La dalia negra (46 page)

Read La dalia negra Online

Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
8.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Con el resto de los Sprague a punto de regresar cualquier día a Los Ángeles, sólo había un sitio al que ir. Me dirigí en coche hasta El Nido, le enseñé mi placa al conserje y le dije que tenía un nuevo inquilino. Encontró otra llave de la habitación; segundos más tarde, me hallaba oliendo el humo rancio de los cigarrillos de Russ Millard y el licor que se le había caído a Harry Sears. Y a Elizabeth en las cuatro paredes, pegada a mis ojos: viva y sonriente, fascinada por sus sueños baratos, diseccionada en un solar vacío lleno de hierbajos.

Y sin ni tan siquiera decírmelo, supe qué haría.

Quité los archivadores de la cama, los metí en el armario y convertí en tiras las sábanas y las mantas. Las fotos de la
Dalia
estaban clavadas a la pared; fue sencillo colocar aquellas tiras por encima para dejarlas totalmente cubiertas. Cuando el lugar estuvo perfecto, fui en busca de los accesorios.

Encontré una peluca negro azabache peinada hacia arriba en Trajes Western, una barrita amarilla en una tienda barata del Bulevar. Entonces, los temblores volvieron... peores, cada vez peores. Me acerqué al Salón Luciérnaga; esperaba que aún tuviera permiso de la Antivicio de Hollywood.

Un rápido vistazo al interior me convenció de que así era. Me instalé ante la barra, pedí un Old Forester doble y contemplé a las chicas congregadas en un escenario tan grande como una caja de cerillas. Las candilejas que había empotradas en el suelo las iluminaban desde abajo; eran lo único iluminado que había en aquel vertedero.

Engullí mi bebida. Todas ellas parecían típicas: prostitutas adictas a la droga con quimonos baratos abiertos a los lados. Contando cinco cabezas, las vi fumar cigarrillos y colocarse los quimonos para enseñar más pierna. No había ninguna que estuviera ni tan siquiera cerca de parecérsele.

Entonces, una morena delgaducha, que llevaba un traje de cóctel demasiado grande para ella, subió al escenario. Parpadeó ante el brillo de las luces, se rascó la pequeña y afilada nariz, y empezó a mover los pies trazando ochos en el suelo.

Le hice una seña con el dedo al tipo de la barra. Se acercó a mí con la botella; yo tapé mi vaso con la mano.

—La chica de rosa. ¿Cuánto cuesta llevarla a mi apartamento una hora más o menos?

El camarero suspiró.

—Señor, aquí tenemos tres habitaciones. A las chicas no les gusta...

Le cerré la boca con un billete de cincuenta, nuevo y crujiente.

—Va a hacer una excepción para mí. Ande, sea generoso consigo mismo.

Los cincuenta desaparecieron y el tipo también. Llené mi vaso y me lo terminé, con los ojos clavados en el mostrador hasta sentir una mano en mi hombro.

—Hola, soy Lorraine.

Me di la vuelta. Vista de cerca podría haber sido cualquier morena agradable, arcilla perfecta que moldear.

—Hola, Lorraine. Yo soy... B-B-Bill.

La chica lanzó una risita.

—Hola, Bill. ¿Quieres irte ya?

Asentí; Lorraine me precedió hasta la salida. La luz del día dejaba ver las carreras de sus medias y las viejas cicatrices de aguja en sus brazos. Cuando entró en el coche, observé que sus ojos eran de un castaño apaga do y opaco; al tamborilear con sus dedos sobre el salpicadero me di cuenta de que su mayor lazo de unión con Betty estaba en el barniz de uñas agrietado.

Aquello bastaba.

Fuimos hasta El Nido y subimos a la habitación sin decir palabra. Abrí la puerta y me hice a un lado para dejar entrar a Lorraine; ella puso los ojos en blanco ante el gesto y lanzó un leve silbido para hacerme saber que el lugar le parecía una maravilla. Cerré la puerta, desenvolví la peluca y se la tendí.

—Toma. Quítate las ropas y ponte esto.

Lorraine hizo un
strip-tease
nada hábil. Sus zapatos cayeron al suelo con un golpe seco y cuando tiró de sus medias para quitárselas, estuvo a punto de romperlas. Fui hacia ella para bajarle la cremallera del vestido pero al darse cuenta se volvió, y lo hizo ella misma. Todavía de espaldas, se quitó el sostén y luego las bragas, con un meneo de caderas; después, cogió la peluca con torpeza y comenzó a darle vueltas. De cara a mí, dijo:

—¿Es ésta tu idea de pasárselo en grande?

La peluca le quedaba torcida, igual que esas pelucas de estopa que usan en los vodeviles; sólo sus senos estaban bien. Me quité la chaqueta y empecé con el cinturón. Vi en los ojos de Lorraine algo que me detuvo; comprendí, de repente, que mi pistola y mis esposas le daban miedo. Sentí el impulso de calmarla diciéndole que era policía, pero aquella expresión hizo que se pareciera más a Betty, y no se lo dije.

—No me harás daño, ¿verdad? —preguntó.

—No hables —repliqué y le puse bien la peluca, metiendo dentro de ella su reseco cabello castaño.

La imagen de conjunto seguía mal: nada encajaba y se parecía demasiado a una puta.

Lorraine estaba temblando; estremecimientos que iban de la cabeza a los pies mientras yo metía la barrita amarilla en la peluca para arreglar las cosas y que tuviera el aspecto adecuado.

Todo lo que conseguí con ello fue arrancar unos cuantos mechones de cabello negro, quebradizo como la paja, y hacer que toda la peluca se inclinara a un lado, igual que si la chica fuera el payaso de la boca rajada, no mi Betty.

—Tiéndete en la cama —dije.

La chica obedeció, las piernas rígidas y pegadas la una a la otra, las manos bajo su cuerpo, un flaco manojo de tics y estremecimientos. Acostada, la peluca había quedado mitad en su cabeza y mitad sobre la almohada. A sabiendas de que las fotos de la pared conseguí rían hacer que todo se inflamara, que resultara perfecto, quité las tiras de tela que las cubrían.

Clavé mis ojos en la Betty/Beth/Liz perfecta del retrato; la chica gritó:

—¡No! ¡Asesino! ¡Policía!

Me volví con rapidez, y vi a un fraude paralizado por la Treinta y Nueve y Norton. Me lancé sobre la cama, puse mis manos sobre su boca y no dejé que se moviera. Entonces se lo conté todo, sin un solo error, a la perfección.

—Tiene que ser todos esos nombres distintos, nada más, y esta mujer no quiere ser ella para mí, y yo no puedo ser cualquiera, como ella, y cada vez que lo intento lo jodo todo, y mi amigo se volvió loco porque su hermanita podía haber sido ella si alguien no la hubiera matado...

—ASES...

La peluca revuelta sobre la almohada.

Mis manos en el cuello de la chica.

La solté y me puse en pie poco a poco, con las palmas de las manos extendidas hacia ella, no quiero hacerte daño. Las cuerdas vocales de la chica se tensaron pero no logró emitir ni un solo sonido. Se frotó el cuello, allí donde mis manos habían estado, con su huella aún brillando en rojo. Retrocedí hacia la otra pared, incapaz de hablar.

Tablas mexicanas.

La chica se masajeó la garganta; algo parecido al hielo se hizo visible en sus ojos. Saltó de la cama y se vistió mirándome todo el tiempo, el hielo se volvía más frío y espeso.

Era una mirada que yo me sabía incapaz de resistir o igualar, así que saqué mi cartera y la abrí por el compartimento de la placa para que la viera: policía de Los Ángeles, 1611. Sonrió; traté de imitarla; la chica se me acercó y escupió en el pedazo de latón. Al cerrar la puerta de golpe, las fotos de la pared aletearon y recobré la voz, entrecortada y ronca:

—Le cogeré por ti, nunca más te hará daño, yo te compensaré, oh, Betty, Jesús, mierda, lo haré.

31

El aeroplano volaba hacia el este, y me abría paso a través de los bancos de nubes en el brillante cielo azul. Tenía los bolsillos repletos de dinero sacado de mi cuenta bancaria, que se había quedado casi a cero. Conseguí que el teniente Genchell se tragara mi historia sobre un amigo de los tiempos escolares que vivía en Boston y que estaba enfermo de gravedad, para que me concediera una semana de permiso disfrazada de baja. En mi regazo llevaba un fajo de notas con las comprobaciones hechas por la policía de Boston sobre los antecedentes del caso, copiadas con paciencia y laboriosidad del archivo de El Nido. Ya tenía preparado un itinerario de interrogatorios, ayudado por la guía metropolitana de Boston que había comprado en el aeropuerto de Los Ángeles. Cuando el avión aterrizara me encontraría inmerso en el pasado de Elizabeth Short, en Medford/Cambridge/Stoneham..., la única parte que no estaba manchada desde la primera página.

Acudí al archivo por la tarde, tan pronto como dejé de temblar y pude darme cuenta de cuán cerca había estado de perder el control de mi cerebro, o, al menos, la parte frontal de él. Un rápido vistazo al archivo me indicó que la rama Los Ángeles de la investigación estaba muerta, un segundo y un tercero me dijeron que aún estaba más muerta de lo que yo había pensado y un cuarto me convenció de que si me quedaba en la ciudad, acabaría hundido en la mierda por culpa de Madeleine y Kay. Tenía que salir a toda prisa y si el juramento que le había hecho a Elizabeth Short significaba algo, debería correr en dirección a ella. Y aunque fuese como si persiguiera un espejismo, al menos iría a un territorio limpio, donde mi insignia y mis mujeres vivas no me involucraran en ningún problema.

La repugnancia que había visto en el rostro de la prostituta no quería abandonarme; todavía era capaz de oler su perfume barato y me la imaginaba escupiendo acusaciones, las mismas palabras que Kay había usado a primera hora de ese día, aunque peores, pues ella sabía qué era yo: una ramera con insignia. Pensar en esa mujer era igual que si rascara lo más bajo de mi vida mientras estaba de rodillas, y el único consuelo radicaba en el hecho de que ya no podía llegar más abajo, porque antes masticaría el cañón de mi 38.

El avión aterrizó a las 7.35. Fui el primero en la cola para desembarcar, cuadernillo y bolsa de viaje en mano. En la terminal había un sitio donde alquilaban coches; elegí un cupé Chevy y me dirigí hacia la metrópoli de Boston, con el anhelo de aprovechar el tiempo de luz diurna que aún quedaba..., casi una hora.

Mi itinerario incluía varias direcciones para visitar: la madre de Elizabeth, dos de sus hermanas, su escuela, un lugar de Harvard Square donde estuvo sirviendo comidas en el 42 y el cine en el que trabajó como vendedora de golosinas en los años 39 y 40. Decidí cruzar Boston para ir a Cambridge y luego a Medford, el auténtico terreno nativo de Betty.

Boston, pintoresca y antigua, produjo en mí la misma impresión que una imagen borrosa. Fui siguiendo los letreros de las calles hasta el puente del río Charles y crucé a Cambridge: elegantes mansiones georgianas y calles repletas de universitarios. Más letreros me condujeron a Harvard; allí estaba la primera parada: Otto's Hofbrau, una estructura de pan de jengibre que derramaba aroma de coles y cerveza.

Estacioné en un espacio reservado y entré en el local. Los motivos tipo Hansel y Gretel abarcaban todo el espacio: reservados de madera tallada, jarras de cerveza que colgaban de las paredes, camareras con falditas rebordeadas de encaje. Miré a mi alrededor en busca del jefe y mis ojos acabaron por detenerse en un hombre ya mayor que llevaba delantal y se hallaba junto a la caja registradora. Fui hacia él y algo hizo que me contuviera y no le enseñara la placa.

—Discúlpeme. Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre Elizabeth Short. Tengo entendido que ella trabajó aquí en el año 42 y pensé que usted podría decirme algo sobre cómo era ella entonces.

—¿Elizabeth qué? —preguntó él—. ¿Es alguna estrella de cine o algo parecido?

—La mataron en Los Ángeles hace unos años. Se trata de un caso famoso. ¿Sabe usted...?

—Compré este sitio durante el 46 y la única empleada que me queda de la guerra es Roz. ¡Rozzie, ven aquí! ¡Este hombre quiere preguntarte algo!

La camarera más imponente del universo se materializó ante mí, una cría de elefante con faldas por encima de la rodilla.

—Este tipo es un periodista —dijo el dueño—. Quiere hablar contigo sobre Elizabeth Short. ¿La recuerdas?

Rozzie me miró, con el chicle en la boca y haciendo globos.

—Ya se lo dije al
Sentinel
, al
Globe
y a los polis la primera vez y no voy a cambiar mi historia. Betty Short era una soñadora a la que siempre se le caían los platos y si no hubiera sido porque atraía a mucha clientela de Harvard, no habría durado ni un solo día. He oído contar que contribuyó con lo suyo al esfuerzo bélico, pero no conocí a ninguno de sus hombres. Fin de la historia. Y usted no tiene nada de periodista, es policía.

—Gracias por ese comentario tan perceptivo —dije, y salí de allí.

Mi guía situaba Medford a unos veinte kilómetros más lejos, en línea recta por la avenida Massachussets. Llegué allí justo cuando empezaba a anochecer, aunque ya lo había olido antes de verlo.

Medford era un pueblo industrial, con las chimeneas de las fundiciones que escupían humo formando su perímetro. Subí la ventanilla para dejar afuera el hedor del azufre; el área industrial comenzó a reducirse hasta convenirse en pequeñas casas de ladrillo rojo tan juntas que apenas si había medio metro de distancia entre ellas. Cada bloque tenía dos bares, por lo menos, y cuando vi el bulevar Swasey —la calle donde se encontraba el cine—, abrí el deflector para ver si se había disipado la peste de las fundiciones. Seguía allí, y el parabrisas empezaba a cubrirse de grasa y hollín.

Encontré el Majestic unos cuantos bloques más abajo, un típico edificio Medford de ladrillo rojo. Su marquesina anunciaba
El abrazo de la muerte
, con Burt Lancaster, y
Duelo al sol
, «Un gran reparto de estrellas». La taquilla estaba vacía, así que entré en el vestíbulo y me acerqué al puesto de bocadillos y golosinas.

—¿Algún problema, agente? —preguntó el hombre que lo atendía. Que los nativos me calaran con tanta rapidez cuando me hallaba a casi cinco mil kilómetros de casa, no era algo que me agradara mucho.

—No, ninguno. ¿Es usted el encargado?

—El propietario. Ted Carmody: ¿Policía de Boston? Le enseñé mi placa, no tenía más remedio que hacerlo.

—Departamento de Policía de Los Ángeles. Es sobre Beth Short.

Ted Carmody se persignó.

—Pobre Lizzie. ¿Tienen alguna pista buena? ¿Ha venido aquí por eso?

Puse una moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador, cogí una barra de Snickers y le quité el envoltorio.

—Digamos tan sólo que me siento en deuda con Betty y tengo unas cuantas preguntas que hacer.

Other books

Secret Dead Men by Duane Swierczynski
Ghostwalkers by Jonathan Maberry
War Dances by Sherman Alexie
Hostage Negotiation by Lena Diaz
The Blue Herring Mystery by Ellery Queen Jr.
Everything He Promises by Thalia Frost