—Dale al Agustín cincuenta euros y dile que te ponga la última —le recomendó la abuela Remedios a Soleá, sabiendo que mucha gente se había enterado ya de la diferencia de trato y procuraba quedarse para el final.
La cola resultaba ciertamente curiosa. Al principio estaban los forasteros ricos, que ignoraban la absurda lógica de cuanta más propina, peor. Luego los pobres del pueblo y los de fuera. Luego los ricos del pueblo y, por último, los pocos que eran capaces de calcular con precisión su lugar en la fila respecto a la cuantía del soborno.
El Agustín se guardó los cincuenta euros que le entregó Soleá y luego colocó a los tres o cuatro clientes que llegaron después, delante de ellos, a pesar de sus protestas.
—No entiendo nada —dijo Atticus.
—Porque es
usté
inglés, míster
Crasman
, y allí se hace cola diferente.
La casa era como todas, encalada y con dos ventanas de reja que daban a la calle. La puerta estaba abierta, pero para acceder al interior había que pasar por una cortinilla de cuentas que hacía un sonido musical. Dentro olía a verduras hirviendo.
—¿Qué se cuece,
señá
Candela? —preguntó Soleá antes de recibir el cariñoso beso de la vieja.
—Repollo
pa
la cena —respondió la otra en broma mirando a Atticus de arriba abajo—. Entonces tú eres la Soleá, la nieta de la Remedios —añadió— y éste es el inglés.
—Míster
Crasman
—dijo Soleá antes de darle tiempo a él a abrir la boca.
Atticus alargó la mano para estrechársela a la vieja y ella aprovechó para darle la vuelta a la muñeca.
—¡Jesús, qué fortuna más grande! —exclamó—. Le cruza la línea de la fortuna de
lao
a
lao
. Lo del amor ya es otra cosa —añadió y luego, señalándoles una silla, dijo—:
Sentarse
.
Ambos obedecieron a la orden como dos soldados de infantería. Sin discusiones.
Atticus había traído consigo una de las últimas bolsitas de té que le quedaban. La sacó del bolsillo y se la mostró a la vieja.
—Desearía comprar una gran cantidad de este té —le dijo.
—Trae eso
pa’acá
—respondió ella.
Rasgó el envoltorio, dejó caer el contenido en la palma de su mano, lo probó con la punta de la lengua y dijo:
—Earl Grey de Twinings.
—¡Asombroso! —exclamó Atticus.
—Lo pone en el sobre, míster —aclaró la vieja—. Voy a ver si tengo en el almacén.
La
señá
Candela se levantó y salió de la estancia dejando a su paso un aroma extraño, como de trigal en la madrugada.
—¿Es una bruja? —preguntó Atticus en voz baja.
—Es más bien una psiquiatra de las de antes, de las que no tenían título pero curaban igual —respondió Soleá, divertida—. Es la comadre de mi abuela, la madrina de tío Manolo, el dueño del bar Manolo. Sabía que íbamos a venir porque la abuela la ha llamado por teléfono.
Atticus miró a su alrededor. La estancia era acogedora, sombría y fresca. Los únicos muebles que la decoraban eran la mesa camilla en la que estaban sentados, un especiero antiguo cuajado de cajones y tres o cuatro fotografías enmarcadas de los pasos de Semana Santa de la Virgen de la Macarena y del Cristo de la Legión. Sobre la mesa había una tetera, unas tazas, una balanza y una caja metálica cerrada con llave donde la
señá
Candela guardaba el dinero.
Atticus y Soleá guardaron silencio hasta que regresó la vieja cargando con un pesado paquete.
—Ha tenido
usté
suerte —le dijo a Atticus—. Tengo dos kilos.
Aquel paquete podía contener té o pienso compuesto, no existía ninguna garantía que asegurara su procedencia o su salubridad.
—Pruebe un poquillo —dijo, dejando caer una pequeña cantidad en el colador que había colocado sobre una de las tazas y derramando encima un chorro de agua hirviendo—. Y tú, niña, otro poquillo —añadió, sirviéndole también a Soleá.
Su expresión expectante no les permitió rechazar la oferta. Ambos bebieron el té negro con cierta aprensión y entonces, para asombro de Soleá, Atticus exclamó:
—¡Es perfecto! ¡Un auténtico Earl Grey de Twinings!
Y de golpe dejó caer sobre la mesa un billete de cien euros como pago por semejante exquisitez. Después cogió a Soleá de la mano, ella sintió su tacto áspero entre los dedos, dio las gracias a la
señá
Candela y con el paquete bajo el brazo salió a la calle, donde el Agustín estaba esperando a que se marcharan de una vez para poder dar por concluida la jornada y cerrar la puerta de la casa.
—¿A cuánto queda el mar? —preguntó Atticus al volante de la furgoneta.
—A una hora, míster
Crasman
—respondió Soleá.
—Pues todavía llegamos a tiempo de ver la puesta de sol —anunció Atticus sonriente.
La playa no era más que un pedacito de arena en forma de media luna atrapada entre un arrecife y un viejo fuerte derruido. El patio de butacas. La pantalla era el horizonte, la escena el sol ocultándose a lo lejos: un punto de color naranja hundido en el océano negro. El público, Soleá con la piel de gallina y Atticus a su lado, descalzo, con el pantalón remangado por encima del tobillo, la piel blanca, la camisa abierta, los ojos cerrados.
Acercó su mano al brazo de Soleá y lo fue elevando despacio —qué tendría el té de la
señá
Candela—, acariciando la piel de ella con sus dedos rubios, hasta el hombro, hasta el cuello, hasta el nacimiento de su melena en el lado oculto de la luna. Se enredó con el pelo, dibujó caracolillos en el aire.
Soleá, al notar el tacto de las manos de Atticus trepándola como una araña, tuvo la tentación de impedirle el asalto, pero, al ver que él tenía los ojos cerrados, se sintió compasiva de repente y le permitió continuar en silencio, a oscuras, por ver qué venía después, por dónde seguía avanzando la araña peluda, la cual bajó por su espalda, hasta la cintura, y subió luego por la montaña de su cadera hasta alcanzar la cuenca del ombligo. Entonces la mano se abrió, cálida, sobre su vientre y se quedó allí quieta.
Después vino la boca —qué tendría el té de la
señá
Candela—. Sedienta. Y le mordió los labios. Vino la lengua a saborear la suya y Soleá se abrió entera —qué tendría el té de la
señá
Candela— como una sandía que se golpea y se resquebraja, incapaz de esconder su carne roja, jugosa, dulce, oculta por más tiempo dentro de aquella cáscara dura e insípida.
Atticus tenía mucha experiencia. Soleá ninguna. No había entendido hasta entonces para qué servía su pelo, ni por qué sus pechos tenían forma de mano que se cierra, ni cómo encajaban sus misterios en las pistas que él le iba dando. Que ahora hay que echar la cabeza para atrás y yo te beso en el cuello, y ahora a un lado y yo te muerdo, con suavidad, el lóbulo de la oreja, y ahora me dejas que te ayude a tumbarte sobre la arena, así, despacio, sin que te rompas en mil pedazos y te conviertas en trocitos de cristal y te confundas con el suelo que pisamos.
Atticus separó los labios de la boca de Soleá para confesarle que la quería desde el instante mismo de caer en el hechizo de sus ojos azules, que a su lado el calor le sofocaba, que no podía mirarla sin que le doliera el alma y que no sabía qué sentía ella, tan esquiva, tan huidiza, tan misteriosa. Porque le daba la impresión de que Soleá también sentía algo por él y, sin embargo, trataba de evitarlo a toda costa, como si le temiera. ¿Qué soy para ti, Soleá? ¿Un desalmado dispuesto a echarte a la calle junto con tus amigas con tal de ahorrarle algún dinero a la empresa de mi padre? ¿Así me ves, Soleá? ¿O es solamente que no te gusto, que te disgustan mis manos torpes, mi acento bárbaro, mi manera de presentarme ante ti, tan desnudo? Porque si hay algo en mí que rechazas, Soleá, sea lo que sea, puedo cambiarlo. Puedo aprender a tocar la guitarra, puedo comer jamón y fingir que lo encuentro delicioso, y compartir mis secretos con toda tu familia, y vivir en una cueva si tú quieres, o emborracharme de vino con gaseosa, o soportar con cara de gusto una corrida de seis toros bravos, bastará con pensar en otra cosa, y puedo hacerme viejo en Granada, sentarme en un banco, ver pasar los coches, con tal de que tú, Soleá, quieras sentarte a mi lado y tomar un té conmigo.
Ella se incorporó. Se llevó la mano a los labios. Se limpió la boca enrojecida. Lo miró. Tenía los ojos azules de color negro aceituna, la infusión de hierbas de la
señá
Candela revuelta en la tripa y la mano cálida de Atticus todavía parada en su vientre.
—Mire, señor
Crasman
—le dijo—. Para qué le voy a seguir mintiendo. Yo lo traje hasta aquí
engañao
, con el cuento de los poemas de Lorca, para que no cerrara la revista. Sólo para eso.
»Todas las noches hablo con Berta, le cuento que ha pasado otro día, que
usté
no ha preguntado por los poemas, que da la impresión de que se ha olvidado de ellos, y Berta respira aliviada, y les dice a las otras que, al menos de momento, pueden seguir adelante con sus vidas. Me da las gracias, me dice: «Gracias, Soleá, por el sacrificio que estáis haciendo tú, y tu madre y tu abuela», y yo le respondo que no es para tanto, que
usté
es un buen hombre y que me está dando pena de tenerlo engañado, pero yo, señor
Crasman
, tengo veinticinco años y toda la vida por delante y puedo encontrar otro empleo o volver a mi casa, pero ellas, pobrecillas, a dónde van a ir mi Berta y mi Asunción, con la edad que tienen, o mi María, con tres niños y un marido que no vale pa
ná
, o mi Gaby, que está casada con un pintor de esos que no vende un cuadro, por mucho que ella quiera ver lo negro blanco, si viven las cuatro de milagrito con lo que ganan en la revista.
»Yo tuve la idea. No es que los poemas no existan, que sí existen. Pero no son de Lorca, señor
Crasman
, son de mi abuela Remedios, una mujer sin estudios. Y los tiene guardados en un desván, con la máquina de coser, con los trastos viejos, porque no tienen valor ninguno, son papeles garabateados, eso es lo que son.
Usté
ya puede marcharse, ya se lo he dicho, puede cerrar la revista tranquilo y volver a Inglaterra y olvidarse de mí y de todo esto. Siento en el alma que se haya hecho ilusiones conmigo, darle este disgusto, así, sin que se lo merezca. No era mi intención hacerle daño, señor
Crasman
, eso es la verdad más grande. La única verdad entre tantas mentiras.
Entonces se levantó, se sacudió la arena del vestido y lentamente recorrió los pocos metros de playa hasta la furgoneta de Arcángel, la puso en marcha y desapareció.
Atticus se había quedado helado, el frío recorriéndole la espina dorsal, los pies descalzos, la camisa abierta, el alma rota.
La oscuridad le cayó sobre los hombros y él no quiso apartarla. Lo único cuerdo que hizo aquella noche en blanco fue sacar el móvil del bolsillo trasero del pantalón, su última conexión con el planeta Tierra, y lanzarlo con todas las fuerzas de sus brazos de remero inglés, por encima de las olas, a perderse en lo más profundo del mar.
El 15 de diciembre cayó en un viernes frío y nublado de esos que hubieran hecho mejor cayendo en sábado para poder quedarse toda la mañana metido en la cama. Asunción llegó a la redacción a las nueve en punto, cargada con un termo de chocolate caliente y dos cucuruchos de churros. Colgó el abrigo en la percha de detrás de la puerta y se sentó a esperar a que apareciera Gaby para emborracharse con ella de azúcar y aceite frito, que era lo suyo a esa hora temprana, en ese día tan desapacible y con ese estómago tan dolorido y vacío.
Pensó que probablemente todavía tardaría un rato en llegar. El día anterior, Gaby había hecho las paces con Livingstone y, según le había contado por teléfono, desde ahora se iba a tomar las cosas con una calma maravillosa. Sus ansias de ser madre se habían apaciguado gracias a los abrazos de Franklin y a su confesión de que él jamás deseó regresar a la Argentina, que sólo ideó el plan como solución a su falta de tino en el tema de la concepción. Se lo reconoció entre sollozos y a Gaby le pareció que no había niño más desvalido que su marido. Ya nada podría alterarla. Ni los problemas de
Librarte
ni la llegada implacable del periodo cada veintiocho días. Se había convertido en una balsa de aceite con el dibujo de la sonrisa del gato de Cheshire atravesándole la cara, le dijo.
Un par de horas antes, todavía de noche, a Asunción la había despertado el teléfono de la mesilla dándole un susto de muerte, seguido de un disgusto colosal y de un río de lágrimas incontenibles. Berta la había puesto al corriente de toda la trama de engaños urdida por César Barbosa, en la que María había resultado ser la cómplice amenazada, ellas, las víctimas inocentes, y la ruina de la revista, el resultado inevitable. Ahora, mientras esperaba a que Gaby se despidiera de Franklin en el portal, Asunción trataba de encontrar las palabras con las que darle las malas noticias con la mayor delicadeza posible.
No tuvo tiempo de ensayar el discurso. Gaby llegó canturreando a las nueve y media, subió los escalones de dos en dos, se desabrochó la gabardina colorada antes de ponerse a rebuscar en los intrincados barrios bajos de su enorme bolso las llaves de la oficina, se quitó la bufanda naranja, el gorrito azul, los guantes verdes. Se esquiló de tanta lana de colores. Abrió la puerta, entró, se sobresaltó al encontrarse a Asunción esperándola con el desayuno preparado sobre la fotocopiadora, calculó que tocaban a docena y media de churros por cabeza y entendió que se trataba de algo muy gordo.
—Anda, Gaby, tómate algo, entra en calor, siéntate aquí —le dijo Asunción señalándole la mecedora, que había traído a rastras desde el despacho de Berta y ahora ocupaba la mayor parte del espacio libre entre las mesas de trabajo y la librería.
—Esto no es para celebrar que Franklin y yo hemos hecho las paces. Ha pasado algo, ¿verdad?
—Hija, sí. Una cosa muy fea. —Asunción no pudo evitar que otra vez las lágrimas asomaran a sus ojos. Se tomó todo el chocolate de golpe y dejó la taza vacía sobre la alfombrilla del ratón de su ordenador.
Gaby obedeció. Tomó asiento y se agarró con fuerza a los reposabrazos como si aquella mecedora fuera una balsita en medio del océano.
—¿Tú te acuerdas de César Barbosa?
—El Pirata.
—Ése. Pues resulta que hace cosa de un año que anda liado con María.
—¡No jodas que el amante de María es Barbosa!