La delicadeza (8 page)

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Authors: David Foenkinos

BOOK: La delicadeza
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—Hablo como la responsable de un equipo de seis personas, del que usted forma parte. Llegó en un momento en que estaba enfrascada en mis pensamientos, y no fui consciente de la realidad del instante.

—Pero si ese instante fue el más real de mi vida —protestó Markus sin pensar. Le salió directo del corazón.

No iba a ser fácil, pensó Nathalie. Era mejor poner punto final a esa conversación. Lo cual hizo rápidamente. Y de manera algo seca. Markus no parecía comprender. Seguía como petrificado en su despacho, buscando en vano las fuerzas para marcharse. A decir verdad, cuando lo había llamado diez minutos antes, se había imaginado que quizá quisiera volver a besarlo. Había viajado en ese sueño, y acababa de comprender ahora, de manera definitiva, que entre ellos ya no habría nada. Había sido una locura pensar lo contrario. Nathalie lo había besado sin motivo. Era difícil de aceptar. Como si te ofrecen la felicidad, para arrebatártela un segundo después. Le habría encantado no conocer jamás el sabor de los labios de Nathalie. Le habría encantado no haber conocido jamás ese instante, pues se daba perfecta cuenta de que iba a necesitar meses para recuperarse de esos pocos segundos.

Avanzó hacia la puerta. A Nathalie le sorprendió percibir la formación de una lágrima en el ojo de Markus. Una lágrima que aún no había resbalado por su mejilla, pero que estaba a punto de hacerlo. Él quería contenerla. Sobre todo no debía llorar delante de Nathalie. Era absurdo, esa lágrima era imprevisible.

Era la tercera vez que lloraba delante de una mujer.

47

Reflexión de un pensador polaco:

Hay gente fantástica a la que se conoce en mal momento.

Y hay gente que es fantástica porque se la conoce en el momento adecuado.

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Breve historia sentimental de Markus a través de sus lágrimas Antes de nada, obviemos aquí el llanto de la infancia, el llanto ante su madre o la profesora. No trataremos aquí más que el llanto de Markus por razones sentimentales. Así, antes de esa lágrima que había intentado contener ante Nathalie, ya había llorado en dos ocasiones.

La primera lágrima se remontaba a los tiempos de su vida en Suecia, por una chica que respondía al dulce nombre de Brigitte. No es que sea un nombre muy sueco, pero bueno. Brigitte Bardot no tenía fronteras. Ese mito había alimentado las fantasías eróticas de toda una vida del padre de Brigitte, a quien no se le había ocurrido nada mejor que llamar así a su hija. No vamos a detenernos aquí sobre el peligro psicológico de llamar a una hija en honor a un sueño erótico. La historia familiar de Brigitte nos importa poco, ¿verdad?

Brigitte formaba parte de esa curiosa categoría de las mujeres precisas. Era capaz de no emitir la más mínima opinión aleatoria sobre el tema que fuera. Lo mismo ocurría con su belleza: cada mañana, se levantaba con la gloria reflejada en el rostro. Muy segura de sí misma, se sentaba siempre en primera fila, buscando a veces turbar a los profesores varones, sirviéndose de su atractivo evidente para influir en los asuntos capitales de la geopolítica. Cuando entraba en una habitación, los hombres fantaseaban de inmediato con ella, y las mujeres la odiaban de manera instintiva. Era objeto de todas las fantasías, lo cual terminó por cansarla. Entonces, para aplacar tanto ardor, se le ocurrió una idea genial: salir con el chico más insignificante de todos. De esa manera, los chicos se asustarían, y las chicas se tranquilizarían. Markus fue el afortunado, sin comprender por qué el centro del mundo se interesaba de repente por él. Era como si Estados Unidos invitara a almorzar a Liechtenstein. Brigitte le dirigió toda una serie de cumplidos y declaró observarlo a menudo.

—Pero ¿cómo me ves? Si estoy siempre al fondo de la clase, y tú te sientas en primera fila.

—Me lo ha contado todo mi nuca. Tengo ojos en la nuca —dijo Brigitte.

Su relación nació de ese diálogo.

Una relación que dio mucho que hablar. Por la tarde se marchaban juntos del colegio, ante las miradas estupefactas de todos sus compañeros. En esa época, Markus todavía no tenía una conciencia muy aguda de sí mismo. Se sabía dotado de un físico poco agraciado, pero no le parecía algo sobrenatural estar con una chica bonita. Desde siempre había oído repetir una y otra vez: «Las mujeres no son tan superficiales como los hombres; para ellas no cuenta tanto el físico. Lo importante es ser culto y divertido.» De modo que Markus se dedicó a aprender muchas cosas, y trataba de mostrarse gracioso. Con algún éxito, hay que reconocerlo. Así, las porosidades de su rostro llegaban casi a ocultarse detrás de lo que podríamos llamar cierto encanto.

Pero ese encanto se fue al garete en cuanto se planteó la cuestión sexual. Sin duda Brigitte se había esforzado mucho, pero el día en que Markus trató de tocar sus maravillosos senos, no pudo dominar su mano, y sus cinco dedos aterrizaron en la mejilla sorprendida del muchacho. Éste se volvió para mirarse en un espejo y descubrió estupefacto la aparición del rojo sobre la blancura de su piel. Ya siempre recordaría ese rojo, y asociaría ese color a la idea del rechazo. Brigitte trató de disculparse diciendo que había sido un gesto impulsivo, pero Markus comprendió lo que las palabras no decían. Algo animal y visceral: le daba asco. La miró, y se puso a llorar. Cada cuerpo se expresa a su manera.

Fue la primera vez que lloró delante de una mujer.

Terminó la versión sueca del bachillerato y decidió irse a vivir a Francia. Un país en el que las mujeres no eran Brigittes. Herido por el primer episodio de su vida sentimental, había desarrollado un sentido de protección. Quizá viviera una trayectoria paralela al mundo sensual. Tenía miedo de sufrir, de no ser deseado por motivos justificados. Era frágil, sin saber cuánto puede conmover la fragilidad a una mujer. Al cabo de tres años de soledad urbana, cuando ya estaba perdiendo la esperanza de encontrar el amor, decidió participar en una sesión de
speed dating.
Así, iba a conocer a siete mujeres con las que podría hablar durante siete minutos. Un tiempo infinitamente corto para alguien como él: estaba seguro de que necesitaría como mínimo un siglo para convencer a una muestra del sexo opuesto de que lo siguiera por el estrecho sendero de su vida. Sin embargo, ocurrió algo extraño: ya desde el primero de los siete encuentros, le dio la sensación de percibir una tonalidad compartida. La chica se llamaba Alice
[5]
y trabajaba en una farmacia
[6]
donde a veces impartía talleres de cuidados de belleza.
[7]
A decir verdad, fue bastante simple: la situación los incomodaba tanto a ambos que eso mismo les permitió relajarse. Su encuentro fue, pues, de lo más sencillo, y tras cumplir con los restantes seis encuentros, quedaron para prolongar los siete minutos. Que se convirtieron en días, y después en meses.

Pero su relación no duró más de un año. Markus adoraba a Alice, pero no la amaba. Y, sobre todo, no la deseaba lo suficiente. Era una ecuación atroz: por una vez que conocía a alguien que valía la pena, no estaba en absoluto enamorado. ¿Es que estamos siempre condenados a la imperfección? Durante las semanas que duró su relación, progresó en su experiencia de la vida en pareja. Descubrió sus puntos fuertes y su capacidad de suscitar amor. Sí, Alice se enamoró perdidamente de él. Era casi perturbador para alguien que sólo había conocido el amor materno (bueno, ni siquiera). Había en Markus algo muy tierno y sencillamente conmovedor, una mezcla de fuerza protectora y de enternecedora debilidad. Y fue precisamente esa debilidad lo que le hizo postergar lo inevitable, a saber: dejar a Alice. Pero al final lo hizo, una mañana. El dolor de la joven le abrió una herida especialmente honda. Quizá más honda que el dolor que él mismo había sentido toda su vida. No pudo evitar llorar, pero sabía que era la decisión acertada. Prefería la soledad antes que permitir que entre ambos corazones se cavara una brecha mayor.

Ésta fue, pues, la segunda vez que Markus lloró delante de una mujer.

Desde hacía casi dos años no había ocurrido nada en su vida. Había llegado a echar de menos a Alice. Sobre todo con ocasión de nuevas sesiones de
speed dating,
que fueron particularmente decepcionantes, por no decir humillantes, cuando algunas chicas no hicieron siquiera el esfuerzo de dirigirle la palabra. De modo que decidió dejar de asistir a esa clase de encuentros. ¿Quizá incluso hubiera renunciado sencillamente a la idea de vivir en pareja? Es que ya no le veía siquiera el interés. Después de todo, había millones de solteros. Podría pasarse sin una mujer. Pero se decía eso para consolarse, para no pensar hasta qué punto esa situación le hacía sufrir. Soñaba tanto con un cuerpo femenino, y se moría al pensar a veces que seguramente todo eso ya le estaría vetado de por vida. Que ya nunca obtendría un visado para la belleza.

Y, de pronto, Nathalie lo besó. Su jefa, y el objeto evidente de sus fantasías. Después ésta le explicó que ese hecho no había existido. Así que nada, tenía que aceptarlo y ya está. No era tan grave después de todo. Sin embargo, había llorado. Sí, habían resbalado lágrimas por sus mejillas, lo cual lo había sorprendido sobremanera. Lágrimas
imprevisibles.
¿Tan frágil era? No, no se trataba de eso. Muchas veces había tenido que encajar situaciones harto más difíciles. Era sólo que ese beso lo había conmovido especialmente; porque Nathalie era muy guapa, claro, pero también por lo inesperado y lo irreprimible de su gesto. Nadie lo había besado nunca así, sin concertar antes cita con sus labios. Era esa magia lo que lo había conmovido hasta las lágrimas. Y ahora: hasta las lágrimas amargas de la decepción.

49

Al salir del trabajo ese viernes estaba muy contento de poder refugiarse en el fin de semana. Utilizaría el sábado y el domingo como dos gruesas mantas. No quería hacer nada, ni siquiera tenía fuerzas para leer. De modo que se sentó a ver la tele. Así fue como asistió a un espectáculo excepcional, el de la elección del secretario general del Partido Socialista francés. La segunda vuelta enfrentaba a dos mujeres: Martine Aubry y Ségoléne Royal. Hasta entonces nunca le había interesado mucho la política francesa. Pero eso era una historia apasionante. Mejor aún: una historia que iba a darle más de una idea.

En la noche del viernes al sábado se conoció el resultado. Pero nadie podía decir verdaderamente quién había ganado. Al amanecer, por fin se declaró como vencedora a Martine Aubry, con una ventaja de sólo cuarenta y dos votos. Markus no podía creer que la distancia entre ambas fuera tan pequeña. Los partidarios de Ségoléne Royal protestaban airadamente: «¡No permitiremos que nos roben nuestra victoria!» Una frase fabulosa, pensó Markus. La perdedora seguía, pues, luchando, poniendo en tela de juicio los resultados. Y, todo hay que decirlo, las noticias del sábado parecían darle la razón pues se descubrieron fraudes y errores. La diferencia de votos entre ambas se reducía cada vez más. Completamente absorbido por esa historia, Markus escuchó la declaración de Martine Aubry. Se presentaba como la nueva secretaria general del Partido, pero las cosas no iban a ser tan sencillas. Esa misma noche, en el plató del informativo televisivo, Ségoléne Royal anunció que ella también sería la próxima secretaria general. ¡Las dos se declaraban vencedoras! Markus se sintió subyugado por la determinación de esas dos mujeres, y sobre todo por la de la segunda, que, pese a su derrota, seguía luchando con voluntad férrea, por no decir sobrenatural. Veía en el vigor de esos dos animales políticos todo lo que él no era. Y fue precisamente ese sábado por la noche, sumido en la batalla tragicómica de los socialistas, cuando decidió luchar él también; cuando decidió que no iba a dejar que las cosas quedaran así con Nathalie. Aunque ella le hubiera dicho que todo estaba perdido, que no había la más mínima esperanza, él seguiría creyendo en ello. Sería, costara lo que costara, el secretario general de su vida.

Su primera decisión fue muy simple: la reciprocidad. Si ella lo había besado sin pedirle su opinión, no veía por qué no podría él hacer lo mismo. El lunes por la mañana, a primera hora, iría a devolverle el beso. Para ello, se dirigiría a ella con paso decidido (lo cual era la parte más complicada del programa: nunca se le había dado bien lo de andar con paso decidido), y la agarraría de manera viril (lo cual era la otra parte complicada del programa: nunca se le había dado bien hacer nada de manera mínimamente viril). Vamos, que el ataque se anunciaba bastante complicado. Pero todavía tenía todo el domingo por delante para prepararse. Un largo domingo de socialistas.

50

Palabras pronunciadas por Ségoléne Royal
cuando su rival la supera por 42 votos:

«Eres insaciable, Martine, no quieres reconocer mi victoria.»

51

Markus estaba ante la puerta de Nathalie, era hora de actuar, lo cual lo sumía en la inmovilidad más absoluta. Benoît, un colega de su equipo, pasó por allí:

—¿Qué haces ahí parado?

—Esto... voy a reunirme con Nathalie.

—¿Y piensas verla quedándote plantado delante de su puerta?

—No... es sólo que hemos quedado a las diez... y son las diez menos un minuto... y ya me conoces, no me gusta llegar con antelación.

Benoît se alejó, visiblemente en el mismo estado que aquel día de abril de 1992 en que vio una obra de Samuel Beckett en un teatro alternativo.

Markus estaba ahora obligado a actuar. Entró en el despacho de Nathalie. Estaba enfrascada en un expediente (¿el 114 quizá?), pero enseguida levantó la cabeza de sus papeles. Markus avanzó hacia ella con paso decidido. Pero nada podía ser fácil nunca. Al acercarse a Nathalie, tuvo que aflojar el paso. Le latía cada vez más fuerte el corazón, una auténtica sinfonía de sindicalistas. Nathalie se preguntaba qué iba a pasar. Y, la verdad sea dicha, tenía un poco de miedo. Sin embargo, sabía que Markus era la amabilidad en persona. ¿Qué quería? ¿Por qué no se movía? Su cuerpo era un ordenador averiado por exceso de datos. Los suyos eran datos emocionales. Nathalie se levantó y le preguntó:

—¿Qué pasa, Markus?

—...

—¿Se encuentra bien?

Éste consiguió volver a concentrarse en lo que había venido a hacer. La agarró de repente por la cintura y la besó con una energía que ni él mismo sospechaba. Antes de que Nathalie tuviera tiempo de reaccionar, Markus había salido ya de su despacho.

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