—Deprisa —apremió Stone—. Por aquí.
Otros quince metros de senderos rocosos como grandes peldaños hechos de piedra. Eran irregulares, demasiado anchos en algunos lugares, muy estrechos en otros.
Stone miró a Finn. Sabía que su amigo tenía una fuerza poco común y la resistencia casi infinita del SEAL de la Armada que había sido, pero funcionaba con aproximadamente la mitad del oxígeno necesario y la situación empeoraba por momentos.
Annabelle rodeaba a Caleb con el brazo, ayudándole a ascender por el sendero, pero Caleb se cansaba con rapidez. No tenía la resistencia ni el aguante de los demás.
Al final, se detuvo y se sentó, resoplaba con desesperación.
—Mar … marchaos. De … dejadme. No puedo …
Stone se dio media vuelta, pasó el brazo por debajo del hombro sano de Caleb y lo puso en pie. Caleb hizo una mueca de dolor.
—No vamos a dejar a nadie atrás —dijo—. O nos quedamos todos aquí o seguimos todos.
Continuaron avanzando con esfuerzo.
Annabelle fue la primera que la vio.
—¡Luz! —exclamó.
Corrieron hacia delante, animados porque quizá fuese el final de su viaje.
Se trataba de una hendidura natural en la cima de la montaña que décadas atrás Stone había agrandado para después cubrirla con materiales que había subido a hurtadillas del complejo. Los rayos de luz no engañaban. Fuera amanecía. A Stone le resultaba difícil creer que habían pasado varias horas en el interior de la montaña.
Alcanzaron la veta de luz. Stone se abrió camino entre el contrachapado y las placas de metal desplazadas que había colocado allí años atrás. La veta de luz se transformó en una abertura de unos treinta centímetros. Finn dejó a Knox en el suelo y ayudó. Treinta centímetros se convirtieron en un metro. Mucho más abajo oyeron una explosión, pero ahora ya habían salido de la montaña.
No obstante, Stone les pidió cautela.
—Estad preparados. Yo iré delante.
Todos se pusieron tensos. Finn cogió a Knox y desenfundó su arma. Chapman tenía la Walther en una mano y lo que parecía un cuchillo para lanzar en la otra. Annabelle sujetaba a Caleb, que estaba de pie, medio muerto tras la larga ascensión.
Stone dio un paso hacia delante, tropezó y a punto estuvo de caerse de rodillas. Miró hacia abajo.
—¡Mierda!
No se había tropezado a causa del irregular terreno. Habían extendido un cable entre los lados rocosos de la abertura. Miró hacia la derecha. Encajado en una grieta estaba el último explosivo. Tenía un temporizador. Quedaban cinco segundos.
—¡Retroceded! —gritó Stone mientras se lanzaba hacia la bomba. En ese mismo instante Chapman se precipitó hacia delante.
Annabelle gritó. Caleb gimió. Finn se tambaleó hacia atrás bajo el peso de Joe Knox.
Stone echó un vistazo a la agente del MI6. Ella no le miraba. Miraba fijamente la bomba, la mandíbula tensa, los brazos levantados. Se afianzó en el suelo de roca y se lanzó por delante de él.
—¡No, Mary! —gritó Stone.
El temporizador marcó el uno.
Otro funeral.
En el cementerio de Arlington.
Tres féretros alineados uno junto a otro que contenían a tres veteranos del ejército estadounidense.
Harry Finn.
Joseph Knox.
Y John Carr.
Las medidas de seguridad se habían duplicado a causa de lo ocurrido durante el último funeral. Se habían formado cuatro círculos de patrullas perimétricas. Había perros detectores de explosivos por todas partes. Debido a lo que ahora sabían sobre los nanobots, registraban a mano todos los bolsos, cacheaban a todas las personas, confiscaban todos los teléfonos móviles, los iPhone y cualquier tipo de dispositivo electrónico.
Sin duda las normas habían cambiado. Nada volvería a ser igual.
El presidente se encontraba allí para pronunciar el discurso panegírico. Contaban con la presencia de congresistas y militares destacados. Estaba Riley Weaver, director del FBI, y también los agentes Ashburn y Garchik. Sir James McElroy había acudido porque su primer ministro era uno de los asistentes. Como no pertenecía al ejército estadounidense ni cumplía ningún otro criterio satisfactorio, el féretro de Mary Chapman no estaba allí, pero el primer ministro iba a decir unas cuantas palabras emotivas sobre su sacrificio para ayudar al mayor aliado de Gran Bretaña.
Annabelle Conroy y Caleb Shaw tampoco estaban por la misma razón que Chapman. No cumplían los criterios para ser enterrados en el famoso cementerio. No obstante, el presidente iba a mencionar su hazaña.
Primero habló el primer ministro. Después subieron al podio varios dignatarios importantes, incluido Riley Weaver. No explicó lo que era la Montaña Asesina porque no era necesario. Se había mantenido a la prensa totalmente al margen de esa cuestión. Oficialmente, las muertes de Knox, Finn y Carr se habían producido en un enfrentamiento contra un grupo de narcotraficantes rusos que, con la ayuda de un agente del servicio secreto estadounidense convertido en traidor, había construido un laboratorio en un complejo abandonado que pertenecía al Gobierno. La bomba y el tiroteo de Lafayette Park y los posteriores asesinatos en Pensilvania, Virginia y Washington D.C, habían sido obra del mismo grupo. El presidente, que habló en último lugar, juró que haría todo lo que estuviese en su mano para que se hiciese justicia y que los autores de estos viles actos pagaran por ellos. La tensión entre americanos y rusos como es de suponer había alcanzado un máximo histórico.
Aproximadamente a un kilómetro de distancia, sobre una loma del cementerio de Arlington, la mujer contemplaba la ceremonia mientras fingía mirar la lápida desgastada de un general muerto hacía mucho tiempo. Gracias al sistema de megafonía instalado en todo el cementerio, oía todos los discursos. La mayoría no tenían interés para ella, pero el del presidente sí que le llamó la atención. Cuando mencionó al agente del Servicio Secreto convertido en traidor, no pudo evitar sonreír.
Sabía que la ceremonia se retransmitía en directo en todas las principales cadenas y en la televisión por cable. También sabía que Carlos Montoya la estaba viendo, porque se había comunicado con él y le había dicho que la viese.
El plan había funcionado, pese a que el presidente de Estados Unidos y su homólogo mexicano habían sobrevivido. Toda la culpa había recaído sobre los rusos. Su misión, contra todo pronóstico, había sido un éxito.
Se oyó un sonido breve del móvil. Miró el mensaje en español que acababa de aparecer en la pantalla.
«Buen trabajo.»
Buen trabajo, efectivamente.
Y a continuación apareció el resto del mensaje. Que todavía la animó más. Le enviaban a su cuenta el resto del dinero. Carlos Montoya le deseaba que todo le fuese bien. Ella tecleó su respuesta también en español.
«Hasta luego.»
Pero en realidad no era esa su intención. Había terminado. Ahí se acababa. Además, ¿cómo iba a conseguir superar eso?
Marisa Friedman se arregló su nuevo peinado, muy corto y teñido de castaño oscuro. Había utilizado técnicas infalibles para cambiar sus rasgos faciales hasta tal punto que ni siquiera sus amigos más íntimos podrían reconocerla. Podía caminar a su antojo por el cementerio sin preocuparse de que la reconocieran.
Se alejó del cementerio. Si se arrepentía de algo era de que John Carr no hubiese aceptado su oferta. Aunque no podía haber esperado que lo hiciese. En cuanto hubiese descubierto que ella estaba detrás de todo, y era el tipo de hombre que lo hubiese descubierto, habría tenido que matarlo de todas formas, pero podrían haber pasado un tiempo juntos. Alguien como Friedman, que había pasado sola gran parte de su vida, se habría conformado con eso.
Mil millones de dólares en su cuenta bancaria y el resto de su vida para hacer lo que quisiese. Suspiró satisfecha. No sucedía todos los días que uno lograse sacar adelante una de las operaciones más complicadas y extraordinarias de todos los tiempos. Su nueva documentación estaba en regla. Un paseo en avión privado la esperaba en el aeropuerto de Dulles. Al final había comprado una isla mediante una transacción realizada por un hombre de paja. Ahora su intención era no hacer absolutamente nada el resto del año, excepto tumbarse en la playa, leer, sorber una bebida fría y decidir qué iba a hacer después. Había pasado por delante de varios perros detectores de explosivos. Ninguno había notado nada. Ocultó su sonrisa mientras pasaba el muro de seguridad al salir del cementerio.
Nanobots.
Montoya había dedicado años y dos mil millones de dólares a maquinar la transformación de olores y la huella química detectables por aparatos a nivel molecular mediante este ejército microscópico de soldados programables. Ahora las drogas y cualquier cosa que en circunstancias normales sería detectada podían fluir libremente por todo el mundo, pero sobre todo podían entrar en Norteamérica. Drogas, armas, bombas, material nuclear. Esto realmente lo cambiaba todo. Las posibilidades para los delincuentes eran ilimitadas. Esa era una de las razones por las que Friedman había comprado esa isla tan lejana. No quería oír los gritos desde su patria.
«Que se jodan.»
Llegó hasta su coche. De alquiler. Observó el paisaje una vez más.
Descendió la mirada cuando el perro se le acercó. No llevaba correa, ni siquiera collar. Un perro callejero. Se inclinó para acariciarlo, pero el perro retrocedió.
—No pasa nada, bonito. No voy a hacerte daño.
El perro se acercó, como si quisiese comprobar sus intenciones, pero cuando ella alargó la mano, retrocedió otra vez, se sentó y empezó a aullar.
Un poco nerviosa, Friedman puso la llave en la cerradura de la puerta.
Cuando los hombres se aproximaron a ella, giró la cabeza rápidamente. Eran diez, la mitad de traje, la otra mitad de uniforme. Todos habían desenfundado las armas. Todos la apuntaban.
—¿Qué sucede? —preguntó. Se levantó las gafas de sol hasta la frente—. ¿Qué sucede? —repitió.
—Apártese del vehículo, las manos en la cabeza con los dedos entrelazados. ¡Ya! —ordenó uno de los hombres trajeados.
Friedman hizo lo que le ordenaron.
—¿El perro es de ustedes? Si es así, ha cometido un grave error. Pueden registrarme, no llevo explosivos ni drogas ni nada pare …
Marisa Friedman se quedó muda cuando le vio acercarse desde detrás del todoterreno aparcado al lado de su coche.
Oliver Stone metió las gafas de sol en el bolsillo del cortavientos. Detrás de él, Mary Chapman con las gafas de aviador puestas.
Algo hizo que Friedman mirase hacia su izquierda. Allí estaba Finn. Y a su lado Joe Knox en una silla de ruedas, la cabeza vendada y el brazo derecho en cabestrillo.
Cuando Friedman volvió a posar su mirada en Stone, dio otro respingo.
Caleb Shaw, que también llevaba un cabestrillo, y Annabelle Conroy, con aspecto de estar perfectamente bien, se encontraban de pie detrás de su amigo.
Friedman apartó la mirada de Stone el tiempo suficiente para mirar al perro, que se acababa de sentar a tan solo unos pasos de ella.
Sonrió.
—Qué perro más salado.
—El perro ha sido tu perdición —dijo Stone.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Stone hizo el gesto de oler la muñeca.
—Siempre es un error revelar cualquier cosa que sea cierta sobre uno mismo porque después se puede utilizar contra ti.
—No entiendo.
—¿El perfume tailandés que ejerce un efecto visceral en los hombres? ¿Dos corazones en uno? Muy difícil de encontrar, pero no imposible con el apoyo del gobierno de Estados Unidos. —Miró al perro—. Y un olor muy característico. Con olfatearlo una sola vez, este perrito ha tenido suficiente para encontrarte en un lugar tan grande como Arlington.
—¿Cómo sabías que iba a estar aquí?
—¿Cómo no ibas a estar? —repuso Stone.
—¿Habrías venido si hubiese sido al revés?
—No.
—¿Por qué?
—Porque nunca me he regodeado de matar a nadie.
Ella dejó de sonreír.
—No me regodeaba. Prefiero pensar que presentaba mis respetos a un digno adversario.
—Acabamos de interceptar el correo electrónico que te ha enviado Montoya y también tu respuesta. ¿«Hasta luego»? Bonito toque. Mil millones de dólares es una buena remuneración. Y lo mejor de todo es que nos permite establecer una conexión directa entre tú y él. Sus días también están contados.
Miró a su alrededor a todos los hombres armados.
—No parece que vaya a poder gastarme los mil millones. —Se quedó callada—. Me quito el sombrero por el hecho de que hayas descubierto lo de los nanobots y lo de los olores. La verdad es que creía que eso lo tenía bien atado.
—Y lo tenías. Ha sido más por suerte que por lógica.
—Lo dudo. Nadie tiene tanta suerte. Cuando Montoya vio al presidente salir ileso de la explosión, no se puso contento.
—De ahí tu plan «de regreso».
Friedman asintió con la cabeza.
—Siempre se tiene un plan B, porque el plan A no siempre funciona.
—Para entonces la mayoría de las personas se habría limitado a largarse.
—Solo tenía quinientos millones de dólares. Lo quería todo. Y quería llevar el plan hasta el final, para ver si lo lograba. Los mejores pueden, ya sabes. Cuestión de orgullo.
—Estuviste a punto de conseguirlo.
—La verdad es que ya no importa. ¿Puedo preguntarte cómo lograste salir? La verdad es que pensaba que tenía todo cubierto en la Montaña Asesina.
—Y lo tenías. Especialmente en el caso de la tercera salida. ¿Puedo preguntarte cómo lo hiciste?
—Como te dije, te estudiábamos en clase.
—Bueno, ya está bien de tanto rollo —dijo una voz fuerte. Apareció Riley Weaver, con el director del FBI y la agente Ashburn inmediatamente detrás—. ¡Cómo puedes estar tan tarada, Friedman! —gritó Weaver señalándola con un dedo regordete.
Ni siquiera se molestó en contestarle. Mantuvo la mirada en Stone y sonrió.
—Un hombre como tú se busca la vida. Encontré a otros dos miembros de la Triple Seis que conocían la salida a través de la cocina. Así que estaba segura de que habías encontrado otra más, una que solo conocieses tú.
—¿Por qué? —preguntó Stone.
—Porque no confiabas en nadie excepto en ti. Ni siquiera en tus compañeros asesinos. La verdad es que no.
—¿Qué te hizo pensar eso?
—Porque yo tampoco he confiado nunca en nadie. Aparte de en mí misma.