La delicadeza (14 page)

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Authors: David Foenkinos

BOOK: La delicadeza
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—¿Quería verme? —se aventuró a decir Markus, interrumpiendo así los largos minutos que Charles acababa de pasar en la apnea de su estupefacción.

—Sí... sí... termino de pensar en una cosa y estoy con usted.

No podía hacerle esperar así. O sí: lo dejaría así todo el día, sólo para ver su reacción. Pero, fuera como fuere, no sería un problema para él. Porque, ahora que lo pensaba: no hay nada más incómodo que estar delante de alguien que no te habla. Sobre todo si se trata de tu jefe. Cualquier otro empleado habría manifestado signos de inquietud, quizá habría sudado un poco, gesticulado, cruzado y descruzado las piernas... Pero no ocurría así en absoluto con Markus. El sueco se había pasado diez minutos, tal vez quince, sin moverse. Perfectamente impasible. Era increíble, ahora que lo pensaba. No había duda de que ese hombre estaba dotado de una gran fuerza mental.

En ese momento, Markus estaba paralizado por el sentimiento, oh cuán incómodo, de la incertidumbre. No entendía lo que ocurría. Durante años no había visto nunca a su jefe, y hete aquí que éste de pronto lo llamaba a su despacho para envolverlo en silencio. Cada uno, sin saberlo, transmitía al otro una imagen de fuerza. Era Charles quien debía ser el primero en hablar, pero no había nada que hacer, sus labios estaban sellados. Seguía mirando a Markus fijamente a los ojos, hipnotizado. En un principio, había pensado librarse de él, pero se anunciaba ya una segunda hipótesis. Paralelamente a su agresividad, era evidente que nacía en él cierta fascinación. En lugar de alejarlo, debía verlo en acción. Por fin se decidió a hablarle:

—Perdone que le haya hecho esperar. Es que me gusta tomarme el tiempo de sopesar bien mis palabras cuando hablo con alguien. Sobre todo cuando se trata de anunciar lo que tengo que decirle.

—...

—Bien, me he enterado de cómo ha gestionado el expediente 114. No se me escapa nada, créame. Lo sé todo. Y tengo que decir que estoy muy contento de tenerlo entre nosotros. Y también he hablado de usted a nuestros accionistas suecos, y están muy orgullosos de tener un compatriota tan eficaz.

—Gracias...

—No, no, el que le está agradecido soy yo. Nos damos cuenta de que es usted uno de los motores de esta compañía. De hecho, querría felicitarlo personalmente. Me parece que no paso el tiempo suficiente con los buenos elementos de la empresa. Me gustaría que nos conociéramos mejor. Podríamos cenar juntos esta noche, ¿qué me dice, eh? ¿Qué le parece, eh? Estaría bien, ¿eh?

—Esto... sí, de acuerdo.

—¡Ah, muy bien, cuánto me alegro! Además, en la vida no todo es el trabajo... Podremos hablar de muchas otras cosas. Me parece bien romper a veces la barrera entre directivos y empleados.

—Si usted lo dice.

—Bueno, pues nada, ¡hasta esta noche... Markus! Que tenga un buen día... ¡y viva el trabajo!

Markus salió del despacho, tan estupefacto como el Sol durante un eclipse.

85

Número de paquetes de Krisprolls vendidos en 2002:

22,5 millones

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El rumor se extendió por toda la empresa: Markus y Nathalie tenían una aventura. La verdad: sólo se habían besado tres veces. La fantasía: Nathalie estaba embarazada. Sí, la gente añadía cosas de su propia cosecha. Y para definir la amplitud de un cotilleo basta calcular la recaudación de las máquinas de café. Hoy se anunciaba histórica. Si bien todo el mundo en la empresa conocía a Nathalie, nadie sabía de verdad quién era Markus. Era algo así como un eslabón discreto de la cadena, el pespunte invisible de una prenda. Cuando volvía a su despacho, ligeramente pasmado por lo que acababa de vivir, sintió que sobre él se posaban numerosas miradas. No entendía el porqué. Pasó un momento por el baño para comprobar el planchado de su chaqueta, los mechones de su cabello, los espacios entre sus dientes y el color de su rostro. No había nada anormal, todo parecía en su sitio.

Esta atención no dejó de aumentar a lo largo del día. Numerosos empleados encontraron pretextos para ir a verlo a su despacho. Le hacían preguntas, se equivocaban de puerta. Quizá no fuera más que una casualidad. Uno de esos días particularmente ricos en acontecimientos, sin que uno sepa muy bien por qué. Cosas de la Luna, habría dicho su tía sueca, una echadora de cartas famosa en Noruega. Con tantas interrupciones, no había tenido mucho tiempo para trabajar. Era irónico: no había dado un palo al agua precisamente el día que su jefe lo había felicitado. Quizá fuera eso también lo que lo molestaba. No es fácil que te halaguen de pronto cuando nunca has estado en primera plana, cuando nadie se ha dado cuenta nunca verdaderamente de lo que hacías. Y, además, estaba Nathalie. Siempre dentro de él. Cada vez más. Su última cita le había dado mucha confianza. La vida empezaba a adoptar una hechura extraña, alejándose despacito de los miedos y las incertidumbres.

Nathalie también había notado esa agitación a su alrededor. Había sido sólo una sensación difusa hasta que Chloé, partidaria de los acercamientos frontales, se atrevió a decir:

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Sí.

—Todo el mundo dice que tiene una aventura con Markus. ¿Es verdad?

—Ya le he dicho que no es asunto suyo.

Esta vez, Nathalie estaba irritada de verdad. Todo lo que le había gustado de esa joven parecía haber desaparecido. Ahora no veía en ella más que obsesión rastrera. La actitud de Charles ya la había molestado, y ahora empezaba también Chloé. ¿Por qué tenían todos tanta curiosidad de repente? Chloé terminó de meter la pata, balbuceando:

—Es sólo que no me pega nada que usted y...

—Ya basta. Puede irse —dijo Nathalie, perdiendo un poco los nervios.

Instintivamente, supo que cuanto más criticaran a Markus, más cerca se sentiría de él. Que eso los unía más todavía en el mundo lejano de la incomprensión de los demás. Al salir del despacho de Nathalie, Chloé se tildó a sí misma de estúpida. Deseaba ardientemente tener una relación privilegiada con Nathalie, pero lo había hecho fatal. Sin embargo, es verdad que estaba sorprendida y extrañada, y tenía derecho a expresarlo, ¿no? Y no era la única. La idea de su aventura con Markus era incongruente, por así decirlo. No era que no le cayera bien Markus, o que lo encontrara repulsivo, era sólo que no conseguía imaginarlo con una mujer. Siempre lo había considerado como un ovni del mundo de los hombres. Mientras que, para ella, Nathalie siempre había representado una especie de ideal femenino. Por ello su unión la incomodaba y la llevaba a reacciones instintivas. Sabía muy bien que no había sido nada delicada, pero cuando todo el mundo le preguntó: «Bueno, ¿qué? ¿Qué? ¿Tienes información?», sintió que su posición privilegiada podía tener valor. Y que el rechazo de Nathalie tal vez le permitiera acceder a otras afinidades.

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Pretextos utilizados por los empleados
para ir a ver a Markus:

Me gustaría llevar a mi mujer de vacaciones este verano a Suecia. ¿Me puedes dar algún consejo?

*

¿Tienes una goma que prestarme?

*

Ay, perdón. Me he equivocado de despacho.

*

¿Sigues con el 114?

*

Oye, ¿a ti te funciona Intranet?

*

Jo, tío, es que tiene narices lo de tu compatriota, mira que morirse sin llegar a conocer el éxito de su trilogía...

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Mediada la tarde, Nathalie y Markus se tomaron un descanso juntos y se reunieron en la azotea. Se había convertido en su refugio, su cueva. Con sólo intercambiar una mirada, comprendieron que ocurría algo fuera de lo normal, que ambos estaban sujetos a la curiosidad ajena. Se echaron a reír de esa estupidez, y se abrazaron, la mejor manera del mundo de crear silencio. Nathalie le dijo bajito que quería verlo esa noche, y que quería incluso que ya fuera de noche. Era bonito, era dulce, de una intensidad inesperada. Markus se sintió incómodo al explicar que no estaba libre. Era una situación horrible: empezaba a considerar inútil cada segundo que pasaba lejos de Nathalie y, sin embargo, no podía de ninguna manera anular la cena con su jefe. Nathalie se llevó una sorpresa, pero no se atrevió a preguntarle qué planes tenía para esa noche. Sobre todo le extrañó encontrarse de pronto en una posición frágil, a la espera. Markus le explicó que había quedado para cenar con Charles.

—¿Esta noche? ¿Te ha propuesto quedar para cenar?

En ese momento, Nathalie no sabía si reír o enfadarse. Charles no tenía derecho a cenar con un miembro de su equipo, sin avisarla siquiera. Comprendió enseguida que esa cena no tenía nada que ver con el trabajo. Hasta entonces, Markus no había intentado analizar la súbita motivación de su jefe. Después de todo, era plausible: estaba haciendo un buen trabajo con el expediente 114.

—¿Y te ha dicho por qué quería cenar contigo?

—Pues... sí... quería felicitarme...

—¿Y no te parece raro? ¿Lo ves cenando con cada empleado al que quiere felicitar?

—Es que ¿sabes?, él mismo me pareció tan raro que, viniendo de él, ya nada me sorprende.

—Eso es verdad. Tienes razón.

A Nathalie le encantaba la manera que tenía Markus de tomarse las cosas. Podía parecer ingenuidad, pero no. Había en él como una ternura infantil y una capacidad para aceptar las situaciones, incluso las más rocambolescas. Se acercó a ella y la besó. Era su cuarto beso, el más natural. Al principio de una relación casi se podría analizar cada beso. Todo se distingue perfectamente en una memoria que progresa lentamente hacia la confusión de la repetición. Nathalie decidió no decir nada sobre Charles y su grotesca motivación. Markus descubriría por sí solo lo que se escondía detrás de esa cena.

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Markus pasó un momento por su casa para cambiarse, pues no había quedado con su jefe hasta las nueve. Dudó, como de costumbre, entre varias chaquetas. Al final optó por la más profesional. La más seria, por no decir siniestra. Parecía un enterrador de vacaciones. Cuando se disponía a coger el tren de cercanías, hubo un problema. Los pasajeros empezaban ya a ponerse nerviosos. No tenían bastante información. ¿Sería un incendio? ¿Un intento de suicidio? Nadie lo sabía exactamente. El pánico se apoderó del vagón de Markus, y él pensaba sobre todo en que iba a hacer esperar a su jefe. Y así era. Charles llevaba esperando ya más de diez minutos, bebiendo una copa de vino tinto. Estaba nervioso, muy nervioso incluso, porque nadie le había hecho esperar nunca así. Y mucho menos un empleado cuya existencia ignoraba aún esa misma mañana. Sin embargo, en medio de su irritación, nació otro sentimiento. El mismo de la mañana, pero esta vez volvía con más fuerza: cierta fascinación. Ese hombre era de verdad capaz de todo. ¿Quién se atrevería a llegar tarde a una cita así? ¿Quién tenía la capacidad de desafiar de esa manera a la autoridad? No había nada más que decir. Ese hombre se merecía a Nathalie. Era incontestable. Era matemático. Era químico.

A veces, cuando llegas tarde, piensas que ya no sirve de nada correr. Te dices que treinta o treinta y cinco minutos tarde, lo mismo da. Así que, ya puestos, que el otro espere un poco más, y así evitas llegar sudado. Eso fue lo que decidió Markus. No quería aparecer jadeante y rojo como un tomate. Lo sabía muy bien: en cuanto corría un poco, parecía un recién nacido. Así que salió del metro, aterrado de llegar tan tarde (y de no haber podido disculparse, porque no tenía el móvil de su jefe), pero caminando. Y así fue como se presentó a la cena, prácticamente una hora después de lo convenido, y tranquilo, muy tranquilo. La chaqueta negra acentuó el efecto de una aparición casi mortuoria. Un poco como en esas películas policíacas en que los protagonistas surgen en silencio de la penumbra. Mientras lo esperaba, Charles se había bebido una botella de vino casi entera. El alcohol lo había puesto romántico, nostálgico. Ni siquiera escuchó las disculpas de Markus sobre el tren de cercanías. Esa aparición era la gracia encarnada.

Y la velada iba a transcurrir marcada por el triunfo de esa primera impresión.

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Bernard Blier,
a propósito de Pierre Richard
en la película
El rubio alto del zapato negro:

«Es un fenómeno. Un auténtico fenómeno.»

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Durante toda la cena, a Markus le sorprendió sobremanera la actitud de Charles. Éste balbuceaba, hablaba por los codos de tonterías y se trabucaba. Era incapaz de terminar una sola frase. De repente se echaba a reír, pero nunca en los momentos en que su interlocutor intentaba resultar gracioso. Tenía como un desfase horario con respecto al momento presente. Al cabo de un rato, Markus se aventuró a preguntar:

—¿Se encuentra bien?

—¿Bien? ¿Yo? ¿Sabe?, desde ayer, es siempre. Sobre todo ahora mismo.

La incoherencia de esta respuesta confirmó la sensación de Markus. Charles no se había vuelto completamente loco. Él se daba perfecta cuenta, en sus escasos momentos de lucidez, de que desbarraba por completo, pero no conseguía dominarse. Había sido víctima de un cortocircuito. El sueco sentado delante de él había puesto patas arriba su vida, su sistema. Luchaba por volver a la realidad. Pese a no tener un pasado muy emocionante que digamos, Markus empezaba a pensar que esa cena era la más siniestra de su vida. Que ya es decir. No obstante y pese a todo, sintió que lo embargaba paulatinamente un sentimiento de compasión, el deseo de ayudar a ese ser humano a la deriva.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—Sí, seguro que sí, Markus... Lo voy a pensar, es muy amable por su parte. Eso es verdad, es usted amable... buena persona... Se ve... en su manera de mirarme... No me juzga... Lo entiendo todo... Ahora lo entiendo todo...

—¿Qué es lo que entiende?

—Pues lo de Nathalie. Cuanto más lo veo a usted, más entiendo todo lo que yo no soy.

Markus dejó su copa. Había empezado a sospechar que todo eso podía tener que ver con Nathalie. Contra todo pronóstico, su primera reacción fue de alivio. Era la primera vez que le hablaban de ella. En ese preciso momento, Nathalie dejaba de ser una mera fantasía. Entraba en la parte real de su vida.

Charles prosiguió:

—La amo. ¿Sabe que la amo?

—Yo más que nada creo que ha bebido demasiado.

—¿Y eso qué más da? La embriaguez no cambiará nada. Mi lucidez está aquí, y es muy real. Mi lucidez sobre todo lo que no soy. Al mirarlo a usted, me doy cuenta de hasta qué punto he fracasado en mi vida... hasta qué punto no he pasado de ser superficial, siempre en una renuncia permanente... Le parecerá una locura, pero le voy a decir algo que no le he dicho nunca a nadie: yo hubiera querido ser un artista... Sí, ya lo sé, es de lo más típico... pero de verdad, de pequeño me encantaba pintar barquitos... Era lo que me hacía más feliz... Tenía toda una colección de góndolas en miniatura... Me tiraba horas pintándolas... pintando con aplicación cada detalle... Cómo me hubiera gustado seguir pintando... Vivir mi vida en esa especie de frenesí del sosiego... Y en lugar de eso, me atiborro a Krisprolls todo el día... Y qué largos se me hacen los días... Son todos iguales... Y mi vida sexual... mi mujer... o sea, bueno, esa cosa... es que no tengo ni ganas de hablar de ello... Ahora me doy cuenta de todo eso... Lo veo a usted, y me doy cuenta...

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