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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (22 page)

BOOK: La dama azul
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Y haciendo la señal de la cruz en el aire, los dos frailes comenzaron a desandar el camino que hollaron sólo cuatro días atrás. Habían cumplido su misión.

Capítulo
29

A las ocho de la mañana, el tráfico de salida de Madrid por la N-I, carretera de Burgos, era sólo tolerable. La mayor densidad de tráfico a esa hora se concentraba siempre en dirección entrada y únicamente descendía pasadas las diez. Sin embargo, poco les importaron semejantes circunstancias a Carlos y José Luis, cuando el Renault-19 de este último superó el kilómetro 35, a la altura del desvío a San Agustín del Guadalix. A partir de ese punto, la autovía se mostraba limpia y despejada, empapada de la nueva primavera.

—Supongo que no encontraremos hielo en Burgos… —comentó indiferente Carlos, al comenzar a descender el puerto de Somosierra.

—No te preocupes, yo

he traído cadenas.

Carlos no respondió a la indirecta, tratando de no darse por aludido.

—¿Avisaste al padre Tejada de que le visitaríamos hoy? —continuó José Luis.

—No pude hablar con él personalmente, pero le dejé un recado advirtiéndole que llegaríamos esta tarde. Por supuesto, no dije de qué se trataba…

—Mejor.

El periodista estiró las piernas todo lo que pudo, hasta rozar con la punta de las botas la parte posterior del salpicadero. Confiaba en las buenas artes del conductor, así que se abandonó perezosamente a sus pensamientos.

—José Luis… Le he dado muchas vueltas a esa llamada desde la Biblioteca Nacional.

—Sí, yo también —reconoció el policía.

—Entonces debes tener las mismas dudas que yo.

—Como, por ejemplo…

—Hay algo que no comprendo: si los que realizaron el trabajo eran profesionales, y parece que lo eran por cómo burlaron los sistemas electrónicos de seguridad, ¿por qué hicieron una llamada que les delataba tan fácilmente?

—Bueno, cabe la posibilidad de que sea un número falseado por una computadora.

—Ya. ¿Y por qué el de una persona
precisamente
implicada en el caso Ágreda?

—Quizá sea casualidad.

—¡Si tú no crees en ellas! —protestó el
patrón
.

—Es cierto.

El policía se llevó un pitillo a los labios y apretó el botón del encendedor electrónico.

—¿Se sabe cuánto tiempo duró la conversación?

—No llegó a los cuarenta segundos.

—No es demasiado, la verdad.

—Quizá el suficiente para que informaran del éxito de la operación.

—Quizá.

—Por cierto, cuando hablemos con el padre Tejada preferiría que no le dijéramos que estamos investigando un robo.

Carlos le miró con cierta sorpresa, pero no replicó.

—Actuaremos como si no supiéramos nada. Confío en que, si sabe algo, terminará yéndose de la lengua.

—Tú pagas, tú mandas.

El policía sonrió.

Capítulo
30

Perdida en una de las alas de la ciudad, y bastante alejada de la ría, la plaza de San Felicísimo en Bilbao es una escueta glorieta de hormigón que alberga desde hace varias décadas la sede de los Padres Pasionistas y la
ikastola
que regentan. Los dos edificios pertenecen a una curiosa orden fundada en 1720 por un misionero italiano llamado San Pablo de la Cruz y que responde a la altisonante denominación de Congregación de los Clérigos Descalzos de la Santísima Cruz y Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Su máxima peculiaridad no es, empero, su nombre, sino la norma que obliga a sus miembros a aceptar un cuarto voto antes de su ingreso: el compromiso de propagar el culto a la pasión y muerte del Nazareno. Al aparcar enfrente de la escalera de acceso a la residencia, José Luis y Carlos ignoraban ese dato. En cambio disponían de una ficha con algunas informaciones clave de su «objetivo». A saber: Amadeo Tejada había ingresado en la orden en 1950, había cursado allí estudios de psicología e historia de la religión y ocupaba, desde 1983, un puesto como profesor de Teología en la Universidad de Deusto. Se le consideraba, además, un auténtico experto en angelología.

—¿El padre Tejada? Un momento, por favor.

Un fraile calvo, enfundado en una sobria sotana negra con un corazón atravesado por una espada cosido en el pecho, les rogó que aguardaran en una salita cercana a la puerta.

Tres minutos más tarde, una puerta de cristal biselado —parecida a las que adornaban las consultas de los médicos de los últimos años del régimen—, se abrió y dio paso a un auténtico gigante. Tejada debía rondar los sesenta años. De estatura ciclópea (superaba el metro noventa, aunque la sotana acentuaba su altura), su pelo cano y sus largas barbas, así como su tono de voz, le conferían ese aspecto de «santo y sabio» que había impresionado a las monjas de Ágreda.

—Así que vienen ustedes a preguntarme sobre la venerable madre Ágreda… —sonrió el padre Tejada, nada más estrechar las manos de sus visitantes.

—Bueno, después de hablar con ellas no nos quedaba otra elección. Las monjas aseguran que usted es un sabio.

—Oh, ¡vamos!, ¡vamos! Sólo cumplo con mi obligación —sonrió complacido; pero de inmediato, se excusó—. En realidad se trata del caso de bilocación más extraordinario que he conocido. Por eso he dedicado tantas horas a su estudio y he pasado largas temporadas en el convento.

—¿De veras?

La sonrisa de Tejada volvió a iluminar la sala de espera.

—Perdone mi precipitación, pero no queremos robarle demasiado tiempo. ¿Y ha llegado a alguna conclusión sobre la autenticidad de sus bilocaciones?

Tejada se acarició el lóbulo de la oreja izquierda y tosió levemente antes de responder. José Luis no podía ocultar que lo suyo era ir al grano, sobre todo si se trataba de hacer preguntas comprometedoras.

—Usted sabrá que, en realidad, existen varias clases de bilocaciones. La más sencilla es difícilmente discernible de la simple clarividencia, y en ella el sujeto bilocado es capaz de presenciar escenas que están ocurriendo lejos de donde se encuentra su cuerpo, aunque en ningún momento tiene la impresión física de estar allí. Es una clase de bilocación muy elemental y poco interesante…

El policía quedó estupefacto. No recordaba haber leído nada sobre el particular.

—Continúe —apremió.

En cambio, la más compleja es aquella en la que el sujeto se desdobla físicamente, es capaz de interactuar en los dos lugares donde se encuentra, y se deja ver por testigos que pueden dar fe del prodigio. Esa clase de bilocación es, por derecho propio, la única que puede llevar al calificativo de milagrosa.

El padre Tejada se detuvo con el fin de que sus interlocutores pudieran anotar sus precisiones. Cuando acabaron, prosiguió.

—Entre una y otra clase de bilocación, existe una amplia gama de estados en los que el sujeto se materializa en mayor o menor medida en su lugar de destino. Por supuesto, los casos más interesantes son los del segundo tipo; el resto podrían ser atribuidos a meras experiencias mentales.

—¿Y la madre Ágreda está dentro de esta segunda categoría? —Carlos retomó su cuestionario.

—No siempre.

—¿Cómo dice?

—Que quizá no siempre —repitió el pasionista con paciencia—. Debe saber que cuando esta religiosa fue interrogada por la Inquisición, confesó que había viajado en más de quinientas ocasiones al Nuevo Mundo, aunque no de la misma forma. A veces tenía la impresión de que era un ángel el que tomaba su aspecto y se aparecía entre los indios; en otras ocasiones, otro ángel la acompañaba mientras cruzaba los cielos a la velocidad del pensamiento;
[25]
aunque en la mayoría de ocasiones, todo se desarrollaba mientras ella caía en trance y era asistida por sus compañeras en el convento…

—¿Un ángel?

—Bueno, no se extrañe tanto. La Biblia habla de ellos con frecuencia, y asegura que se asemejan mucho a nosotros. ¿Por qué razón no podrían hacerse pasar por una mujer en América? Además, si aceptamos lo que se cuenta de ellos, podrían estar trabajando todos los días con ustedes, sin que se hubieran dado cuenta.

Tejada les brindó un guiño de complicidad, que Carlos no quiso ver.

—¿Los consideraría como unos infiltrados?

—Digamos que se trata de una especie de «quinta columna», mezclada entre nosotros para controlar desde dentro ciertos aspectos de la evolución humana.

—Bueno… Usted es un experto en angelología, y sabrá lo que se dice —el
patrón
esbozó cierta sonrisa de incredulidad.

—No lo tome a broma. Si usted quiere llegar al fondo del misterio de la Dama Azul y de la vinculación de la madre Ágreda a este asunto, debería contemplar la cuestión de los ángeles con mayor detenimiento.

Carlos desoyó su advertencia. Tejada tampoco parecía demasiado interesado en añadir más énfasis a sus palabras.

—Vayamos a lo concreto, padre: ¿usted cree que la monja se trasladó alguna vez físicamente hasta América? —insistió el periodista.

—Es difícil decirlo. Pero, la verdad, nada nos impide creerlo.

Existen innumerables referencias a otros personajes que vivieron esa misma clase de fenómenos, y que también dejaron indicios suficientes
de
que sus «viajes» fueron instantáneos, en cuerpo y alma.

José Luis se revolvió en su silla. Aquellos circunloquios no facilitaban ninguna pista sobre el paradero del manuscrito, así que, con mayor diplomacia que de costumbre, intentó llevar las aguas a un cauce más pragmático.

—Disculpe nuestra ignorancia, pero ¿existe, o existió, algún documento, alguna crónica de la época, en el que se detallaran esos viajes?

El padre Tejada miró al policía con afable condescendencia. Parecía estar disfrutando.

—Es usted un hombre práctico. Me gusta.

José Luis sonrió por el cumplido.

—En cuanto a su pregunta, la respuesta es sí. Un fraile franciscano llamado fray Alonso de Benavides redactó en 1630 una especie de informe, donde recoge algunos indicios que podrían ser interpretados como parte de alguna bilocación de la madre Ágreda…

—¿Algunos indicios? ¿Y eso es todo lo que hay? —insistió maliciosamente.

—No. Cuatro años más tarde, el mismo fraile redactó una versión ampliada de ese informe. Desgraciadamente, nunca llegué a examinarla. No se publicó jamás, aunque se rumorea que fascinó al propio Felipe IV hasta el punto de convertir ese texto en una de sus lecturas favoritas.

—¿Algo tan personal? ¿Sabe por qué?

—Bueno… —dudó—. Esto, naturalmente, no es «oficial» porque yo nunca he podido comprobarlo, pero parece que Benavides anotó en los márgenes de su escrito ciertas claves que explicaban las fórmulas que la madre Ágreda utilizaba para bilocarse.

—¡Vaya! —saltó Carlos—. ¡Como un libro de instrucciones!

—Podría considerarse algo así.

—¿Sabe si alguien lo utilizó?

—Que yo sepa, el texto nunca salió de manos del rey, aunque se envió al Vaticano una copia caligráfica. No obstante, fray Martín de Porres, que era un dominico mulato del Perú, vivió numerosas experiencias de bilocación en parecidas fechas a las de la monja de Ágreda.

—¿Insinúa que…?

—No, no. Fray Martín murió en 1639, cinco años después de que Benavides redactara sus instrucciones, y dejando tras de sí una sólida fama de santidad esculpida a base de prodigios. Saben a quién me refiero, aunque sólo sea por la difusión medio folclórica. Se trata del monje que llamaban «Fray Escoba». Se le vio predicando en Japón mucho antes de que se redactara el
Memorial
de 1634. Muchos testigos lo describen como el «hermano negro».

De repente, el padre Tejada bajó la voz como si hubieran desembocado en una materia confidencial.

—Incluso a veces depositaba flores en el altar de la iglesia de Santo Domingo que no eran peruanas, sino japonesas…

—¿Y usted cree estos relatos? —preguntó José Luis con cierta sorna.

—¡Oh, no es sólo cuestión de fe, aunque ésta influya, naturalmente! ¿Ha oído usted hablar del padre Pío?

Sólo Carlos asintió. Él sabía que el padre Pío —de nombre real, Francesco Forgione— era un famosísimo capuchino italiano que había vivido hasta mediados de este siglo en Pietrelcina (Italia), y que había protagonizado toda suerte de prodigios místicos: desde padecer en sus carnes los estigmas de la pasión hasta gozar del don de la profecía. Por no hablar del fervor popular que todavía despierta en la Italia de nuestros días.

—Pues al padre Pío —continuó Tejada— también se le imputan algunos casos célebres de bilocación. El más famoso de todos lo vivió de cerca, en primera persona, el cardenal Barbieri, que por aquel entonces era arzobispo de Montevideo.

—¿Recuerda qué sucedió exactamente?

La enésima pregunta de Carlos hizo resoplar al policía.

—Se explica en todas sus biografías. En ellas se cuenta cómo un compañero de Barbieri, que era Vicario General de la diócesis del Salto, en Uruguay, viajó a Italia donde obtuvo la promesa del padre Pío de que Barbieri le asistiría en el momento de su muerte. Y lo cumplió, pues cuando el Vicario estaba moribundo, Barbieri fue despertado por un monje capuchino que nunca había visto antes y que le alertó de la agonía de su amigo.

—¿Pío?

—¿Quién si no? Barbieri llegó a tiempo de darle la extremaunción a su compañero, pero fue incapaz de dar con el capuchino ni con alguna pista sobre su identidad para pedir explicaciones. Sólo años más tarde, cuando Barbieri visitó Italia, identificó al padre Pío como el hombre que le había despertado aquella noche…

Los tres callaron durante unos instantes. En realidad, una breve pausa para poder ordenar la información y formular nuevas preguntas.

—¿Supone entonces que el padre Pío controlaba sus bilocaciones? —Carlos retomó el interrogatorio.

—Y no sólo él. También la madre Ágreda lo hizo, aunque sólo conozco dos o tres episodios más en toda la historia. En cualquier caso, creo que su control tenía mucho que ver con el alcance de sus bilocaciones…

—¿Qué quiere decir con «alcance»?

—Exactamente eso. Tanto el padre Pío como la madre Ágreda protagonizaron bilocaciones de corto y de largo alcance. Esto es, locales, desplazándose a los extramuros de sus respectivos conventos o a domicilios cercanos, e internacionales, dejándose ver incluso en otros continentes.

—¿Y Benavides sabía eso? ¿Establecía esas diferencias?

El padre Tejada ignoró descaradamente su pregunta. Parecía cansado. Desvió la charla hacia asuntos más mundanos.

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