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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (20 page)

BOOK: La edad de la duda
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Buenas noches habría sido más apropiado.

¡Madre mía, qué humillación! ¡Como para desear que se lo tragara la tierra! Con todo, la cosa tenía un lado bueno: el
dottor
Lattes nunca más le preguntaría por su familia.

Por otra parte, con el cabreo, al jefe superior se le había escapado un detalle importante: que le había devuelto el caso no por voluntad propia sino por obligación. Por tanto, había intervenido alguien. Pero ¿quién? Y sobre todo, ¿por qué?

Sin embargo, considerando que la llamada del jefe superior ya se había producido y que para sus preguntas no era posible encontrar una pronta respuesta, decidió ir a comer a la
trattoria
de Enzo.

• • •

Fue mientras se acercaba al puerto para dar el habitual paseo cuando se le ocurrió una idea. Quizá pudiera hacer algo que facilitara que a la señora Giovannini se le soltase la lengua y le revelara finalmente a Mimì lo que hacía navegando de acá para allá, y confirmar de ese modo sus chanchullos.

Hizo el recorrido largo, y al llegar a la altura del
Vanna
se dirigió decidido hacia la pasarela y subió a la cubierta.

—¿Hay alguien?

Le respondió el capitán Sperli desde abajo:

—¿Quién es?

—El comisario Montalbano.

—Venga, venga.

Bajó a la sala común por la escotilla. El capitán estaba terminando de comer; a su lado se hallaba Digiulio, que hacía de camarero.

—¡Ah! —exclamó Montalbano—. Si está comiendo, vuelvo más tarde.

—¡Por favor! Si ya he acabado… ¿Toma un café conmigo?

—Con mucho gusto.

—Siéntese.

—¿No está la señora?

—Sí, pero está descansando. Si quiere…

—¡No, no; déjela dormir! Me he enterado de que han tenido problemas por el carburante. ¿Cómo está la situación?

—Al parecer ha sido una falsa alarma.

—Entonces, ¿piensan zarpar pronto?

—Si mañana por la mañana nos entregan al pobre Chaikri, como nos han asegurado, celebramos el funeral y por la tarde zarpamos.

Digiulio llevó el café. Lo tomaron en silencio. Luego Montalbano empezó a rebuscar en uno de sus bolsillos. Para encontrar más fácilmente lo que necesitaba, sacó los papeles que le había dado Catarella y los dejó sobre la mesa. En el primero estaba impreso en grandes caracteres: «Proceso de Kimberley.» Aún no había tenido tiempo de leerlos, pero, cualquiera que fuese su contenido, debían de tener un significado preciso para el capitán, dado que la señora Giovannini guardaba en la caja fuerte una carpeta etiquetada con ese nombre. Y efectivamente, en cuanto Sperli posó la vista en el papel, Montalbano vio que se sobresaltaba. Finalmente sacó del bolsillo un paquete de tabaco, encendió un cigarrillo y volvió a guardarse los papeles.

Así pues, Sperli se había puesto nervioso.

—Si quiere hablar con la señora, puedo…

—Deje, deje —dijo Montalbano, levantándose—. No es nada importante. Volveré a pasar dentro de un rato. Buenas tardes.

Subió a la cubierta y bajó al muelle. Sperli no se había movido; parecía haberse transformado en piedra.

Quizá fuera oportuno enterarse de qué era el Proceso de Kimberley, puesto que había causado tan hondo efecto en el capitán. Pero lo haría más tarde, en el despacho. Ahora tocaba el paseo.

• • •

Mientras estaba sentado en la roca plana, de repente el pensamiento de Laura lo asaltó con la violencia de un perro rabioso. Sintió un auténtico dolor físico. Tal vez esa violencia se debía a que durante un tiempo había conseguido no pensar en ella gracias a la investigación; tal vez era una especie de venganza. Pero ahora su ausencia se había vuelto lacerante, una herida.

No, no podía llamarla, no debía. Pero al menos podía hacer una cosa sin que tuviera consecuencias.

Subió al coche y se dirigió hacia Capitanía. Delante de la puerta estaban el centinela y dos marineros hablando. Pasó de largo y aparcó más adelante, de modo que por el retrovisor podía ver quién entraba o salía.

Estuvo allí un cuarto de hora, fumando un cigarrillo tras otro. Hasta que, en un momento de lucidez, sintió vergüenza de sí mismo.

¿Qué hacía allí? Esas cosas no las había hecho ni cuando tenía dieciséis años, ¿y las hacía ahora que tenía cincuenta y ocho? ¡Cincuenta y ocho, Montalbà! No lo olvides, ¿o acaso es la estupidez de la vejez lo que te empuja a actuar así?

Humillado y entristecido, arrancó y se fue a la comisaría.

• • •

Nada más sentarse, sacó los papeles de Catarella para empezar a leerlos, pero sonó el teléfono.

—¡Ah,
dottori
! Está al
tilífono
el
dottori
Lattes, que dice que…

—¡No estoy!

Lo dijo tan fuerte que Catarella dio un respingo.

—¡Virgen santísima,
dottori
! ¡
Mi
ha dejado sordo!

Montalbano colgó. No se sentía con ánimos de hablar. ¿Qué justificación podría darle a Lattes? ¿Cómo iba a pedirle disculpas? ¿Con qué palabras? ¿Por qué había sido tan cabronazo y no había seguido el consejo de Livia?

El Proceso de Kimberley era…

El teléfono sonó de nuevo.

—Disculpe,
dottori
, pero hay una
siñorita
que dice que querría hablar con usía personalmente en per…

—¿Está al teléfono?

—No,
siñor
, está aquí.

No tenía tiempo; debía leer sin falta aquellos papeles.

—Dile que venga mañana por la mañana.

El Proceso de Kimberley era…

De nuevo el teléfono.


Dottori
, pido comprensión y perdón, pero la
siñorita
dice que es urgentísimo.

—¿Te ha dicho cómo se llama?

—Sí,
siñor.
Vanna Digiulio.

Capítulo 17

Decir que le había sorprendido no era exacto; si acaso, sintió una especie de pequeña satisfacción por haber acertado de pleno, porque en realidad estaba seguro de que, antes o después, la joven se presentaría para explicarle todo el asunto. Pero una cosa sí le sorprendió, y no poco: que Catarella, por primera vez en su vida, hubiera dicho bien un nombre, sin equivocarse ni deformarlo.

Al verla, por un instante pensó que aquella joven no era la misma que él había conocido. Y que la cosa estaba más embrollada de lo que pensaba. Pero ¿cuántas Vanna Digiulio existían?

Esta era rubia, no llevaba gafas, tenía unos preciosos ojos azules y, sobre todo, no ponía aquella cara de perro apaleado que provocaba compasión. Es más, por cómo andaba, parecía una persona decidida y segura de sí misma.

Sonrió a Montalbano mientras le tendía la mano. Y él, de pie, le devolvió la sonrisa.

—La esperaba —dijo el comisario.

—Y yo estaba segura de que me esperaba —repuso ella.

Empatados. Se le daba bien la esgrima. Montalbano le indicó la silla que había delante de la mesa, y ella se sentó después de dejar en el suelo el gran bolso que llevaba en bandolera.

Empezó a hablar sin que el comisario le hubiera preguntado nada.

—Me llamo Roberta Rollo y tengo el mismo grado que usted, pero desde hace tres años dependo directamente de la ONU.

O sea, que se trataba de algo gordo. Y ella podía tener el mismo grado que él, pero seguro que era bastante más importante que un simple comisario de policía. Montalbano quiso hacer la prueba.

—¿Es usted quien ha obligado al jefe superior a que me reasignara el caso?

—Yo personalmente no. Pero he movido algún que otro peón adecuado —respondió sonriendo.

—¿Puedo hacerle unas preguntas?

—Estoy en deuda con usted. Pregunte, por favor.

—¿Chaikri era su informador en el
Vanna
?

—Sí.

—¿La persona con la que Chaikri habló en el cuartel de los carabineros era usted?

—Sí.

—El teniente me insinuó que se trataba de terrorismo, pero yo no lo creo.

—Eso no es una pregunta, sino una afirmación. De todos modos contestaré. Hace bien en no creerlo.

—Porque se trata de tráfico de diamantes.

A Roberta se le pusieron los ojos como platos, unos ojos que se convirtieron en dos lagos azul celeste.

—¿Cómo se las ha arreglado para averiguarlo tan deprisa? Me habían dicho que era usted buen policía, pero no creía que…

—Usted no va a la zaga; consiguió convencerme totalmente con aquella historia de que era la sobrina un poco marginada de la rica propietaria de un velero… ¿Sabe? Hasta llegó a darme un poco de pena. Pero entonces, ¿por qué al mismo tiempo me proporcionó indirectamente una serie de pistas que me llevarían a concluir que era usted una persona distinta de aquella por la que se hacía pasar?

—Nada me impide contárselo todo. La mañana que nos conocimos, cuando me salvó de una situación inesperada y difícil, usted se presentó como el comisario Montalbano. Y era, casualmente, justo la persona que me habían indicado para colaborar en la operación que debía poner en marcha poco después.

—Es decir…

—Habíamos sabido que Émile Lannec…

Montalbano negó con la cabeza.

—¿Qué pasa?

—No se llamaba Lannec, sino Jean-Pierre David.

Roberta se quedó boquiabierta.

—¡Así que Lannec era David!

—¿Lo conocía?

—Ya lo creo. Pero no sabíamos que eran la misma persona. ¿Cómo lo ha averiguado?

—Después se lo cuento. Ahora continúe.

—Bien, sabíamos que Lannec había salido de París para venir aquí. Entonces…

—¿Cuál era el papel de Lannec?

—Espere. Nosotros creíamos que Lannec era una especie de hombre para las emergencias. Intervenía cuando había dificultades.

—Y cuando era David, ¿qué funciones tenía?

—Era uno de los jefes de la organización. Muy importante. Después recibí un aviso de Chaikri. Me decía que el
Vanna
, debido al mal tiempo, se dirigía hacia Vigàta. Como ya habrá comprendido, tanto el
Vanna
como el
As de corazones
forman parte de la misma organización, aunque con cometidos distintos.

—¿Cuáles?

—El
Vanna
recoge los diamantes y el
As de corazones
los distribuye. Para nosotros, tenerlos a los dos en el mismo puerto y saber que estaba también Lannec, ¡y figúrese si hubiéramos sabido que en realidad se trataba de David!, representaba una ocasión única. Por eso me apresuré a venir. Pensaba ver cómo estaban las cosas y después, si era el caso, ponerme en contacto con usted para organizar una operación. Pero había un problema. Esa gente sabe quién soy, sabe que ando detrás de ellos desde hace tiempo… Es gente que no vacila ni un segundo en matar a quien haga falta; ya lo ha visto. Así que le puse a usted la mosca detrás de la oreja por si me pasaba algo.

—Eso lo deduje. ¿Y por qué desapareció?

—Por el descubrimiento imprevisto del cadáver de Lannec en el bote. Comprendí que habría mucho movimiento, y eso no me favorecía. Además, el asesinato de Lannec, cometido sin duda en el
As de corazones
, cambiaba mucho el panorama. Había que pensar con calma.

—Disculpe, pero ¿qué interés tenían los del
Vanna
en traer de vuelta el cadáver de Lannec? Si lo habían matado sus propios cómplices del
As de corazones

—¡No lo reconocieron! ¡No podían! ¡Fue un grave error por su parte traerlo a tierra! De hecho, Chaikri me habló de una furibunda discusión entre Livia Giovannini y Sperli, por una parte; y Zigami y Petit… ¿sabe quiénes son?

—Sí, el supuesto propietario del
As de corazones
y su secretario.

—Discutieron precisamente porque el
Vanna
había recogido el cadáver.

—¿Todos los miembros de las dos tripulaciones están implicados?

—Los del
As de corazones
, sí; a bordo del
Vanna
, sólo Álvarez está al corriente.

Esa era la razón por la que Livia Giovannini había organizado las cosas para que no mataran a Chaikri a bordo de su velero.

—¿Cómo es que sólo él?

—Álvarez es angoleño, no español como se cree. Al parecer fue él quien le propuso este tipo de tráfico al difunto señor Giovannini.

—Ya. ¿Y Chaikri?

—Era un agente nuestro al que habíamos conseguido infiltrar. Probablemente, que provocara dos veces su detención en apenas veinticuatro horas despertó algunas sospechas. ¿Sabe cómo lo mataron?

—Sí, primero le metieron la cabeza en un cubo lleno de agua para que pareciese que se había ahogado, luego…

—No. Para que pareciese que se había ahogado también, pero principalmente para torturarlo. Por lo visto no pudo resistir y habló.

—Disculpe, pero…

—¿Por qué no nos tuteamos?

—¿Me explicas qué tiene que ver la ONU con todo esto?

—¿Has oído hablar del Proceso de Kimberley?

—Sí, pero aún no he podido…

—Te lo cuento en pocas palabras. Se trata de un organismo internacional creado en dos mil dos para el control de la exportación y la importación de diamantes. En la actualidad están adheridos sesenta y nueve gobiernos. Pero, como te resultará fácil intuir, el tres o cuatro por ciento de los diamantes extraídos continúa siendo objeto de contrabando.

—De acuerdo. Pero ¿qué pinta la ONU?

—La ONU interviene para evitar que esos diamantes con que se comercia de forma ilegal se conviertan en diamantes de conflictos.

¿Diamantes de conflictos? ¿Y qué quería decir eso? Roberta le leyó la pregunta en la cara.

—Son los diamantes que proceden ilegalmente de zonas controladas por fuerzas contrarias a los gobiernos legítimos: guerrilleros, rebeldes, facciones tribales o políticas, opositores de todo tipo… Con las ganancias, inmensas, compran todas las armas que quieren.

—Y en tu opinión, ¿cómo se presenta aquí la situación?

—Verás, creo que nos encontramos ante una gran oportunidad. Casi irrepetible.

—¿Por qué?

—El
As de corazones
, que con toda seguridad lleva un cargamento de diamantes, se queda bloqueado en vuestro puerto debido a una avería en los motores. Entonces convocan a Lannec para entregarle el cargamento y que lo lleve probablemente a París. Lannec llega y lo matan.

—Según tú, ¿por qué?

—Eso nos lo dirá Zigami cuando lo hayamos detenido.

—¿Ninguna hipótesis?

—Creo que Zigami no hizo más que obedecer órdenes. Después del asesinato, pedí información a quien sabe de esto más que yo. Parece que los otros miembros de la cúpula de la organización ya no se fiaban de Lannec. O bien se trata de luchas intestinas; no estoy segura. Sea como sea, la situación presente es ésta: los diamantes aún siguen en el
As de corazones.
Y no sólo eso: debe de haber también en el
Vanna
, porque los dos barcos no han podido cruzarse en alta mar para hacer el transbordo. Creo que están buscando desesperadamente a alguien que los saque del apuro.

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