿qué vergüenza va a ser? —dijo Soleá bajando la voz—. Lorca era maricón.

Después de tamaña revelación, a Atticus Craftsman no le quedó ninguna duda de que los españoles del sur habían perdido el norte. Si de veras existían esos poemas de los que le hablaba Soleá, se encontraba ante un hallazgo literario de dimensiones descomunales. No le diría nada, de momento, a su padre, porque si el gran Marlow Craftsman se enteraba de que existía la remota posibilidad de hacerse con unos poemas inéditos de García Lorca, era capaz de presentarse en España con su corte de abogados, consejeros y accionistas y volverle la vida del revés. Además, lo más probable era que, después de todo, aquella historia fuera un fiasco, la escena pastoril de las cabras y el poeta, una invención y aquellos escritos, caca de vaca.

Soleá se había quedado muda de repente. Lo miraba con aquellos ojos de hechicera, esperando a que él diera el siguiente paso. Parecía una gitana adivina, de esas que dicen la buenaventura y reparten ramitas de romero a cambio de un puñado de monedas: que si te vas a casar con un hombre rico, que si te vas a curar de todos tus males, que si vas a tener una vida larga, larga, infinita, como las líneas de la palma de tu mano.

Atticus comprendió que no le quedaba otro remedio que investigar aquella historia, por muy inverosímil que pudiera resultarle. En primer lugar, porque no podría pasar el resto de sus días pensando que una vez, en su juventud, a principios del siglo
XXI
, una extraordinaria mujer le había puesto en bandeja gloria y fama y él las había despreciado por incrédulo. En segundo lugar, porque el hechizo de Soleá se le había derramado por todas las venas y las arterias de su anatomía británica, las había regado y llenado de flores silvestres. Venenosas, probablemente, pero bellísimas, como las amapolas del campo. Más le valía desentrañar la verdad, o la mentira, que mirarse al espejo de viejo y encontrarse con el resentimiento dibujado en su cara.

—¿Cómo se llamaba su abuelo?

—Antonio Heredia.

—Y dice que era tratante de ganado…

—Digo.

—¿Y homosexual?

Cuánto se arrepintió Atticus de haber pronunciado aquella palabra sin medir las consecuencias. Asombrado, asistió a la transformación de Soleá en una fiera: el cuerpo en tensión, los dedos crispados, los ojos entornados, la voz ronca, la boca escupiendo sapos y culebras.

—¡Me cago en
tos
sus muertos! —exclamó a voz en grito—. ¡En
toítos
! ¡Ea, a la mierda! ¡Ahí se queda, inglés de mierda, con su mierda de revista y su cara de inglés! ¡Que Soleá Abad Heredia no consiente que se falte a la gloria de su abuelo ni por éstas!

Furiosa, golpeaba la mesa y lanzaba maleficios con sus ojos de gata.

Berta Quiñones, que evidentemente estaba escuchando detrás de la puerta, apareció en escena de repente, alarmada por el griterío.

—¿Qué le ha hecho a Soleá? —increpó a Craftsman, que había entrado en estado de
shock
.

Las otras tres mujeres siguieron a su jefa hasta el despacho de Atticus. Allí dentro no había espacio material para seis adultos fuera de sí, gesticulando y chillando a la vez como si se hubieran vuelto todos locos.

En medio del caos, Atticus escuchó algunas acusaciones inquietantes: acoso, violencia de género… Aquello se le estaba yendo de las manos.

—¡Ha insultado a mi abuelo! —logró hacerse oír Soleá por encima de las voces de sus compañeras—. ¡Que en gloria esté! —remató.

El delito no debió de parecerles tan grave a las demás, que poco a poco fueron tranquilizándose y bajando la voz.

—Joder, Soleá, vaya susto —dijo María, avergonzada—. Creíamos que te estaba violando, el señor Craftsman.

Atticus sintió que le temblaban las piernas. Se dejó caer en la única butaca del despacho.

—Hagan el favor de salir todas —pronunció por fin a duras penas—. Usted no, Berta. Usted quédese. Tenemos que hablar.

La conversación que siguió al drama fue tensa. Berta Quiñones asistió al monólogo de Atticus Craftsman en calidad de oyente, incapacitada para interrumpir el discurso de su jefe, que poco a poco fue recuperando la compostura. Comenzó por explicarle que el motivo de su visita a
Librarte
, tal y como seguramente había intuido a raíz de las conversaciones con el señor Bestman, no era otro que el de clausurar el negocio, si bien estaba decidido a estudiar el problema en profundidad con la esperanza de encontrar alguna solución conveniente para todos. En el caso de que la revista resultara ser definitivamente inviable, posibilidad que parecía la más probable, la editorial estaba dispuesta a negociar el despido y las indemnizaciones con generosidad.

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