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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (13 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
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Uno de los tipos de mi madre. El primero. Ella tenía catorce años. Nunca lo vi: llore comisario. No llora. Ordena clasifica, no olvidará nada.

Y luego llega la espinosa cuestión de tía Julia y lo que «representa» para mí. Por cierto, ¿qué coño «representa»? Dejando al margen aquella sesión de radical autocrítica sexual. Y del artículo que está preparando; pero eso no cosa suya.

—Es demasiado pronto para contestar esta pregunta.

—O demasiado tarde.

Entonces aumenta algunos puntos el reostato de la lámpara para que yo advierta la real seriedad que acaba de instalarse en su rostro.

—Desconfíe de esa dama, señor Malausséne, no se deje arrastrar a cierta… —(reflexión)—… a cierta colaboración que podría usted lamentar.

(En boca cerrada no entran moscas).

—Los periodistas tienen el prurito de la espontaneidad sin la preocupación de sus consecuencias. Nosotros sabemos que la espontaneidad se educa.

—¿Nosotros? ¿Por qué nosotros?

(Se me ha escapado).

—Es usted un cabeza de familia, ¿no? Y en consecuencia, un educador. Yo también, a mi modo.

Tras ello, me comunica por segunda vez sus conclusiones. Bueno, no cree que sea yo el bombardero. Lo cierto es, sin embargo, que las bombas estallan por donde yo paso. De modo que alguien intenta colgarme el sambenito. ¿Quién? Misterio. Además, eso es sólo una simple hipótesis. Hipótesis que, en su momento, puede resultar cierta o falsa.

—¿En qué momento?

—Cuando estalle la próxima bomba, señor Malausséne.

Bravo. ¿Y si la próxima lo manda todo al carajo? Ingenua pregunta. Y la hago.

—Nuestros laboratorios no lo creen, ni yo tampoco.

Fin del interrogatorio con algunas sugerencias del comisario de división Coudrier, que son órdenes: tomaré dos o tres días de vacaciones para recuperarme, luego volveré al Almacén. No cambiaré mis costumbres ni mis itinerarios. Los especialistas de la observación me seguirán de la mañana a la noche. Todas las personas que se acerquen a mí serán definitivamente fotografiadas por aquellas cámaras vivientes. Los dos pasmas serán el alza, en cierto modo, y yo el punto de mira. Eso es. ¿Acepto? Vete a saber por qué, acepto.

—Bien, diré que lo acompañen a su casa.

Pulsa un botoncito (nueva concesión a la modernidad) y solicita a Elisabeth que tenga la bondad de decirle al inspector Caregga que suba. (¡Mira por dónde, café turco!)

—Una última cosa, señor Malausséne, la cuestión de sus agresores. Lo habrían matado si no hubiera estado allí uno de mis hombres. ¿Quiere denunciarlos? Tengo aquí la lista.

Saca de su cartapacio un papel y me lo tiende. Deseos furiosos de leer el papelucho. Ganas dementes de hundir a esa pandilla de imbéciles. Pero, «vade retro Satanás», el ángel diáfano que hay en mí responde «no», aun diciéndose que los ángeles son gilipollas.

—Como quiera. De todos modos, tendrán que responder por el delito de escándalo nocturno y deberán enfrentarse con la dirección del Almacén, que ha sido puesta al corriente.

Claro que eso no va a blindarme las costillas.

22

París duerme a pierna suelta y el inspector Caregga conduce como todos los pasmas del mundo escriben a máquina: con dos dedos, e hibernando, como siempre, en su chaquetón con cuello de piel. Le pregunto si puede dar un rodeo por casa de Théo. Y rodea.

Me dispongo a trepar de cuatro en cuatro los peldaños de mi colega, pero lo hago de cuarto en cuarto. Reanimación en cada rellano. Llego por fin a su puerta para encontrar, clavada en ella, una pequeña representación fotográfica de mi Théo vistiendo un delantal de ama de casa adornado con un ramillete de cuatro margaritas. Entendido. No está en casa. Está en la mía. Preocupados, los niños han debido de llamarlo y ha ido a hacer de canguro.

Cuando me reúno con él en su cacharro, el inspector Caregga está al borde de la jubilación. Para compensarlo por la breve espera, le digo que me deje en el cruce de la Roquette y la Folie-Régnault, a cincuenta metros de mi casa. Eso le evitará la vuelta por el bulevar. Muchas gracias, esta noche está de servicio y tiene bastante prisa. Salgo y arrastro mis huesos hacía los niños. Los niños… mis niños. Punzada en el corazón que, extrañamente, me hace pensar en el profesor Léonard. De modo que, así, sin más, a Leo el Natalista lo han apiolado en mi lugar de trabajo. No tenía jeta de frecuentar las grandes superficies, sin embargo. Y menos aún de jugar al fotomatón. El profesor Léonard estaba por completo hecho a mano. Cuando lo vi en aquella conferencia llevaba casi un kilo en trapos. Su zapato derecho no podía haber sido fabricado por el mismo artesano que su zapato izquierdo. Cada uno de ellos era la obra de toda una vida. No, un tipo de ese calibre no frecuenta los Grandes Almacenes. Si algún día baja al metro, sólo puede ser, sin duda, por efecto de una violenta emoción. O para pagar una prenda por lo del último rally de su hija. (Dios mío, ¿tan largos son cincuenta metros?). Léonard… el profesor Léonard… No era exactamente de la misma pasta que Sainclair. A él no le habían enseñado la Tradición. Había nacido en el serrallo. Había mamado los sacrosantos valores en los pechos de una auténtica nodriza, pura campiña garantizada. Probablemente doce generaciones de médicos patentados a sus espaldas. Antaño, médico del rey, hoy, presidente del Collége, ¿quién sabe? En lo más alto del candilero médico desde Diafoirus. Y que semejante hombre muera, víctima del azar, en un lugar tan público, en compañía de un mecánico de Courbevoie y un ingeniero de caminos, canales y puertos enamorado de su gemela… Comprometerse hasta ese punto… ¡La vergüenza de su familia! Lo enterrarán a hurtadillas, en una noche sin luna.

(¿Realmente sólo hay cincuenta metros?). Para el carro, Malausséne, eres un tío mierda que no sabe nada del Alto Copete. Prejuzgas e izquierdeas. La «adaptación», he aquí su única receta. La «adaptación» es el único secreto de su poder. Se adaptan. Acceden a la presidencia tocando el acordeón. Y no toman el metro porque bajan por los Campos Elíseos, a pie, con regia sencillez.

Loden verde por encima, Oceán por debajo. La adaptación…

En efecto, Théo está en casa. Y Clara. Y Thérése. Y Jérémy. Y el Pequeño. Y Louna. Y su vientre. Y Julíus. Que me saca la lengua. Los míos. Los míos de mí.

—¡Ben!

Ese grito. Y luego, luego nada más. Grito de dolor lanado, al verme, por una de las hermanas. ¿Cuál? Louna se ha puesto ambas manos en la boca. Thérése, sentada a su me mira como si mera un aparecido. (Y lo soy). Y Clara pie, deja que sus ojos se llenen de lágrimas. Luego su tantea a sus espaldas, encuentra la Leica, se la lleva al ojo diestro, ¡FLASH! El horror ha sido encauzado, mi jeta tiene ya la seguridad de que no alcanzará las proporciones del hombre elefante.

Por fin, Jérémy restablece el orden natural de las cosas preguntando:

—Vamos a ver, Ben, ¿podrías decirme por qué en francés, ese jodido participio pasado concuerda con la mierda del COD cuando está colocado delante del maldito auxiliar «ser»?

—«Haber», jérémy, delante del auxiliar «haber».

—Si tú lo dices. Théo no es capaz de explicármelo.

—Bueno, a mí la mecánica… —dice Théo con gesto evasivo.

Y explico, explico la antigua regla depositando un beso paternal en cada frente. Y es que, ya ven, antaño el participio concordaba con el COD, estuviera éste colocado antes o después del auxiliar «haber». Pero la gente fallaba tan a menudo en la concordancia, cuando estaba colocado después, que el legislador gramatical convirtió la falta en regla. Ya está. Así son las cosas. Las lenguas evolucionan movidas por la pereza. Sí, sí, «deplorable».

—La cosa ocurrió ante mi casa. Debían de sospechar que vendrías a saber noticias mías y se te echaron encima en la puerta de mi casa.

Estoy acostado en mi cama. Julius, sentado en el suelo, ha puesto su cabeza sobre mi vientre. Más de tres centímetros de una lengua fláccida, cálida, (¡viva!), descansan sobre mi pijama. Théo camina de un lado a otro.

—Cuando llegué al hospital, todo había terminado. Un pasma como un armario, disfrazado como un aviador de Normandía, te metía en su cacharro.

(Gracias, inspector Caregga).

—Creo que estaba siguiéndote. Cuando te vio entrar en mi casa, debió de aprovecharlo para ir a comprarse un paquete de cigarrillos y, cuando volvió, los demás estaban dándote estopa desde hacía un rato.

—¿Viste quiénes eran?

—En absoluto. Una ambulancia se llevaba a los agresores quienes el aviador había cascado. Creo que no se anduvo por las ramas.

(Gracias de nuevo, Caregga).

—¿Y tú, Théo, no tienes nada roto?

—Un traje hecho polvo.

Se detiene en seco y se vuelve hacia mí.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Ben?

—Hazla.

—¿Estás metido en lo de las bombas?

Y ahí, a fin de cuentas, la cosa me jodió un poco.

—No.

—Lástima.

Está claro, voy de sorpresa en sorpresa en los diálogos de esta noche.

—Porque, de ser así, casi te consideraría un héroe nacional.

Pero bueno, ¿qué le pasa a ése? No va a soltarme ahora lo de la podrida sociedad de consumo, él no, y no a mí, a nuestra edad no, con nuestro trabajo no.

—Suéltalo, Théo, ¿qué estás ocultando?

Se acerca, se sienta junto a la cabeza de Julius, cuyo ojo se mueve (¡Julius está vivo!) y adopta un aspecto de confidente shakesperiano.

—El tipo que se ha destripado en el fotomatón…

Murmullo…

—¿Si, Théo?

—¡Era un cabrón de la peor calaña!

No exageremos, la especie está bastante extendida y su atronada es excusable puesto que parece obligada.

—¿Lo conocías?

—No, pero sé cómo se divertía.

—¿Cascándosela en los fotomatones?

Brota un brillo en su mirada.

—Precisamente,
Ben
.

No acierto a ver que eso sea tan monstruoso (ni tan agradable).

—Contemplando allí sus pequeños recuerdos.

Voz repentinamente temblorosa. Temblorosa por cólera que me era desconocida.

—¡Vamos, Théo, suéltalo!

Se levanta, se quita el delantal de las margaritas, saca una cartera del bolsillo de su chaqueta, toma lo que me parece una fotografía antigua y me la tiende.

—Mira eso.

En efecto, es una fotografía bastante antigua, con los bordes dentados todavía, y en blanco y negro. Pero muy negro, mucho, Se ve el atlético cuerpo del profesor Léonard, con veinte o treinta años menos, desnudo de los pies hasta la cima puntiaguda de su cráneo, de pie, con los ojos llameantes y las fauces abiertas en un rictus demoníaco. Sus brazos tendidos inmovilizan sobre una mesa otro cuerpo.

—¡Oh, no…!

Levanto los ojos. Por el rostro de Théo chorrean las lágrimas.

—Está muerto, Ben.

Miro de nuevo la fotografía. ¿Qué instinto nos indica que un reloj está parado, aunque sea a la hora en punto? El niño que el profesor Léonard mantiene pegado a la mesa está muerto, no cabe duda.

—¿Dónde la encontraste?

—En la cabina, la tenía aún en la mano.

Largo silencio mientras miro la fotografía de más cerca. Está el hombre desnudo, sus músculos tensos, relucientes como relámpagos (los reflejos del flash en el sudor, supongo). Sobre lo que puede ser una mesa está la forma blanca del niño, con las piernas colgando. Y, al pie de la mesa…

—¿Qué ves al pie de la mesa?

Théo acerca la fotografía a mi lámpara de cabecera y se seca las mejillas con el dorso de la mano.

—No lo sé, ropa tal vez, un montón de ropa.

Sí. Un montón de algo que se disuelve en un camafeo de sombras cada vez más profundas, hasta esa oscuridad vibrante de la que brota la blanca visión del niño inmolado.

—¿Por qué no se la diste a la policía?

—¿Para que le echen mano al tipo que se cargó a ese mierda? ¡Ni hablar!

—Pero ha sido una casualidad, Théo, también hubieras podido ser tú.

Apenas he pronunciado la frase cuando empiezo a no creérmela del todo.

—Digamos que no deseo que metan a la casualidad en chirona, Ben.

—Deja aquí esta fotografía, no la lleves encima.

Tras la marcha de Théo, con la fotografía metida en el cajón de mi mesita de noche, me duermo. Como una piedra que cae. Cuando llego al fondo, una especie de gorila con jeta de incinerador se prepara una pepitoria de niños que se agitan en una sartén. Y entonces hacen su entrada los ogros Noel. Los ogros Noel…

23

«¡VIO LLEGAR SU MUERTE!», aúlla la primera página del periódico del día siguiente. Siguen cuatro ampliaciones de fotomatón que devoran toda la plana (¡carajo, es cierto que el aparato funcionaba!). Los cuatro últimos primeros planos del profesor Léonard.

El hombre es más que calvo, pelo afeitado y cejas depiladas. Tiene la frente alta, lisa, los arcos ciliares acentuados, las orejas puntiagudas, la mandíbula fuerte bajo unas mejillas abotargadas. La tez pálida, pero tal vez sea la iluminación. (De nuevo la sensación de haber visto este rostro en alguna parte). En la primera foto, su cabeza está ligeramente echada hacia atrás, la boca recta y sin labios parece una cicatriz en la parte inferior del rostro. Bajo los pesados párpados, la mirada es sombría, fría, totalmente inexpresiva, de una inquietante profundidad. El conjunto parece helado, no por falta de expresión natural sino por la deliberada voluntad de no expresar nada. En la segunda foto, aquel poderoso edificio de grasa y músculo parece preso de un temblor general. Los párpados se levantan, revelando por completo el iris atravesado por una pupila de un negro absoluto, que atrae irresistiblemente la mirada. Los labios esbozan un rictus, el rictus produce dos hoyuelos en los que se derrumba la masa de las mejillas. En la tercera foto, el rostro estalla. Los acentos circunflejos de los arcos ciliares se quiebran. La frente y cráneo se agitan en oleadas, las pupilas devoran el iris, la boca divide el rostro con una grieta diagonal, las mejillas parecen aspiradas, algo como una dentadura es proyectado hacia delante, todo está movido. La última fotografía es la de un muerto. Al menos la de su parte visible. Debió de aovillarse en el taburete giratorio después de la explosión. Sólo se ve la órbita izquierda, vacía y sanguinolenta. Parte de la piel del cráneo está arrancada.

Mi cabeza no tiene mucho mejor aspecto en las manos de Clara, que me cuida.

—Despacito con las compresas, me siento como una alcachofa al baño maría.

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