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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (48 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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—No es necesario que cuente cada uva, Manion —le dijo Xavier en broma. Se acercó a él, notando el roce de las hojas de las parras contra sus mangas como las manos de la multitud enfervorecida durante los desfiles después de una victoria militar.

Manion levantó la vista y se echó hacia atrás el sombrero de paja con el que se protegía los ojos del sol.

—Si los viñedos de nuestra familia son los mejores en toda la Liga es por la atención y el cuidado que les dedico. Me temo que este año el Zinagne será un poco flojo… demasiada agua. Pero tendremos un Beaujie excepcional.

Xavier se paró a su lado y miró los racimos.

—Entonces tendré que ayudarle a probar las diferentes cosechas hasta que los dos quedemos convencidos de su calidad.

Los aparceros iban y venían entre las vides, utilizando rastrillos y azadas para remover la tierra y arrancar las malas hierbas. Cada año, cuando la uva había llegado al punto exacto de madurez, los aparceros salusanos trabajaban día y noche en los viñedos, llenando cestos y llevándolos a los lagares que había detrás de la casa. En los últimos diez años, Xavier solo había podido participar en aquella bulliciosa actividad recolectora en tres ocasiones, pero había disfrutado mucho.

Le habría gustado poder pasar más tiempo en su casa, pero su lugar estaba en el espacio, luchando contra las máquinas pensantes.

—¿Cómo está mi nueva nietecita?

—Tendrá tiempo de sobra de verlo usted mismo. Dentro de una semana tengo que reincorporarme a mi puesto. Cuento con usted para que ayude a Octa. Con el bebé recién nacido, estará demasiado atareada.

—¿Estás seguro de que en vez de una ayuda no voy a ser un estorbo para ella?

Xavier rió.

—Ha sido virrey, así que como mínimo sabe delegar. Por favor, asegúrese de que Roella y Omilia ayudan a su madre.

Pestañeando por la intensidad del sol salusano, Xavier suspiró; sentía el peso de su vida sobre sus hombros. Ya había visitado a Emil Tantor, que compartía de buena gana su solitaria casa con su cuñada Sheel y sus tres hijos.

Xavier tenía su propia familia, y mucho amor, y sin embargo tenía la sensación de que había perdido algo por el camino. Octa era una mujer discreta y fuerte, un santuario en el torbellino de su vida. La amaba sin vacilación, aunque recordaba la pasión desenfadada que sintió durante su breve relación con Serena. En aquel entonces los dos eran jóvenes, estaban enamorados, y no podían imaginar la tragedia que se abatiría sobre ellos como un meteorito que cae del cielo.

Xavier había dejado de lamentarse por haber perdido a Serena; hacía ya mucho que sus vidas habían tomado caminos diferentes, pero no podía evitar lamentarse al pensar en lo mucho que él había cambiado.

—Manion —dijo con voz pausada—, ¿cómo es posible que me haya vuelto una persona tan rígida?

—Deja que lo piense un momento —contestó el virrey retirado.

Un pensamiento turbador pasó por la cabeza de Xavier. El hombre optimista y apasionado que fue en otro tiempo se había convertido en un extraño para él. Y pensó en todas las difíciles tareas que había asumido en nombre de la Yihad.

Finalmente, Manion contestó con la misma seriedad y solemnidad que utilizaba cuando daba un discurso ante el Parlamento de la Liga.

—La guerra te ha endurecido, Xavier. Nos ha cambiado a todos. A algunas personas las ha destrozado. A otras, como tú, las ha hecho más fuertes.

—Temo que mi fortaleza sea mi debilidad. —Xavier miraba fijamente las densas vides, pero solo veía recuerdos de sus numerosas campañas militares: batallas espaciales, robots destrozados, humanos caídos en las matanzas de las máquinas pensantes.

—¿Por qué?

—He visto lo que Omnius puede hacer, y he dedicado mi vida a asegurarme de que las máquinas nunca venzan. —Suspiró—. Esa es la forma que he elegido para demostrar mi amor por mi familia: protegerla. Por desgracia, eso significa que nunca estoy en casa.

—Si no hicieras lo que haces, Xavier, seríamos todos esclavos de la supermente. Octa lo sabe, igual que yo, y tus hijas. No dejes que esa carga te abrume demasiado.

Xavier respiró hondo.

—Sé que tiene razón, Manion… pero no quiero que mi implacable determinación de lograr la victoria me cueste mi humanidad. —Miró con vehemencia a su suegro—. Si la gente como yo tiene que convertirse en una máquina para poder derrotar a las máquinas, entonces la Yihad está perdida.

49

Podemos estudiar cada pequeño detalle de la larga marcha de la historia humana y asimilar enormes cantidades de datos. ¿Por qué entonces nos resulta tan difícil a las máquinas pensantes aprender de ellos? Consideremos también esto: ¿por qué repiten los humanos los mismos errores de sus antepasados?

E
RASMO
,
Reflexiones sobre los
seres biológicos racionales

Aunque llevaba siglos experimentando con sujetos humanos, a Erasmo no se le acababan las ideas. Había tantas formas interesantes de probar a la especie… Y ahora que podía ver el mundo a través de los ojos de su joven pupilo, se abrían ante él nuevas y misteriosas posibilidades.

El robot iba ataviado con su bella túnica carmesí decorada con una piel dorada. Era elegante, pensó, e impresionaba. Su piel bruñida de metal líquido brillaba bajo el sol rojizo de Corrin.

El joven Gilbertus también iba impecable. Sus robots ayudas de cámara lo habían lavado y acicalado. A pesar de los dos años que llevaba sometido a un riguroso entrenamiento y preparación, el chico aún tenía una vena salvaje que se manifestaba en pequeños actos de rebeldía. Erasmo estaba convencido de que con el tiempo conseguiría eliminar ese defecto.

Los dos estaban en el exterior, mirando el recinto cerrado de los esclavos y los sujetos de estudio. Muchos pertenecían al nivel social más bajo y animal, del que había salido el propio Gilbertus. Pero había otros mejor entrenados, sirvientes educados, artesanos y cocineros que trabajaban en la villa de Erasmo.

Mientras miraba los ojos muy abiertos e inocentes del chico, Erasmo se preguntó si se acordaría alguna vez de la miserable vida que llevaba cuando estuvo en aquellas espantosas cuadras, siempre revolcándose en el fango, o si habría eliminado esos recuerdos tras aprender a organizar sus capacidades mentales mediante la persistente enseñanza de su mentor mecánico.

En aquellos momentos, antes de que se iniciara el nuevo experimento, el chico miró con curiosidad al grupo escogido. Ellos también los miraban a él y a Erasmo con expresión inquieta. Los sensores del robot independiente detectaban una elevada concentración de sudor en el aire, ritmos cardíacos acelerados y elevadas temperaturas corporales, además de otros claros indicadores de tensión. ¿Por qué estaban tan nerviosos? Erasmo habría preferido iniciar su experimento con unos niveles normales, pero sus prisioneros le temían demasiado. Estaban convencidos de que quería hacerles algo desagradable y, la verdad, no los culpaba por pensar así.

No se molestó en disimular la sonrisa. Después de todo, tenían razón.

Detrás de él, el chico controló su curiosidad y se limitó a mirar. Había sido una de sus primeras lecciones. A pesar de los esfuerzos de Erasmo, Gilbertus Albans seguía siendo un niño sin educación, con una base de datos tan parca que era inútil hacerle interminables preguntas aleatorias. Así pues, la máquina pensante le enseñaba de una forma ordenada y lógica, avanzando a partir de cada hecho aprendido.

Por el momento, los resultados eran satisfactorios.

—Hoy vamos a iniciar una serie organizada de pruebas acerca de las reacciones. El experimento que presenciarás está pensado para demostrar las respuestas al pánico. Por favor, fíjate en el abanico de comportamientos y extrae tus conclusiones basándote en el estatus relativo de los esclavos.

—Sí, señor Erasmo —dijo el chico, agarrándose a los barrotes de la verja.

Ahora el chico hacía lo que le decía… una gran mejora en comparación con su rebelde comportamiento del principio. Sí, en aquel entonces Omnius se burlaba, y decía que jamás conseguiría convertir a aquel salvaje en un ser civilizado. Cuando la lógica y el sentido común fallaban, Erasmo echaba mano de la disciplina y la enseñanza metódica, de los castigos y las recompensas, además del uso de sustancias que afectaban al comportamiento. Al principio estas sustancias sumían a Gilbertus en un estado de sopor y apatía. Y hubo una clara disminución de actos destructivos, tendencia que frenaba sus progresos.

Poco a poco el robot había ido disminuyendo las dosis, y ahora rara vez tenía que recurrir a ellas. Finalmente Gilbertus había aceptado su nueva situación. Si recordaba su miserable vida de antes, sin duda vería aquello como una oportunidad, una ventaja. Erasmo estaba seguro de que no tardaría en poder mostrar un triunfo a Omnius, en demostrarle que su conocimiento de las posibilidades de los humanos superaba el de aquella máquina supuestamente omnisciente.

Pero no se trataba solo de ganar aquel desafío de Omnius. En realidad, Erasmo disfrutaba viendo los progresos de Gilbertus, y deseaba continuar con ello cuando Omnius le diera la razón.

—Ahora mira con atención, Gilbertus. —Erasmo fue hasta una verja, abrió la cerradura y entró.

Cuando la puerta de la cuadra se cerró a su espalda, Erasmo empezó a andar entre aquella gente, empujando y derribando a unos y a otros. Ellos trataban de apartarse de su camino, histéricos, desviando la mirada como si pensaran que así no se fijaría en ellos. Esto divirtió a Erasmo: estaban basando su respuesta en el estándar humano de lo que atrae la atención de otra persona. Y él, un complejo robot autónomo, elegía de forma totalmente aleatoria y objetiva.

Tras sacar una gran pistola del manto, apuntó a la primera víctima —que resultó ser un anciano— y disparó.

La pistola resonó como un trueno, con un eco que atravesó el cuerpo del anciano, seguido al instante por una avalancha de gritos que mostraban el pánico de la multitud. Los objetos de estudio se dispersaron como un rebaño asustado, tanto los esclavos más salvajes como los ayudantes más preparados.

—Mira cómo corren —dijo Erasmo—. Es fascinante, ¿verdad?

El chico no contestó; miraba con expresión horrorizada.

Erasmo apuntó a otra víctima al azar, una mujer embarazada, y disparó. ¡Delicioso! Estaba disfrutando enormemente.

—¿Aún no es suficiente? —preguntó el chico—. He entendido la lección.

En su sabiduría, Erasmo había elegido un arma de fuego para asegurarse de que el impacto fuera colosal; las balas eran de gran calibre. Cada vez que alcanzaba a una víctima, la sangre, la piel y los trocitos de carne volaban en todas direcciones. Aquel horror aumentaba el pánico de los demás, como un bucle de retroalimentación.

—Aún quedan cosas por aprender —dijo Erasmo, consciente de que Gilbertus se movía algo inquieto. Parecía nervioso.

Interesante.

Los prisioneros gritaban, chillaban, se subían los unos encima de los otros, pisaban a los que se habían caído en su precipitación por huir del robot. Pero en aquella zona cercada no podían huir. Erasmo volvió a disparar otra vez, y otra.

Un proyectil acertó a un hombre en la cabeza, y el cráneo y el cerebro estallaron en una nube. Varios esclavos se quedaron paralizados, perplejos, en un gesto abyecto de rendición. Erasmo mató también a la mitad de ellos, porque no quería inculcarles ningún tipo de comportamiento ni influir en sus respuestas. Para que el experimento resultara impecable, tenía que ser totalmente imparcial y no favorecer a nadie por ninguna razón.

Tras matar al menos a una docena y mutilar el doble, se detuvo con la pistola en su mano de metal líquido. A su alrededor, los supervivientes seguían corriendo aterrados, buscando la forma de esconderse o escapar. Algunos ayudaron a los compañeros que estaban en el suelo. Finalmente, dejaron de gritar y se apiñaron contra las vallas, tan lejos como pudieron de Erasmo, como si el hecho de estar lejos cambiara algo.

Por desgracia, los que aún vivían ya no le servían para seguir experimentando, ni siquiera los que no estaban heridos. No importa. Siempre podía encontrar nuevos sujetos de estudio entre su inmenso vivero de esclavos.

En el exterior del recinto, Gilbertus retrocedió para evitar que las manos que los cautivos le tendían pidiendo ayuda le tocaran. El chico miró a Erasmo frunciendo el ceño, confuso, como si no entendiera qué dirección debían tomar sus emociones.

Curioso.
Tendría que analizar las respuestas de Gilbertus al experimento… un plus añadido.

Algunos de los esclavos se pusieron a lloriquear y a gemir en silencio. Erasmo abrió la verja y avanzó con seguridad hacia su joven pupilo. Pero Gilbertus se apartó; instintivamente evitaba la sangre y los sesos que salpicaban la piel reluciente y el colorido manto del robot.

Aquello le hizo pensar. No le importaba que sus objetos de estudio y sus esclavos le aborrecieran, pero no quería que aquel joven le temiera. Él era su mentor.

A pesar de toda la atención que había dedicado a Serena Butler, ella había seguido dándole la espalda. Una vieja costumbre en la historia de los humanos que Erasmo aborrecía. Quizá ella era demasiado mayor cuando la tomó bajo su protección y su carácter estaba demasiado formado. Erasmo había aprendido mucho acerca de la naturaleza de los hombres en los años que había dedicado a su estudio. Se aseguraría de que Gilbertus Albans le fuera totalmente fiel. Tenía que ser cauto y observar.

—Ven conmigo, jovencito —dijo con una alegría simulada. A partir de ahora tendría que ir con mucho cuidado para que el chico no se hiciera una idea equivocada de él—. Ayúdame a limpiarme un poco. Luego tendremos una bonita charla sobre lo que acabas de ver.

50

Cuando cobras conciencia del volumen del universo que te rodea, la insignificancia de la vida en la inmensidad del espacio se convierte en una realidad apabullante. Es a partir de esta conciencia básica que la vida aprende a ayudar a la vida.

T
ITÁN
H
ÉCATE

Eran visitantes de otro mundo, y lo parecían.

Cuando Iblis Ginjo vio a los extraños pensadores y a sus ayudantes avanzar en fila india por el vestíbulo del puerto espacial de Zimia, se adelantó para recibirlos mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Su nuevo asistente, Keats, un joven discreto e inteligente que había sustituido a Floriscia Xico tras su
trágico asesinato
, estaba a un lado, observando en silencio, como si mentalmente estuviera tomando nota de todo. Keats parecía más un erudito que un matón, e Iblis lo utilizaba para misiones especiales de la Yipol.

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