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Authors: David Garnett

La dama zorro (16 page)

BOOK: La dama zorro
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Hacía mucho tiempo que Josephine no veía a Cromartie tan encantador. Su propia expresión cambió también, pero todavía permaneció tímida y como a disgusto, temerosa sin duda de que alguien entrara en el pabellón y los sorprendiera hablando.

Durante un instante, ambos guardaron silencio. Ella miró al caracal y dijo:

—Leí en el periódico que tenías un compañero. Espero que sea una buena idea. Tienes mejor aspecto. Yo he estado con bronquitis durante dos semanas, desde que me viste por última vez.

Pero mientras Josephine hablaba, el rostro de Cromartie volvió a ensombrecerse. Había notado su disgusto y aquello lo irritó. Recordó también su última visita, y cómo se había comportado entonces. Al recordar todo esto, frunció el ceño, se irguió, se frotó la nariz con aire más bien rencoroso y dijo:

—Debes darte cuenta, Josephine, de que el verte me resulta demasiado doloroso. De hecho, no creo que pueda volver a exponerme a este peligro. La última vez que viniste a verme fue con el propósito de informarme de que creías que estaba loco. No creo que estés en lo cierto, pero, si no puedo dejar de verte, no dudo de que enloqueceré. Debo, por tanto, en interés de mi propia salud, si no por otra cosa, pedirte que no vuelvas nunca a aproximarte a mí. Si tienes algo urgente que decirme, si hubiera algún otro libro tuyo, o cualquier razón de este tipo, siempre me puedes escribir. Todo lo que puedas hacer o decir me resultará extremadamente doloroso y agobiante, aunque tu disposición hacia mí fuera amistosa, pero de tu conducta sólo puedo deducir que deseas causarme dolor y que vienes aquí para divertirte a costa de herirme. Te advierto que no estoy dispuesto a dejarme torturar.

—John, no había oído nunca tantas tonterías. Esperaba que estuvieras mejor, pero ahora estoy segura de que estás loco de verdad —dijo Josephine—. Nunca me habían hablado de ese modo. ¡Y tú te imaginas que, de entre todo el mundo, yo quiero verte a ti!

—Bien, te prohíbo que en adelante vengas a verme, dijo Mr. Cromartie.

—¡Me prohíbes! ¡Tú me prohíbes! —exclamó Josephine, que ahora se sentía furiosa hacia él—. ¡Tú me prohíbes que venga! ¿No te das cuenta de que estás en exhibición? Yo, o cualquiera que pague un chelín, puede venir a pasarse todo el día mirándote. Tus sentimientos no tienen por qué preocuparnos; tendrías que haber pensado antes en ello. Querías exhibirte, ahora debes cargar con las consecuencias. ¡Prohibirme que venga a verte! ¡Cielo santo! ¡Habrase visto la impertinencia del animal! Ahora eres uno de los simios, ¿no lo sabías? Te pones a la altura de un mono y eres un mono y yo voy a tratarte como a un mono.

Esto lo dijo de una manera fría y despectiva que fue demasiado para Mr. Cromartie. Se le subió la sangre a la cabeza, y, con el rostro deformado por un furor casi demente, blandió su puño hacia ella a través de los barrotes. Cuando al fin pudo hablar fue sólo para decirle en una voz distorsionada:

—Te mataré por esto. ¡Malditos sean estos barrotes!

—Tienen sus ventajas —repuso Josephine con frialdad.

Estaba asustada, pero mientras hablaba, Mr. Cromartie se tendió en el suelo y ella vio cómo se ponía el pañuelo en la boca y lo mordía; había lágrimas en sus ojos, y a veces profería un hondo gemido, como si se hallara a punto de morir.

Todo aquello asustó a Josephine, más incluso que su amenaza de matarla. Y el verle rodar allí como víctima de un ataque le hizo arrepentirse de lo que le había dicho, por lo que se aproximó a la jaula y comenzó a rogarle que la perdonara, que olvidara lo que había dicho.

—Mi querido John, no había ni una sola palabra en serio —dijo en una voz distinta, alterada que, de tan suave, apenas le llegó—. ¿Cómo puedes pensar que quiero herirte, cuando si vengo a verte a esta miserable prisión es porque te amo, y no puedo olvidarte a pesar de que todo lo que has hecho ha sido con el propósito de herirme?

—Oh, vete, vete, si queda en ti algo de compasión —dijo John.

Había recobrado la voz, pero hubo uno o dos sollozos mezclados con sus palabras.

A todo esto, el caracal, que había observado la escena, escuchándola con gran asombro, se acercó a él y comenzó a consolarlo en su desgracia, primero olisqueando su rostro y sus manos y luego lamiéndolos.

Y, antes de que pudiera cruzarse una palabra más entre Josephine y John, se abrió la puerta y entró todo un grupo de gente que venía a ver los simios. Ante aquello, Josephine salió del pabellón y de los Jardines y, subiendo a un taxi, se fue directa a casa, como si estuviera en una pesadilla. En cuanto a Mr. Cromartie, luchó por ponerse en pie cuanto antes y salió precipitadamente de la jaula hacia su escondrijo, para lavarse la cara, peinarse y recomponerse un poco antes de enfrentarse al público, pero, cuando regresó, el grupo ya salía y sólo quedaba su caracal, mirándole fijamente y preguntándole con igual claridad que si hablara:

—¿Qué ocurre, querido amigo? ¿Ya te sientes bien? ¿Ha pasado? Siento lo que te ocurre, aunque yo sea un caracal y tú un hombre. La verdad es que te amo muy tiernamente.

Sólo quedaba el caracal cuando regresó a su jaula, sólo el caracal y
Wilhelm Meister,
tirado en el suelo.

Aquella noche, Miss Lackett sufrió todos los tormentos que el amor pueda deparar. Parecía que su orgullo la había abandonado, cuando más necesitaba de su apoyo, y sin él su compasión por el pobre Mr. Cromartie y su vergüenza por sus propias palabras la humillaban profundamente.

—¿Cómo podré volver a hablarle? —se preguntó—. ¿Cómo puedo esperar que me perdone, si he ido dos veces a verle en su abyecto cautiverio, y cada vez le he insultado y le he dicho aquello que más le heriría escuchar?

«Todo ha sido culpa mía», se dijo, «desde el principio. Fui yo quien lo hizo meterse en el zoo. Le llamé loco, me burlé de él y le hice sufrir, cuando todo ha sido culpa de mi incontrolable mal genio, mi orgullo y mi crueldad. Pero he sufrido todo el tiempo y va es demasiado tarde para hacer nada. Ahora no me perdonará jamás. Nunca soportará volver a verme y yo habré de sufrir para siempre. Si me hubiera comportado de otro modo, quizá podría haberle salvado, a él y también a mí. Ahora he aniquilado su amor hacia mí, y por mi insensatez él deberá sufrir para siempre la prisión y la soledad, y yo arrastraré una vida desgraciada y nunca me atreveré a llevar la cabeza alta».

La providencia no hizo a la humanidad para que sufriera emociones semejantes. Puede que se las sienta vivamente, pero en una joven sana y alegre no suelen ser de naturaleza duradera.

Era, por tanto, natural que, tras consumir la mayor parte de la noche haciéndose los más amargos reproches y humillando su espíritu del modo más absoluto, y tras verter suficientes lágrimas como para hacer que su almohada resultara incómoda por lo empapada, Miss Lackett se levantara a la mañana siguiente en un estado de ánimo muy esperanzado. Estaba decidida a visitar a Mr. Cromartie aquella tarde, y le envió una nota en los siguientes términos, haciéndole saber sus intenciones:

Eaton Square

Querido John:

Tú sabes bien que si me porté mal es porque todavía te amo. Estoy muy avergonzada. Por favor, perdóname si puedes. He de verte hoy. ¿Podría ir esta tarde? Es muy importante, pues no creo que ninguno de los dos pueda seguir así por mucho tiempo. Iré por la tarde. Por favor, consiente en verme. Pero no iré a menos que tú envíes mediante el mensajero el recado de que puedo hacerlo.

Tuya

Josephine Lackett

En el momento de enviar el mensajero, Josephine se arrepintió de lo que decía en el mensaje, y nada le resultaba más evidente que el hecho de que aquella carta exasperaría aún más a Cromartie. Luego pensó: «Me he expuesto a la mayor humillación que puede sufrir una mujer». Durante unos segundos, esto la llenó de terror, y en aquel instante no hubiera dudado en suicidarse. Pero, como no había a mano ni venenos, ni puñales, ni pistolas, ni precipicios, no hizo nada, y en menos de un minuto aquella disposición de ánimo se le había pasado. Y se dijo: «¿Qué más da la humillación? La noche pasada sufrí más de lo que pueda volver a padecer nunca. La noche pasada me humillé a mis propios ojos. Si John trata de humillarme hoy, se encontrará con la tarea ya hecha. Mientras, debo controlarme. No tengo tiempo que desperdiciar en mis emociones, tengo muchas cosas que hacer. Debo ver a John y, puesto que estoy enamorada, tengo que llegar a un acuerdo con él. Tengo que hacer un trato con él».

Actuando de acuerdo con estos pensamientos, salió sin perder tiempo, con la idea de llegarse hasta el zoo sin aguardar a que regresara el chico con el mensaje. Pero su mente seguía ocupada: «Le perdonaré del todo y, a cambio de que abandone el zoo inmediatamente, le propondré que nos comprometamos en secreto».

Mientras decía aquello, no se le ocurrió que nada le resultaría más fácil que romper tal compromiso, mientras que si Cromartie dejaba el zoo, era improbable que volvieran a admitirle.

Cuando llegó a Marble Arch, tuvo que esperar un poco para cruzar la calle, y reparó en un vendedor de periódicos que había junto a ella. En el letrero que llevaba leyó:

EL HOMBRE DEL ZOO

HERIDO POR

UN MONO

Al principio no relacionó el anuncio con su novio. Se permitió reírse ante la idea de un espectador al que le hubieran mordido un dedo, pero al momento le entró la duda y compró el periódico sin demora.

«Esta mañana, el Hombre del Zoo, cuyo verdadero nombre es Mr. John Cromartie, fue espantosamente atacado por Daphne, la hembra de orangután que ocupa la jaula contigua a la suya».

Muy lentamente, Josephine leyó todo el relato de lo ocurrido.

Al parecer, sobre las once de aquella mañana, Cromartie estaba en su jaula jugando a la pelota con el caracal. Al esquivar al felino había caído aparatosamente contra la división metálica que le separaba del orangután. Mientras permanecía allí por un instante, los espectadores vieron horrorizados cómo el orangután hacía presa en él, cogiéndolo del cabello. Mr. Cromartie se llevó las manos a la cara para evitar que el simio se la desgarrara, y éste logró agarrar sus dedos, rompiéndole los huesos. Mr. Cromartie había mostrado un gran valor al lograr liberarse antes de la llegada del cuidador. Dos dedos habían quedado aplastados con fractura de los huesos, había sufrido varias heridas en el cuero cabelludo y desgajaduras en la cara. Lo único que se temía era un envenenamiento de la sangre, pues es bien sabido que las heridas infligidas por simios son particularmente venenosas.

Al leer esto, Josephine recordó de repente que el rey de Grecia había muerto por los efectos de una mordedura de mono, y su inquietud aumentó. Llamó a un taxi, se subió a él y le dijo al conductor que la llevara a los Jardines Zoológicos lo más aprisa que pudiera. Durante todo el camino, sintió una agitación febril y le fue imposible aclarar sus pensamientos.

Una vez en el zoo, fue directamente a la casa del conservador, justo a tiempo para ver cómo introducían en ella a Mr. Cromartie en una camilla. Pero, antes de que pudiera llegar, le cerraron la puerta en las narices. Llamó al timbre, pero transcurrieron casi cinco minutos antes de que una sirvienta abriera la puerta, sirvienta que llevó dentro su tarjeta, con la solicitud de ver al conservador, pues era amiga de Mr. Cromartie. Sin embargo, antes de que la sirvienta regresara, salió el celador y Josephine le explicó sin turbación alguna el motivo de su visita. El celador la invitó a pasar, y Josephine se encontró en un comedor bien iluminado, en presencia de dos caballeros en traje de mañana, ambos de cejas pobladas. El conservador la presentó como una amiga de Mr. Cromartie, y ambos le dirigieron una muy penetrante mirada e hicieron una inclinación.

Sir Walter Tintzel, el más anciano de ambos, era un hombre de baja estatura, con un rostro más bien redondeado y enrojecido; Mr. Ogilvie, un hombre más alto y joven, de piel apergaminada, y un ojo de cristal al que Josephine se sorprendió mirando fijamente.

—¿Cómo está el paciente? —preguntó Josephine.

Y se sumió al instante en ese estado mental que suscita la presencia de médicos distinguidos, en especial de cirujanos, un estado de vacío total, en el que, por muy alterado que se haya estado un momento antes, uno ve suspendida toda emoción, o le parece como si una bruma se la hubiera tragado. En esos momentos uno concentra todas sus facultades en comportarse con un decoro absurdo.

—Es pronto para decirlo, Miss Lackett —respondió Sir Tintzel, que ardía de curiosidad por saber más sobre ella.

—Mi amigo Mr. Ogilvie acaba de amputarle un dedo. En mi opinión no hacerlo hubiera sido correr un riesgo injustificable. Había varias heridas leves, pero felizmente no requieren tan drásticas medidas. ¿Podría preguntarle, Miss Lackett, si no es una impertinencia por mi parte, si hace mucho que conoce a Mr. Cromartie? Tengo entendido que es usted una amiga personal, una amiga íntima y querida de Mr. Cromartie.

A mis Lackett se le abrieron mucho los ojos ante este comentario, y contestó:

—Como es natural, me sentía preocupada… Sí, soy una vieja amiga de Mr. Cromartie; y, si así lo prefiere, una amiga íntima. —Se rió—: ¿Existe peligro de envenenamiento de la sangre?

—Existe el riesgo, pero hemos tomado todas las precauciones.

—El rey de Grecia murió por la mordedura de un mono —exclamó de repente Josephine.

—Eso es una bobada —la interrumpió el conservador, aproximándose—. Todos cuantos trabajan en los zoológicos han sufrido alguna vez mordeduras más o menos serias de monos. Es algo que siempre ocurre. Es algo terrible que el pobre hombre haya perdido un dedo, pero no existe peligro.

—¿Está usted seguro de que no hay peligro? —preguntó Josephine.

El conservador apeló a los médicos. Éstos consintieron en sonreír.

Josephine se retiró y, ya en la salita, el conservador le dijo:

—No se preocupe por él, Miss Lackett. Es algo espantoso cuando se piensa en ello, pero no es serio. El no es el rey de Grecia; el mono no es ni siquiera de ese tipo de monos. Estará levantado y caminando dentro de un día o dos a lo sumo. Por cierto, ¿es su padre el general Lackett?

Josephine se sorprendió, pero lo reconoció sin titubeos.

—Oh, sí —explicó el conservador—, es un viejo amigo mío. Déjese caer por aquí algún día de la semana que* viene, para tomar el té y ver cómo va nuestro amigo.

Josephine se marchó mucho más animada que cuando vino y, aunque una o dos veces la acosó el recuerdo de Mr. Cromartie inconsciente, su cabeza envuelta en vendas, y cubierto el cuerpo con una manta, sintió poca ansiedad. Por el contrario, pronto se abandonó a prometedoras imágenes del futuro.

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