La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 (17 page)

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3
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Subió los tres amplios escalones de mármol con aquella idea en mente y apretó el timbre del hogar de su padre. Un hogar al que nunca había sido invitada, en el que nunca le habían dado la bienvenida, hasta aquel momento. El timbre resonó en el interior, como si la casa estuviera vacía. Pasó un minuto, y luego otro, sin que se oyeran pasos. Puesto que consideraba a Jeffrey muy capaz de dejarla esperando en el umbral, Elena ya se había dado la vuelta para marcharse cuando la puerta se abrió por fin.

Echó un vistazo por encima del hombro con una réplica cortante en la punta de la lengua. Pero aquella réplica murió en el instante en que vio la serena mirada azul de la belleza con la que su padre, veinte años mayor, se había casado un otoño, mientras ella estaba en el internado.

—Gwendolyn —le dijo con la educación que Marguerite le había inculcado. Se había encontrado con la segunda esposa de su padre una o dos veces a lo largo de los años, pero en ninguna de aquellas ocasiones se había tomado la molestia de llevar la relación más allá de una fría formalidad.

—Hola, Elena. Pasa.

Contenta por el hecho de que al menos Gwendolyn no insistiera en utilizar su nombre completo, Elena entró en la casa, muy consciente de que la otra mujer realizaba un enorme esfuerzo para no observar sus alas.

—Esperaba que me abriera una criada —le dijo mientras examinaba el amplio vestíbulo, lleno de pequeños rincones iluminados que sin duda daban cobijo a obras de arte de valor incalculable.

—Este es un asunto familiar —dijo Gwendolyn al tiempo que se alisaba la falda de seda verde esmeralda.

Elena frunció el ceño, pero no por las palabras, sino por los incesantes movimientos de la otra mujer. Gwendolyn era una de las personas más equilibradas que había conocido, pero ahora que se fijaba bien, descubrió que tenía ojeras y unas manchas moradas que estropeaban el cálido tono crema de su piel.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó. Consideró de pronto la posibilidad de que aquello no fuera uno de los jueguecitos de poder de Jeffrey, después de todo.

Gwendolyn echó un vistazo al pasillo antes de acercarse.

—Sé que no las consideras tus hermanas —dijo en un tono grave e intenso—, pero necesito que salgas en defensa de mi niña.

Elena estaba a punto de preguntar qué demonios pasaba cuando se abrió una puerta al fondo del pasillo. La silueta alta de Jeffrey apareció un segundo después. Ataviado con unos pantalones grises con finísimas rayas azul marino y una camisa blanca con el cuello abierto, su padre vestía de manera informal, tal como Elena lo había visto durante su vida de adulta.

Antes… Recordó los sueños, recordó al hombre risueño cubierto de pintura que la había arrojado al aire y luego la había recogido, en un día soleado impregnado con los aromas del césped recién cortado, de los helados y de las hamburguesas. Mucho antes de la sangre, antes de la muerte. Antes del silencio… y de la sombra en la pared.

Enderezó la espalda para soportar el devastador impacto de aquellos recuerdos y enfrentó la mirada de Jeffrey, protegida como siempre por el cristal de sus gafas de montura metálica.

—¿Por qué estoy aquí, Jeffrey? —Sabía que Gwendolyn ya no le diría nada. Los había visto en público y sabía muy bien quién llevaba las riendas.

Aquel matrimonio no se parecía en nada al que Jeffrey había tenido con la madre de Elena, una mujer que solía bromear con su marido tanto como lo besaba. Una mujer cuyo cuerpo había sobrevivido, pero cuyo espíritu había sido destrozado por un asesino en serie que se había visto arrastrado hasta su hogar a causa de Elena. Aquella era una culpa que amenazaba con transformar sus pies en plomo, con dejarla indefensa en lo que sin duda sería una confrontación aplastante; las reuniones con su padre nunca acababan de otra forma.

—Me alegra ver que aún te queda algo de respeto por las obligaciones familiares —dijo Jeffrey con aquella voz cortante como una hoja de afeitar—. Supongo que tuviste que visitar a personas mucho más importantes cuando regresaste a la ciudad.

La furia, una furia salvaje y corrosiva, anuló la sensación de culpabilidad.

—Personas que cuidaron de mí cuando tú me echaste a la calle —le dijo, y se alegró al ver que el hombre daba un respingo—. No espero que entiendas esa clase de lealtad. —En realidad, no sabía qué había esperado… ¿Que su padre se sorprendiera al ver sus alas hasta el punto de quitarse su gélida máscara inexpresiva? ¿Que la mirara con asombro y admiración? Si eso era lo que había esperado, era una estúpida.

—Jeffrey… —dijo Gwendolyn con voz dulce.

La mandíbula de Jeffrey estaba tensa y sus ojos brillaban tras la montura metálica, pero al final asintió de manera brusca.

—Pasad al estudio —dijo—. ¿Y las niñas? —Las últimas palabras iban dirigidas a su esposa.

—En la habitación de Amy, con órdenes estrictas de no salir.

Los tendones del cuello de Jeffrey se pusieron blancos a causa de la tensión, pero él no dijo nada mientras entraba en el estudio. Elena lo siguió más despacio, intrigada por las corrientes subyacentes que percibía. Tal vez se hubiese equivocado con Gwendolyn. Era evidente que la otra mujer estaba afilando sus garras.

Mientras le daba vueltas a aquella idea, observó con atención el lugar: una enorme habitación con estanterías de caoba llenas de libros encuadernados en piel, y un sólido escritorio ornamentado con la misma madera en la parte central. Aquello dejaba espacio de sobra para los amplios armarios situados en uno de los lados, cerca de las puertas correderas. No solo era una habitación masculina; en aquel lugar no había ni el más mínimo toque femenino.

Clic.

El sonido que hizo el pestillo de la puerta cuando Gwendolyn la cerró se oyó alto y claro en el silencio. Puesto que necesitaba espacio, Elena se acercó a las puertas correderas y las abrió de par en par antes de apoyarse en el marco en una postura que dejaba una de sus alas expuestas al aire fresco de la primavera y la otra, al frío emocional reinante en el interior de la biblioteca.

Jeffrey se situó al otro lado de la sala, contra la estantería, con los brazos cruzados.

—Así que eres un ángel…

—Me temo que pedirme que me prostituya por ti no va a conseguirte mejores resultados que la última vez que lo hiciste —le espetó Elena, cuya calma se había desvanecido bajo aquella mirada crítica.

Unas líneas blancas rodearon la boca de Jeffrey.

—Eres mi hija. No debería haber tenido que recurrir a tu Gremio para averiguar si seguías o no con vida.

—Por favor… —Elena soltó una risotada amarga—. ¿Desde cuándo te importa si estoy viva o no? —Ni una sola vez en los diez años que habían permanecido distanciados se había molestado en averiguar cómo estaba, ni siquiera cuando la hirieron de gravedad durante una caza y tuvo que pasar varias semanas ingresada en el hospital—. Dime de una vez por qué estoy aquí para que pueda regresar a mi vida normal.

Quien respondió fue Gwendolyn, que se encontraba junto a la puerta en una postura que Elena jamás habría esperado en la mujer que en sociedad representaba el papel de perfecta esposa.

—Se trata de Evelyn —dijo en voz baja y decidida—. Ella es como tú.

—No. —Fue Jeffrey quien pronunció aquella única palabra con los dientes apretados.

—Basta. —Gwendolyn se volvió hacia su marido—. ¡Negándolo no conseguirás que sea menos cierto!

La respuesta de Jeffrey se perdió en el zumbido que llenaba la cabeza de Elena, quien todavía intentaba asimilar el notición que Gwendolyn acababa de lanzarle.

—¿Como yo? ¿En qué sentido? —No pensaba dar nada por sentado. No en aquel lugar.

Gwendolyn frunció los labios en una mueca y apretó los puños a los costados mientras miraba fijamente a su marido. Al ver que Jeffrey no decía nada, la mujer de pelo negro se dirigió a Elena.

—Es una cazadora nata —dijo—. Mi niña es una cazadora nata.

De no haber estado apoyada en el marco de la puerta, Elena se habría derrumbado en el suelo; tenía la sensación de haber recibido una estocada mortal.

—Eso no es posible —soltó incrédula.

Los cazadores natos eran poco comunes, muy poco. Criaturas que nacían con la habilidad de rastrear la esencia de los vampiros. De todos modos, aquella habilidad tenía un componente hereditario, y Elena siempre había creído que sus aptitudes procedían de la desconocida rama materna de la familia.

—Hemos hecho algunas pruebas —señaló Jeffrey con brusquedad—. Hemos utilizado a Harrison y a algunos de sus amigos. Ella puede rastrearlos.

Harrison era un vampiro, y también el cuñado de Elena, ya que se había casado con la menor de las hijas de Marguerite, Beth. El hecho de que Evelyn pudiera rastrearlo…

—Tú… —susurró Elena con la vista clavada en Jeffrey—. Procede de ti… —Y él lo sabía, pensó al ver el destello de una emoción innombrable en sus ojos. Todo aquel tiempo, siempre que la había rechazado por trabajar en aquella ocupación «sucia e inhumana», había sabido que era su sangre la que le había transmitido el don.

La sien de Jeffrey empezó a palpitar y su piel se tensó sobre aquella estructura ósea de porte aristocrático.

—Eso no tiene cabida en esta conversación.

Elena se echó a reír. Fuerte, con ganas. No pudo evitarlo.

—Menudo hipócrita…

Jeffrey volvió la cabeza hacia ella de inmediato.

—Cállate, Elieanora. Todavía soy tu padre.

Lo peor de todo era que una parte de ella seguía siendo la niñita que una vez lo había adorado, y esa parte deseaba obedecerlo. Elena luchó contra aquel impulso, y estaba a punto de replicar cuando vio el rostro de Gwendolyn con el rabillo del ojo. La mujer parecía destrozada y, de repente, lo furiosa que estaba con su padre o lo furioso que estaba él con ella dejó de tener importancia. Aquello seguiría igual. Había seguido igual durante casi una década.

—Necesitará entrenamiento —le dijo a Gwendolyn—. Sin él, le resultará difícil focalizar y concentrarse. —La cacofonía de esencias en el aire, en especial en una ciudad llena de vampiros como Nueva York, podía causar un grave impacto en un cazador nato. Elena había aprendido por sí sola a filtrar los interminables «ruidos» con el paso de los años, hasta que alcanzó la edad necesaria para unirse al Gremio sin el permiso paterno, pero había sido un camino doloroso y solitario. Un camino que Evelyn no tendría que recorrer—. Tenéis que inscribirla en la Academia del Grem…

—¡No! —La voz de Jeffrey destilaba furia—. No permitiré que otra de mis hijas se eche a perder en ese lugar.

—Es una escuela —dijo Elena, que logró mantener a raya su temperamento—. Tiene profesores especializados.

—Ella no será una cazadora.

—¡Ya lo es, pedazo de cabrón! —gritó Elena cuando la adulta razonable se vio superada por los ecos de la infancia—. Si no tienes cuidado, ¡la perderás igual que me perdiste a mí!

El ataque dio en el blanco. Y resultó de lo más evidente.

Jamás habría luchado para sí misma. Pero por Evelyn presionó más y aprovechó la ventaja.

—Ser una cazadora nata no es algo que se elija. Es parte de lo que somos. Si le pides que haga una elección, es probable que te elija a ti. —Antes de que Jeffrey pudiera agarrarse a eso, añadió—: Y si no se vuelve loca en los próximos años, lo hará en la próxima década.

El impulso de la caza era un latido en la sangre, un hambre que, si se refrenaba, podía llegar a consumir a una persona.

Gwendolyn emitió un sollozo breve y ahogado.

—Jeffrey, no pienso perder a mi hija. Puede que tú hayas sido capaz de alejarte de la tuya, pero yo no estoy dispuesta a hacer algo así. —Se volvió hacia Elena y agregó—: ¿Puedes enviarme información sobre esa Academia? ¿Te importaría… hablar con Eve?

Conmovida por el amor maternal que había transformado a la fría y refinada Gwendolyn en una leona, Elena asintió.

—Estaré en el jardín, si quieres traerla. —Y para rubricar sus palabras con actos, salió al pequeño jardín y aspiró unas cuantas bocanadas de aire fresco. Puesto que el lugar estaba muy cerca de Central Park, el aire tenía matices procedentes de los abetos, el agua y los caballos, pero por debajo estaba el zumbido constante de la ciudad, un toque de humo y de metal, el apremio activo de la humanidad.

Elena se frotó los ojos con una mano y se quedó paralizada al sentir la presencia de Jeffrey junto a la puerta, a su espalda.

—¿Es posible que el vampiro que mató a las niñas del colegio se viera atraído hacia Evelyn?

Aquel comentario fue como un jarro de agua helada sobre sus sentidos. Porque significaba que él lo sabía. Jeffrey sabía que Slater Patalis se había visto atraído hacia su pequeña familia a causa de Elena. Una parte de ella, la parte que se aferraba a aquella niñita herida que había sido una vez, había esperado que su padre no lo supiera, que todavía hubiese cierta esperanza de poder relacionarse con él, pero si lo sabía…

—No —replicó en un susurro ronco—. Atrapamos al vampiro que mató a Celia y a Betsy. No era como Slater.

—Nosotros jamás mencionamos ese nombre, Elieanora. —Palabras tan firmes que parecían de acero—. ¿Lo entiendes?

Esta vez, Elena se volvió.

—Sí. —No podía culparlo por querer olvidar a aquel monstruo, pero sí por haber olvidado a sus hijas y también a su esposa—. Evelyn necesita que la entrenen lo antes posible. Sus habilidades serán una defensa contra cualquier ataque. —Se quedó callada un segundo. Hizo ademán de pasarse la mano por el pelo, pero recordó que se lo había trenzado—. Amy también debería recibir clases básicas de autodefensa.

—Porque tú las has convertido en objetivos.

Elena se encogió, pero no se echó atrás.

—Son tus hijas, Jeffrey —susurró a modo de contraataque, porque así solía contestar a Jeffrey. Era un ciclo de dolor y recriminaciones interminable—. A menos que quieras pasar página otra vez, debes saber que ahí fuera hay más de un rival al que le encantaría ponerle las manos encima a tu hija.

Jeffrey abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir nada. Un momento después, Evelyn pasó a toda velocidad junto a su padre. No llegó muy lejos, porque él le puso una mano en el hombro para detenerla.

—Evelyn…

La niña de diez años, con aquellos ojos que eran un reflejo de los del hombre que la observaba, levantó la cabeza.

—¿Sí, padre?

—Recuerda quién eres. Una Deveraux. —Una gélida advertencia.

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