La falsa pista (19 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—Incluso he visitado a un especialista en Lund —prosiguió el padre—. Gertrud me ha llevado.

Su padre guardó silencio y se bebió el café. Wallander no sabía qué decir.

—En realidad he venido aquí para pedirte algo —dijo su padre mirándolo—. Si no es pedir demasiado.

En ese instante sonó el teléfono. Wallander descolgó sin contestar.

—Puedo esperar —dijo su padre.

—He avisado de que no quiero que me molesten. Mejor dime lo que quieres.

—Siempre he soñado con ir a Italia —dijo su padre—. Me gustaría ir antes de que sea demasiado tarde. Y había pensado ir contigo. Gertrud no tiene nada que hacer en Italia. Ni siquiera creo que le gustase ir. Y yo lo pagaré todo. Tengo dinero para eso.

Wallander miró a su padre. Parecía pequeño y encogido allí en la silla. Era como si hasta ese momento no fuese tan viejo como realmente era. Estaba aproximándose a los ochenta.

—Naturalmente que iremos a Italia —dijo Wallander—. ¿Cuándo habías pensado ir?

—Tal vez sea mejor no esperar demasiado —contestó—. He oído que no hace excesivo calor en septiembre. Aunque entonces quizá tú no puedas ir.

—Me puedo tomar una semana sin problemas. Pero ¿quizás habías pensado estar más tiempo?

—Una semana estará bien.

El padre se inclinó hacia delante y dejó el vaso. Luego se levantó.

—Ahora no te molestaré más —dijo—. Esperaré a Gertrud ahí fuera.

—Es mejor que te quedes aquí —sugirió Wallander.

El padre hizo un movimiento de rechazo con el bastón.

—Tienes mucho que hacer —dijo—. Sea lo que sea. Esperaré fuera.

Wallander le acompañó hasta la recepción, y allí se sentó en un sofá.

—No quiero que esperes aquí —dijo su padre—. Gertrud vendrá enseguida.

Wallander asintió con la cabeza.

—Claro que iremos a Italia —añadió—. Iré a verte en cuanto tenga tiempo.

—Puede que sea un viaje agradable —dijo el padre—. Nunca se sabe.

Wallander le dejó y se acercó a la chica de la recepción.

—Te pido perdón —se disculpó—. Hiciste muy bien en dejar esperar a mi padre en mi despacho.

Volvió a su despacho. De repente notó que sus ojos se llenaban de lágrimas. Aunque la relación con su padre era tensa y marcada por la mala conciencia, sentía una gran pena porque ahora se estaba alejando de él. Se colocó junto a la ventana y contempló el hermoso tiempo veraniego. «Hubo una época en la que estábamos tan unidos que nada podía separarnos. Fue aquella vez cuando los Jinetes de Seda, como les llamabas, venían en sus coches americanos de superlujo y compraban tus cuadros. Ya entonces hablabas de ir a Italia. En otra ocasión, hace solamente unos años, empezaste a caminar hacia Italia. Entonces te encontré, en pijama, con una maleta en la mano en medio de un campo. Pero ahora haremos ese viaje. Y no permitiré que nada lo impida.»

Wallander volvió a su escritorio y llamó a su hermana a Estocolmo. El contestador automático le informó de que no estaría de vuelta hasta la noche.

Tardó un buen rato en sacarse de la cabeza la visita de su padre y concentrarse de nuevo en la investigación. Estaba preocupado y le costaba serenarse. Aún se negaba a comprender la importancia de lo que había oído. No quería aceptar que fuese verdad.

Después de hablar con Hansson hizo un amplio resumen y un análisis de la situación del caso. Un poco antes de las once llamó a casa de Per Åkeson y le informó sobre sus puntos de vista. Al acabar la conversación se fue a casa, en la calle de Mariagatan, se duchó y se cambió de ropa. A las doce estaba de nuevo en la comisaría. Camino de su despacho fue a buscar a Ann-Britt Höglund. Le contó lo del papel manchado de sangre que había encontrado detrás de la caseta de los trabajadores de Obras Públicas.

—¿Has encontrado a los psicólogos de Estocolmo? —preguntó.

—Encontré a una persona llamada Roland Möller —contestó ella—. Estaba en su casa de campo a las afueras de Vaxholm. Todo lo que hace falta es que Hansson, como jefe en funciones, realice una petición formal.

—¿Has hablado con él?

—Sí, ya lo ha hecho.

—Bien —dijo Wallander—. Hablemos de otra cosa totalmente diferente. Si te comento que los criminales vuelven al lugar del crimen, ¿qué dices entonces?

—Que tiene tanto de mito como de certeza.

—¿En qué sentido es un mito?

—Porque se supone que es algo que ocurre siempre.

—¿Y qué dice la realidad?

—Que ocurre de vez en cuando. El ejemplo más clásico de nuestra historia judicial es de aquí, de Escania. El policía que al principio de los cincuenta cometió unos cuantos asesinatos y luego participó en la investigación de lo ocurrido.

—No es un buen ejemplo —objetó Wallander—. Se vio obligado a volver. Yo hablo de los que regresan por propia voluntad. ¿Por qué lo hacen?

—Para desafiar a la policía. Para reforzar su propia autoestima. O para informarse de lo que la policía realmente ha averiguado.

Wallander asintió pensativamente con la cabeza.

—¿Por qué preguntas todo esto?

—Tuve una sensación curiosa —respondió Wallander—. Me pareció ver en la finca de Carlman a alguien que ya había visto en la playa. Cuando investigamos el asesinato de Wetterstedt.

—¿Quién dice que no pueda ser la misma persona? —dijo ella sorprendida.

—Nadie, naturalmente. Sin embargo, había algo especial en esa persona. Sólo que no puedo recordar qué.

—No creo que te pueda ayudar.

—Lo sé —dijo Wallander—. Pero a partir de ahora quiero que se fotografíe muy discretamente a todos los que miren desde fuera del cordón policial.

—¿A partir de ahora?

Wallander se dio cuenta de que había dicho demasiado. Golpeó tres veces el escritorio con el dedo índice.

—Naturalmente, espero que no ocurra nada más —dijo—. Pero por si acaso.

Wallander acompañó a Ann-Britt Höglund a su despacho. Luego salió de la comisaría. Su padre ya no estaba en el sofá. Se dirigió a un puesto de comida rápida que había en una de las salidas de la ciudad y se comió una hamburguesa. En un termómetro, vio que estaban a veintiséis grados. A la una menos cuarto se encontraba de nuevo en la comisaría.

La rueda de prensa de ese día de San Juan en la comisaría de Ystad fue extraordinaria por la manera en que Wallander perdió el control por completo y dejó la sala antes de que hubiese acabado. Además, después se negó a disculparse. La mayoría de sus colegas opinaban que había actuado correctamente. Al día siguiente, sin embargo, Wallander recibió una llamada telefónica de la Jefatura Nacional de Policía; en el transcurso de la misma un mando engreído con cargo de director le advirtió sobre lo inoportuno de que los policías profiriesen palabras necias contra los periodistas. La relación entre los medios de comunicación y el cuerpo de policía ya era muy tensa y no soportaría presiones adicionales.

Fue hacia el final de la rueda de prensa cuando sucedió. Un periodista de un diario vespertino empezó a presionar a Wallander con preguntas concretas sobre el hecho de que el desconocido asesino arrancase la cabellera a las víctimas. Wallander intentó en la medida de lo posible mantenerlo en un plano en el que pudiese evitar tener que dar detalles demasiado sangrientos. Se contentó con decir que le habían arrancado un pedazo del cabello tanto a Wetterstedt como a Carlman. Pero el periodista no se daba por satisfecho. Siguió pidiendo detalles, aunque Wallander se negaba a añadir nada más, alegando razones técnicas de la investigación. A Wallander le torturaba un terrible dolor de cabeza. El periodista sostuvo que la obligación de Wallander era haber alegado, desde el principio, razones técnicas de la investigación para no tener que dar una información más detallada sobre las cabelleras arrancadas, y que hacerlo ahora, al final de la rueda de prensa, parecía una mera hipocresía. Wallander no pudo dominarse y se levantó tras golpear con fuerza la mesa con el puño.

—¡No permito que ningún periodista impertinente acuse a la policía de no saber poner límites a su trabajo! —rugió.

Las cámaras dispararon sus flashes. Luego concluyó rápidamente la rueda de prensa y abandonó la sala. Más tarde, cuando se hubo calmado, pidió disculpas a Hansson por haberse sobrepasado.

—No creo que tus disculpas cambien el contenido de ciertos titulares mañana —contestó Hansson.

—Era necesario poner un límite —dijo Wallander.

—Por supuesto que te doy la razón —dijo Hansson—. Pero sospecho que no todo el mundo lo hará.

—Me pueden suspender —dijo Wallander—. Me pueden destituir. Pero no me disculparé ante ese cabrón de periodista.

—La excusa se formulará discretamente por parte de la Jefatura Nacional al redactor jefe del periódico —dijo Hansson—. Sin que nosotros tengamos constancia de ello.

A las cuatro de la tarde el equipo de investigación se reunió a puerta cerrada. Hansson había dado órdenes estrictas de no ser molestados. A petición de Wallander, un coche fue a buscar a Per Åkeson. Sabía que las decisiones que se tomasen esa tarde podrían llegar a ser concluyentes. Tendrían que apuntar en varias direcciones a la vez. Mantener todas las puertas abiertas. Pero al mismo tiempo Wallander comprendió que deberían concentrarse en la pista central. Después de que Ann-Britt Höglund le diera un par de pastillas para el dolor de cabeza, Wallander se ensimismó durante unos quince minutos y reflexionó sobre lo que Lars Magnusson le había dicho, y sobre el hecho de que existiera un denominador común entre Wetterstedt y Carlman. ¿O había otra cosa de la que no se hubiese percatado? Buscaba en su cansado cerebro sin encontrar ninguna razón de peso para cambiar de idea. Por ahora concentrarían las investigaciones en la pista central, que giraba en torno al negocio del arte y los robos de obras de arte. Se verían obligados a ahondar en los rumores alrededor de Wetterstedt de hacía casi treinta años, y tendrían que hacerlo deprisa. Wallander, además, no albergaba ilusiones de obtener mucha ayuda por el camino. Lars Magnusson le había hablado de los agentes funerarios que limpiaban en las salas iluminadas y en los callejones oscuros por los que se movían los servidores del poder. Era allí dentro donde tendrían que iluminar con sus linternas, y sería muy difícil.

La reunión de investigación, que empezó a las cuatro en punto, fue una de las más largas a las que Wallander jamás había asistido. Estuvieron reunidos durante casi nueve horas antes de que Hansson la diese por concluida. Para entonces todos estaban demacrados por el cansancio. El tubo de pastillas para el dolor de cabeza de Ann-Britt Höglund había ido de mano en mano y ahora estaba vacío. Una montaña de vasos de café cubría la mesa. Cajas de pizzas a medio comer se amontonaban en un rincón de la habitación.

Wallander comprendió que esa larga reunión del equipo de investigación también había sido una de las mejores a las que había asistido como policía de homicidios. La concentración estaba omnipresente, todos contribuyeron con sus opiniones y la planificación de las pesquisas surgió como el resultado de la voluntad unísona de pensar con lógica. Después de que Svedberg repasara las conversaciones telefónicas que había mantenido con los dos hijos de Wetterstedt y su última ex esposa, aún no tenían un motivo. Hansson, además, había tenido tiempo de hablar con el hombre casi octogenario que había sido el secretario del partido durante la época de ministro de Justicia de Wetterstedt, sin que hubiese aportado nada sensacional. Le confirmaron que Wetterstedt fue muy polémico entre los miembros del partido. Pero nadie pudo negar su lealtad al mismo. Martinsson había mantenido una larga conversación con la viuda de Carlman. Todavía estaba bastante serena, aunque Martinsson opinaba que parecía estar bajo los efectos de calmantes. Ni ella ni sus hijos habían podido imaginar un móvil del asesinato que fuese evidente. Wallander, por su parte, relató su conversación con Sara Björklund, «la chacha». Después contó cómo había descubierto que la bombilla de la farola del jardín había sido desenroscada. Para concluir la primera parte de la reunión, relató cómo había encontrado el papel manchado de sangre detrás de una de las casetas de Obras Públicas.

Ninguno de los presentes se dio cuenta de que todo el tiempo también pensaba en su padre. Más tarde le preguntó a Ann-Britt Höglund si ella había notado lo disperso que había estado toda la tarde. Ann-Britt le contestó que le sorprendía que dijese eso porque parecía haber estado más entero y concentrado que nunca.

Sobre las nueve de la noche abrieron las ventanas de la sala e hicieron una pausa. Martinsson y Ann-Britt Höglund telefonearon a sus casas y Wallander pudo por fin encontrar a su hermana. Ella rompió a llorar cuando le habló de la visita de su padre y de que ahora se estaba alejando de ellos. Wallander intentó consolarla como pudo, pero también él luchaba contra el nudo que se le formaba en la garganta. Finalmente acordaron que ella llamaría a Gertrud al día siguiente y que iría a visitarle cuanto antes. Antes de terminar la conversación ella le preguntó si creía que su padre podía soportar un viaje a Italia. Wallander contestó la verdad, que no lo sabía. Pero defendió el viaje y le recordó que su padre, desde que eran niños, siempre había soñado con ir alguna vez en la vida a Italia.

Durante la pausa Wallander también intentó localizar a Linda. Después de quince tonos, desistió. Enfadado, decidió que le daría dinero para comprar un contestador automático.

De regreso a la sala de reuniones, Wallander abordó el tema de la conexión. Era eso lo que deberían buscar, pero sin excluir otras posibilidades.

—La viuda de Carlman estaba segura de que su marido nunca se había relacionado con Wetterstedt —dijo Martinsson—. Tampoco los hijos sabían nada. Buscaron en todas sus agendas sin encontrar el nombre de Wetterstedt.

—Arne Carlman tampoco aparecía en la agenda de Wetterstedt —añadió Ann-Britt Höglund.

—O sea, que el nexo es invisible —dijo Wallander—. Invisible o, mejor dicho, en la sombra. En alguna parte tenemos que encontrar un vínculo. Si lo logramos, tal vez divisemos también un posible autor de los delitos. O al menos un móvil convincente. Tenemos que excavar deprisa y hondo.

—Antes de que ataque de nuevo —dijo Hansson—. No sabemos si sucederá.

—Tampoco sabemos a quién debemos advertir —continuó Wallander—. Lo único que tenemos claro del autor o autores de los crímenes es que planifican lo que hacen.

—¿Estás seguro? —interrumpió Per Åkeson—. Esa conclusión me parece demasiado precipitada.

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