La espada del destino (5 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La espada del destino
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—Además de los hechiceros, ¿a quién contáis entre ese resto? —se interesó Jaskier.

—Por supuesto que no a musicantes ni juntaversos —se rió Yarpen Zigrin—. Incluimos a aquellos que trabajan con hachas y no con laúdes.

—Ajá —dijo Tres Grajos, mirando al cielo estrellado—.Y ¿con qué trabajan el zapatero Comecabras y su patulea?

Yarpen Zigrin escupió al fuego, murmurando algo en enanés.

—La milicia de Holopole conoce estas putas sierras y hace de guía —dijo en voz baja Boholt—, así que de justicia es dejarlos tomar parte en el botín. El zapatero, sin embargo, es cosa aparte. ¿Sabéis?, no estaría bien que la bellaquería entera tornara a creer que si aparece un dragón en el vecindario, en vez de mandar buscar a los profesionales, se le puede echar un venenillo como el que no quiere la cosa y seguir guarreando con las mozas en el pajar. Si tal proceder se generalizase, íbamos a acabar teniendo que ir a mendigar. ¿No?

—Cierto —añadió Yarpen—. Por eso os digo que a ese zapatero le tiene que pasar algo malo por pura casualidad, antes de que el cabronazo entre en la leyenda.

—Le tiene que pasar y le pasará —dijo Devastadón con énfasis—. Dejádmelo a mí.

—Y Jaskier —se le ocurrió al enano— le va a sajar el culo en un romance; en ridículo lo va a poner. Para que le alcancen la vergüenza y la ignominia por los siglos de los siglos.

—Os habéis olvidado de alguien —dijo Geralt—. Hay aquí uno que os puede aguar la fiesta. Uno que no hará partición alguna ni acuerdos. Hablo de Eyck de Denesle. ¿Habéis hablado con él?

—¿De qué? —inquirió Boholt, mientras reavivaba el fuego con un palo—. Con Eyck, Geralt, no se puede hablar. Él no entiende de negocios.

—Según nos acercamos a vuestro campamento —dijo Tres Grajos— nos lo encontramos. Estaba de rodillas sobre una piedra, con toda la armadura, y miraba como un bobo al cielo.

—Siempre hace lo mismo —habló Cortapajas—. Medita o hace rezos. Dice que tiene que hacerlo, porque los dioses le mandaron proteger a la gente del Mal

—Allá en mi tierra, en Crinfrid —murmuró Boholt—, a los tales se los guarda en los establos, atados a una cadena, y se les da un cacho de carbón, y entonces ellos pintan cosas raras en las paredes. Pero basta ya de murmurar del prójimo; de negocios estábamos hablando.

En el círculo de luz entró sin hacer ruido una joven no muy alta de cabellos negros sujetos con una red de oro y envuelta en una capa de lana.

—¿Qué es lo que apesta tanto aquí? —preguntó Yarpen Zigrin, fingiendo como que no la veía—. ¿No será azufre?

—No. —Boholt, mirando a un lado, aspiró aire por la nariz, desafiante—. Es almizcle o puede que otro perfumillo.

—No, creo que es... —El enano frunció el ceño—. ¡Ah! ¡Es la noble doña Yennefer! ¡Bienvenida, bienvenida!

La hechicera recorrió con la mirada lentamente a los allí reunidos, detuvo por un momento sus ojos relampagueantes sobre el brujo. Geralt sonrió suavemente.

—¿Permitís que me siente?

—Pero por supuesto, benefactora nuestra —dijo Boholt y soltó un hipido—. Sentaos aquí, en la montura. Menea el culo, Kennet, y dale la silla a la hermosa hechicera.

—Los señores hablan aquí de negocios, por lo que oigo. —Yennefer se sentó, echando hacia delante unas agraciadas piernas embutidas en medias negras—. ¿Sin mí?

—No nos atrevimos —dijo Yarpen Zigrin— a importunar a persona de tanta importancia.

—Tú, Yarpen —Yennefer entrecerró los ojos, volvió la cabeza hacia el enano—, mejor cállate. Desde el primer día me desafías tratándome como si fuera aire, así que sigue haciendo lo mismo en adelante, no te molestes. Porque a mí tampoco me molesta.

—Pero qué decís, señora. —Yarpen mostró sus dientes irregulares en una sonrisa—. Que se me coman las pulgas si no os trato mejor que al aire. Al aire, por ejemplo, lo jodo a veces, lo que con vos no me atrevería a hacer en ningún caso.

Los barbados «muchachos» risotearon a grandes voces, pero se callaron a la vista del aura azulada que súbitamente rodeó a la hechicera.

—Una sola palabra más y de ti no quedará más que un poco de aire jodido, Yarpen —dijo Yennefer con una voz en la que resonaba el metal—. Y una mancha negra en la hierba.

—Pues eso. —Boholt carraspeó, descargando el silencio que había caído—. Calla, Zigrin. Escuchemos qué tiene que decirnos doña Yennefer. Se quejó ahora mismo de que sin ella de negocios hablamos. De lo que deduzco que tiene para nosotros alguna propuesta. Escuchemos, señores míos, qué propuesta es. Salvo que nos propusiera que ella sola, con hechizos, se cargara al dragón.

—¿Y qué? —Yennefer alzó la cabeza—. ¿Piensas que es imposible, Boholt?

—Y puede que posible. Pero a nosotros no nos traería cuenta, porque seguro que entonces pediríais la mitad del tesoro dragonero.

—Cómo mínimo —dijo con frialdad la hechicera.

—Bueno, entonces vos misma veis que esto para nosotros no es negocio. Nosotros, señora, pobres guerreros somos, si el botín se nos escapa, nos veremos en los brazos del hambre. Nosotros, de acederas y armuelles nos alimentamos...

—Y fiesta es cuando alguna vez una marmota cazamos —dijo Yarpen Zigrin con voz triste.

—...y agua de la fuente bebemos. —Boholt echó un trago de la damajuana y se estremeció ligeramente—. Para nosotros, doña Yennefer, no hay salida. O el botín o helarse en invierno junto a una cerca. Y las posadas son caras.

—Y la cerveza —añadió Devastadón.

—Y las hembras de mal vivir —dijo, soñador, Cortapajas.

—Por eso —Boholt miró al cielo—, nosotros, sin encantamientos y sin vuestra ayuda, mataremos al dragón.

—¿Estás seguro? Recuerda que hay límites de lo posible, Boholt.

—Puede ser, pero yo nunca los encontré. No, señora. Lo digo otra vez: solos mataremos al dragón, sin encantamiento alguno.

—Sobre todo —añadió Yarpen Zigrin—, porque los encantamientos seguro que tienen también sus límites de lo posible, los cuales, a diferencia de los nuestros, no conocemos.

—¿Tú sólito has pensado eso —preguntó despacio Yennefer—, o alguien te lo ha dicho? ¿No es la presencia del brujo en este noble círculo lo que os permite estar tan confiados?

—No —dijo Boholt, mientras miraba a Geralt, que fingía echar una cabezada, tumbado sobre la manta y con la cabeza apoyada en la montura—. El brujo no tiene nada que ver con esto. Escuchad, noble Yennefer. Propusimos algo al rey; no nos honró con una respuesta. Esperaremos pacientemente hasta el alba. Si el rey el trato acepta, seguiremos juntos hacia delante. Si no, nos volvemos.

—Nosotros también —bramó el enano.

—Regateo no habrá —continuó Boholt—. O todo o nada. Repetidle nuestras palabras a Niedamir, doña Yennefer. Y os diré: el trato es bueno para vos también, y para Dorregaray, si os ponéis con él de acuerdo. A nosotros, sea dicho, el cadáver del dragón no nos es necesario; sólo la cola nos llevaremos. Y el resto será vuestro; tomad y coged lo que queráis. No os escatimaremos ni los dientes ni el cerebro, nada de lo que os sea necesario para vuestras hechicerías.

—Por supuesto —añadió Yarpen, riéndose—. La carroña será para vos, hechiceros, nadie os la quitará. A no ser que sean algunos otros buitres.

Yennefer se levantó, echándose la capa sobre los hombros.

—Niedamir no va a esperar hasta el amanecer —dijo enfadada—. Acepta vuestras condiciones desde ahora mismo. En contra, sabedlo, de mi consejo y del de Dorregaray.

—Niedamir —fue diciendo poco a poco Boholt— muestra un buen juicio que asombra en tan joven rey. Porque para mí, doña Yennefer, el buen juicio significa, entre otras cosas, la capacidad de dejar que entren por un oído y salgan por el otro los consejos idiotas o falsarios.

Yarpen Zigrin se mesó la barba.

—Ya diréis otra cosa —dijo la hechicera poniendo los brazos en jarras— cuando mañana el dragón os aplaste, os agujeree y os rompa la crisma. Me vendréis a besar las botas y a suplicar ayuda. Como siempre. Que bien os conozco, que bien conozco a los que son como vosotros. Hasta la náusea os conozco.

Se dio la vuelta, se introdujo en las tinieblas, sin despedirse.

—En mis tiempos —dijo Yarpen Zigrin—, los hechiceros vivían en torres, leían libros de ciencia y removían los crisoles con la badila. No se les metían entre las patas a los guerreros, no se mezclaban en nuestros asuntos. Y no meneaban el culo delante de los muchachos.

—Culo que, para ser sincero, no es gran cosa —dijo Jaskier, templando el laúd—. ¿Qué, Geralt? ¿Geralt? Eh, ¿dónde se ha metido el brujo?

—¿Y qué nos importa a nosotros? —murmuró Boholt, echando más leña al fuego—. Se fue. Quizás a cambiar el agua a las aceitunas, señores míos. Asunto suyo.

—Seguro —aceptó el bardo y pasó el laúd por las cuerdas—. ¿Os canto algo?

—Canta, joder —dijo Yarpen Zigrin y escupió—. Pero no pienses que te voy a dar ni un céntimo por tus berridos. Esto, chaval, no es un palacio real.

—Eso se ve —movió la cabeza afirmativamente el trovador.

V

—Yennefer.

Se dio la vuelta, como sorprendida, aunque el brujo no dudaba de que ya de lejos había escuchado sus pasos. Puso sobre la tierra el cubo de madera, se irguió, retiró de su frente los cabellos que se escapaban bajo la redecilla de oro, los rizos retorcidos que caían sobre los hombros.

—Geralt.

Como de costumbre, sólo llevaba dos colores, negro y blanco. Negros cabellos, negras y largas pestañas que obligaban a adivinar el color de los ojos escondidos por ellas. Una falda negra, un corto caftán negro con cuello de piel blanca. Una camisa del más fino lino. En el cuello una cinta negra de terciopelo adornada con una estrella de obsidiana cuajada de diamantes.

—No has cambiado nada.

—Tú tampoco. —Yennefer frunció los labios—. Y en ambos casos es lo normal. O, si prefieres, lo anormalmente normal. De cualquier modo, decir esto, aunque pueda ser una buena forma para comenzar una conversación, es absurdo. ¿No es cierto?

—Cierto —afirmó él con un ademán de la cabeza, miró a un lado, en dirección a la tienda y las hogueras de los arqueros reales, medio escondidas detrás de las negras siluetas de los carromatos. Desde el fuego más alejado les alcanzaba la sonora voz de Jaskier cantando «Estrellas en el camino», uno de sus romances de amor más conseguidos.

—En fin, ya hemos dejado atrás la introducción —dijo la hechicera. Escuchemos lo que sigue.

—¿Ves, Yennefer...?

—Veo —le cortó con fuerza—. Pero no comprendo. ¿Por qué has venido aquí, Geralt? ¿Seguro que no es por el dragón? Supongo que en este aspecto no habrás cambiado.

—No. No he cambiado.

—Entonces, pregunto, ¿por qué te has unido a nosotros?

—Si dijera que a causa tuya, ¿lo creerías?

Lo miró en silencio, y en sus ojos relampagueantes brillaba algo que no le gustaba.

—Te creo, por qué no —dijo por fin—. A los hombres les gusta encontrarse con sus antiguas amantes, les gusta revivir los recuerdos. Les gusta imaginarse que los antiguos arrebatos amorosos les dan algo así como un derecho perpetuo de propiedad sobre la mujer. Tal cosa influye positivamente sobre su estado de ánimo. No eres una excepción. Pese a todo.

—Pese a todo —sonrió—. Tienes razón, Yennefer. Verte influye maravillosamente sobre mi estado de ánimo. En otras palabras, me alegro de verte.

—¿Y eso es todo? Bueno, digamos que yo también me alegro. Alegrados ya, te deseo buenas noches. Me voy, como ves, a dormir. Antes de ello tengo intenciones de lavarme, y para esta actividad tengo la costumbre de desnudarme. Así que vete, para concederme al menos la cortesía de un mínimo de discreción.

—Yen.

Desplazó una mano hacia ella.

—¡No me llames así! —gritó ella con rabia, saltando, y de los dedos que apuntó en dirección a él salieron chispas rojas y azules—. Si me tocas te quemaré los ojos, canalla.

El brujo retrocedió. La hechicera, algo más tranquila, se retiró de nuevo los cabellos de la frente, se puso frente a él con los puños apoyados en las caderas.

—¿Qué pensabas, Geralt? ¿Que íbamos a charlotear alegremente, que íbamos a recordar viejos tiempos? ¿Que quizá después de terminar con la charla nos íbamos a ir juntos al carro e íbamos a hacer el amor, así, para reavivar los recuerdos? ¿Qué?

Geralt, sin estar seguro de si la hechicera le leía el pensamiento por medio de la magia o si sólo lo había adivinado, calló, adoptó una sonrisa torcida.

—Estos cuatro años han hecho lo suyo, Geralt. Ya se me ha pasado y única y exclusivamente por ello no te escupí a los ojos cuando te vi hoy. Pero no te dejes engañar por mi cortesía.

—Yennefer...

—¡Calla! Te di a ti más que a cualquier otro hombre, maldito seas. Y tú... Oh, no, querido mío. No soy una puta ni una elfa encontrada en el bosque, a la que se pueda abandonar por la mañana, irse sin despertarla, dejando sobre la mesa un ramito de violetas. A la que se puede dejar al hazmerreír. ¡Ten cuidado! ¡Si dices ahora siquiera una palabra lo vas a lamentar!

Geralt no dijo ni palabra, percibió sin error posible cómo le volvía el enfado a Yennefer. La hechicera se retiró de nuevo de la frente los cabellos desobedientes, lo miró a los ojos desde cerca.

—Nos hemos encontrado, qué se le va a hacer —dijo en voz baja—. No vamos a dar un espectáculo ante todos éstos. Vamos a mantener el tipo. Fingiremos ser buenos conocidos. Pero no cometas un error, Geralt. Entre tú y yo no hay ya nada. Nada, ¿entiendes? Y alégrate porque esto significa que he rechazado ciertos proyectos que todavía no hace mucho tenía con respecto a ti. Pero no significa que te haya perdonado. No te perdonaré, brujo. Nunca.

Se dio la vuelta con brusquedad, agarró el cubo, derramando agua, se fue hacia el carro.

Geralt espantó un mosquito que le zumbaba junto al oído, caminó con lentitud hacia el fuego ante el que unas escasas palmas recompensaban la actuación de Jaskier. Miró al cielo granate por encima de la dentada y negra cadena de cumbres. Tenía ganas de reír. No sabía por qué.

VI

—¡Cuidado allí! ¡Atentos estad! —gritaba Boholt mientras se daba la vuelta sobre el pescante, en dirección a la columna—. ¡Más cerca de las peñas! ¡Estad atentos!

Los carros se seguían unos a otros tropezando sobre las piedras. Los carreteros maldecían, azotaban a los caballos con las riendas, se inclinaban, atisbaban para ver si las ruedas estaban a suficiente distancia de los límites del talud junto al que corría un camino estrecho y desigual. Abajo, en el fondo del precipicio, se amontonaba la espuma blanca entre las rocas del río Braa.

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