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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (3 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Para hacer frente a la amenaza, el Gran Patriarca Iblis Ginjo preparó inmediatamente aquella precipitada pero efectiva campaña militar.

—No podemos permitir que otro mundo caiga en manos de esas demoníacas máquinas pensantes —gritó Iblis durante la ceremonia de despedida, entre entusiastas y desafiantes vítores y flores naranjas—. Ya hemos perdido Ellram, la colonia Peridot, Bellos y otros. Pero con Anbus IV, el ejército de la Yihad va a poner un punto y aparte.

Aunque Xavier había subestimado el número de efectivos que Omnius enviaría a aquel mundo remoto y no conseguían expulsarlos, hasta el momento sus fuerzas habían logrado frenar la invasión.

Durante una de las pausas en las conversaciones con los zenshiíes, Xavier se puso a maldecir por lo bajo. La gente a la que estaban intentando salvar no tenía ningún interés en que les ayudaran y se negaba a luchar contra las máquinas pensantes.

En aquella ciudad situada entre cañones rojos se conservaban reliquias, y las leyes originales escritas a mano de la interpretación zenshií del budislam. Los sabios conservaban los manuscritos originales de los sutras coránicos en el interior de cuevas abovedadas y rezaban cinco veces al día cuando oían las llamadas a la oración desde el minarete erigido al borde del cañón. Desde Darits los ancianos comentaban las escrituras para guiar a los fieles a través del esoterismo.

Xavier Harkonnen se sentía profundamente desconcertado. Él era un hombre de armas, acostumbrado a dirigir batallas, a mandar a sus tropas y ser obedecido. Simplemente, no supo qué hacer cuando aquellos budislámicos pacifistas dijeron… que no.

En su hogar, entre los mundos de la Liga, el movimiento de oposición a la Yihad era cada vez más importante. Después de más de dos décadas de derramamiento de sangre, la gente estaba cansada. Algunos hasta se habían presentado ante los altares del niño asesinado, Manion el Inocente, con pancartas donde suplicaban
Paz a cualquier precio
.

Sí, Xavier comprendía aquella desidia y desesperación, porque había visto morir a muchos seres queridos a manos de las máquinas pensantes. Pero aquellas gentes aisladas no habían movido ni un dedo para resistirse, lo que ponía de manifiesto lo absurdo de la no violencia radical.

El objetivo de las máquinas estaba claro, y evidentemente Omnius no tendría ninguna consideración por las preferencias de unos fanáticos religiosos. Xavier tenía una misión vital que llevar a cabo en aquel lugar, en el nombre de la Yihad, pero esa misión exigía un poco de sentido común y cooperación por parte de la población autóctona. No esperaba tener tantos problemas para hacer ver a aquella gente el riesgo que estaban corriendo por ellos.

Los ancianos zenshiíes volvieron a la sala de reuniones, un recinto adornado con objetos antiguos de oro y piedras preciosas.

Al igual que había hecho él durante horas, el líder religioso Rhengalid lo miraba con ojos fríos y una implacable expresión de rechazo. Tenía una cabeza grande, afeitada y reluciente a causa de los aceites exóticos que se aplicaba; y cejas pobladas que había peinado y oscurecido artificialmente. Su mentón estaba cubierto por una barba canosa y espesa, cortada con forma cuadrada y que él llevaba como señal de orgullo. Sus ojos claros, de color gris verdoso, contrastaban fuertemente con su piel morena. A pesar de la siniestra flota de máquinas pensantes que había allá arriba, o del impresionante despliegue armamentístico del ejército de la Yihad, aquel hombre no parecía ni impresionado ni intimidado. Era como si aquello no fuera con él.

Haciendo un gran esfuerzo, Xavier mantuvo un tono sereno.

—Estamos tratando de proteger vuestro mundo, anciano Rhengalid. Si no hubiéramos venido, si nuestras naves no contuvieran a las máquinas pensantes como lo hacen un día tras otro, tú y toda tu gente seríais esclavos de Omnius.

Se sentó erguido en el banco que había frente al líder zenshií. Rhengalid ni siquiera le había ofrecido un refrigerio, aunque Xavier tenía la sospecha de que los ancianos se servían generosamente cuando los soldados salían de la sala.

—¿Esclavos? Si tanto te preocupa nuestro bienestar, primero Harkonnen, ¿dónde estaban tus naves hace unos meses cuando los comerciantes de carne de Tlulax se llevaron a jóvenes hombres y a mujeres fértiles de nuestros asentamientos de granjeros?

Xavier trató de no manifestar su inquietud. Nunca había querido ser diplomático, ni tenía paciencia para ello. Servía a la causa de la Yihad con todo su empeño y lealtad. El carmesí de su uniforme simbolizaba la sangre vertida por la humanidad, y su hijo inocente, con apenas once meses de edad, había sido el primero de los nuevos mártires.

—Anciano, ¿qué hiciste tú para defender a tu pueblo cuando vinieron los intrusos? No sabía nada de ese incidente hasta que lo has mencionado, y no puedo ayudarte en algo que sucedió en el pasado. Lo que sí puedo asegurar es que la vida bajo el dominio de las máquinas pensantes será mucho peor.

—Eso es lo que tú dices, pero no puedes negar la hipocresía de vuestra sociedad. ¿Por qué habríamos de dar más crédito a la palabra de un esclavista que a la de otro?

Las aletas de la nariz de Xavier se hincharon.
¡No tengo tiempo para esto!

—Ya que insistes en recordar el pasado, quizá deberías recordar que la negativa de vuestra gente a luchar contra las máquinas desde el principio ha costado la libertad a millones de seres humanos, además de incontables muertes. Son muchos los que creen que estáis en deuda con vuestra raza.

—No simpatizamos con ninguno de los bandos enfrentados en este conflicto —repuso el hombre de la barba gris—. Mi gente no quiere participar en vuestra guerra absurda y sangrienta.

Xavier se calló unas palabras hirientes y en vez de eso dijo:

—Sea como sea, estáis atrapados entre dos fuegos y tenéis que elegir.

—¿Acaso es mejor un tirano humano que uno que sea una máquina? ¿Quién sabe? Lo único que puedo decir es que esta no es nuestra lucha, nunca lo ha sido.

En el interior de la presa de Darits, los operarios abrieron las compuertas y dejaron que el agua cayera formando dos espectaculares cascadas desde las palmas extendidas de las colosales estatuas de Buda y Mahoma. Al oír aquel repentino estrépito, Xavier alzó la vista y vio con sorpresa al primero Vorian Atreides avanzando a grandes zancadas por la pasarela de piedra que salía de la pista donde había aterrizado con su lanzadera en el tosco puerto espacial. El hombre de cabellos oscuros se acercó sonriendo, con el mismo aspecto joven y viril de cuando lo conoció hacía años, después de escapar de la Tierra.

—Puedes tratar de convencerlos todo lo que quieras, Xavier, pero los zenshiíes hablan un lenguaje distinto… en más de un sentido.

El anciano de Darits pareció indignado.

—Vuestra civilización atea nos ha perseguido. Los soldados yihadíes no son bienvenidos… especialmente en Darits, nuestra ciudad santa.

Xavier le mantuvo la mirada.

—Anciano, no permitiré que las máquinas pensantes tomen este planeta, tanto si nos ayudáis como si no. La caída de Anbus IV sería otra avanzadilla que acercaría al enemigo un poco más a los mundos de la Liga.

—Este es nuestro planeta, primero Harkonnen. No tenéis nada que hacer aquí.

—¡Las máquinas pensantes tampoco! —El rostro de Xavier enrojeció.

Vorian lo cogió del brazo. Visiblemente divertido, dijo:

—Veo que has descubierto nuevas técnicas de diplomacia.

—Nunca he dicho que fuera un buen negociador.

Vor asintió, sonriendo.

—Si esta gente obedeciera tus órdenes, nos facilitaría mucho las cosas, ¿verdad?

—No pienso abandonar este planeta, Vor.

El comunicador chisporroteó y a continuación llegó un mensaje. La voz de Vergyl Tantor sonaba exaltada, jadeante.

—Primero Atreides, ¡tus sospechas eran acertadas! Nuestros escáneres han descubierto un campamento secreto de máquinas pensantes sobre una meseta. Parece una avanzadilla, con maquinaria industrial, armamento pesado y robots de combate.

—Buen trabajo, Vergyl —dijo Vor—. Ahora empieza la diversión.

Xavier miró por encima del hombro a Rhengalid, que estaba absorto y parecía no querer ver nunca más a ningún yihadí.

—Aquí ya hemos terminado. Volvamos al buque insignia. Tenemos trabajo que hacer.

3

No existe lo que se conoce como El futuro. La humanidad se enfrenta a muchos posibles futuros, muchos de los cuales dependen de sucesos aparentemente insustanciales.

Crónicas Muadru

Zimia era una ciudad sorprendente, el máximo exponente cultural de la humanidad libre. Tres avenidas bordeadas de árboles se extendían como los radios de una rueda a partir del complejo de edificios gubernamentales y de una inmensa plaza conmemorativa. Hombres ataviados con jubones y damas con trajes ceremoniales oficiales caminaban apresuradamente de un lado a otro.

Con gesto hosco, Iblis Ginjo se dirigía hacia el majestuoso edificio del Parlamento. La imagen ordenada de aquel entorno podía producir una ilusión de seguridad, de que aquello no cambiaría.

Pero nada permanece. Nada es seguro.

Ginjo se dedicaba a inspirar a la gente, a despertarlos a la acción convenciéndoles de que las malvadas máquinas podían atacar cualquier mundo en cualquier momento, y de que había siniestros espías humanos que secretamente servían a Omnius incluso allí, en el corazón de la Liga.

A veces Iblis tenía que adornar la realidad por el bien de la lucha.

Iblis era un hombre de hombros anchos, con un rostro cuadrado y el pelo liso y castaño oscuro, y llevaba puesta una chaqueta negra y holgada con puntadas doradas y relucientes ajorcas. Varios pasos por detrás iba media docena de policías de la Yihad —la Yipol—, siempre atentos, siempre listos para sacar sus armas a la menor señal. Podía haber renegados o asesinos fieles a las máquinas acechando en cualquier parte.

Veinte años atrás, Iblis se había concedido a sí mismo el título de
Gran Patriarca de la Yihad de Serena Butler
, y la multitud le recibía con los brazos abiertos cada vez que aparecía en público. Él hablaba en su nombre, los convocaba, les decía qué tenían que pensar y cómo reaccionar. Al igual que Vorian Atreides, en otro tiempo Iblis había sido un humano de confianza de las máquinas pensantes en la Tierra. Ahora era un orador y hombre de Estado del más alto orden: rey, político, líder religioso y mando militar en uno, y todo ello rodeado de un halo de carisma. Él se había labrado su propio camino, un camino sin precedentes que le permitía moverse entre la élite de los círculos de liderazgo de los humanos. Conocía la historia, y veía su sitio en ella con total claridad.

Cuando subió los anchos escalones del edificio del Parlamento y entró en el vestíbulo de techos altos y cubierto de frescos, representantes y funcionarios guardaron silencio. A Iblis le encantaba ver que en su presencia la gente se sonrojaba y tartamudeaba.

Con la debida reverencia se detuvo ante el altar dedicado al hijo asesinado de Serena Butler, Manion, una escultura angelical con los brazos abiertos para recibir diariamente su ramo de flores frescas, caléndulas de un suave color anaranjado que parecían pequeñas y brillantes supernovas. La caléndula se había convertido en la
flor de Manion
.

La gran sala estaba llena, cada silla estaba ocupada por un noble o un representante planetario. Incluso los pasillos estaban abarrotados de distinguidos invitados que se habían sentado en el nuevo modelo de sillas suspensoras portátiles, que flotaban en los espacios disponibles.

Un monje con una túnica de color amarillo estaba sentado ante la asamblea, vigilando un recipiente pesado y translúcido en cuyo interior se conservaba un cerebro vivo en un baño de electrolíquido azulado. Iblis miró a la venerada pensadora y sintió una oleada de verdadero placer, porque aquello le hizo pensar en el antiguo cerebro filósofo llamado Eklo, que había compartido sus conocimientos con él cuando no era más que un capataz de esclavos en la tierra. Oh, qué tiempos…, había tantas posibilidades entonces…

Esta pensadora, conocida como Kwyna, parecía más reacia a ofrecerle consejo. A pesar de ello, Iblis acudía con frecuencia a la tranquila Ciudad de la Introspección y se sentaba junto al recipiente que contenía el cerebro de Kwyna con la esperanza de aprender. Solo había conocido a dos pensadores en su vida, pero aquellas magníficas unidades pensantes orgánicas nunca dejaban de impresionarle.

Eran tan superiores a Omnius, tan refinadas y tan infinitamente humanas, a pesar de sus evidentes limitaciones físicas…

El Parlamento llevaba horas reunido, pero nada importante podía suceder hasta que él llegara. Todo había sido preparado. La misión de los discretos aliados que tenía entre los representantes de la Liga era bloquear los asuntos del gobierno con la ayuda de trabas burocráticas para que cuando él interviniera pareciera mucho más eficiente.

En el podio, el representante planetario de Hagal, Hosten Fru, estaba hablando de un problema comercial sin importancia, una disputa entre VenKee Enterprises y el gobierno de Poritrin en relación con unas patentes y los derechos de distribución de los globos de luz, cada vez más populares.

—La idea original se basa en el trabajo realizado por un ayudante del savant Tio Holtzman, pero VenKee Enterprises ha puesto la tecnología en el mercado sin ofrecer ninguna compensación a Poritrin —decía Hosten Fru—. Propongo que nombremos un comité que estudie la cuestión y le dedique la atención que merece…

Iblis sonrió para sus adentros.
Sí, un comité aseguraría la imposibilidad de resolver el asunto.
Aparentemente, Hosten Fru era un político incompetente que entorpecía los asuntos de la Liga con problemas fútiles, con lo que el gobierno parecía tan ineficaz como en tiempos del Imperio Antiguo. Lo que nadie sabía es que el representante de Hagal era uno de los aliados secretos de Iblis. Era perfecto para sus propósitos: cuantas más personas vieran que la Asamblea de la Liga era incapaz de resolver los problemas más simples, sobre todo en momentos de crisis, más decisiones se delegarían al Consejo de la Yihad, que él controlaba…

Iblis Ginjo hizo su entrada triunfal, radiante, lleno de confianza. Como representante de la mismísima Serena Butler, él era portavoz de la humanidad y de su guerra santa contra las máquinas pensantes.

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