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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (37 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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—¿Brujería?

—Así es, además de extorsión, estafa, robo y asesinatos bien prosaicos, incluidos al parecer los de su familia, si damos crédito a su hermana, la única que logró escapar. Esta última, temiendo con razón por su vida, fue lo bastante avispada para dejarse expoliar su herencia en lugar de disputársela a Anne. Un demonio, como os digo, desde la más tierna infancia. El caso es que puso su adorable carita de ángel a los jueces y se aferró al único recurso que le restaba: acusar a su vez. Delatar. Ya sabéis cómo le gusta a la Inquisición una delación, las consideran enmiendas honorables, un deseo de arrepentimiento. La táctica de Anne consistió en hacer creer que ella no era en ningún caso responsable de sus mañas, sino que ciertas almas malditas la habían influenciado vilmente, engañado, empujado a pecar.

—Monge.

—En efecto, Monge y su maestro, Arnau. ¡Monge, un brujo! El proceso inquisitorial se volvió contra él, contra nosotros. Quizás me equivoque, pero creo que hasta ese preciso instante no comprendió quién era en realidad su adorada esposa.

—¿Lo llevaron a la casa de la Inquisición?

—No. Monge era un hombre digno y sincero. No sé si pretendió evitarnos el escándalo, el oprobio que nunca podríamos reparar, o si no pudo soportar el desengaño de su inmenso amor. Como quiera que fuese, lo encontramos colgado de las vigas de su habitación.

—¿Y ella?

—¡Oh, querida!, mala hierba nunca muere. Uno no se libra de esos seres con facilidad. Escapó de los calabozos gracias a la complicidad de un guardia a quien sedujo. El imbécil lo pagó con su vida.

—¿Y qué fue de Rolande y de vos?

Marguerite jugueteaba con el gubilete vacío haciéndolo rodar entre sus manos, pensando:

—¿No habéis cometido una gran imprudencia, mi querida Alexia? Os tengo mucho aprecio, de verdad. Sin embargo, tras esta confesión, ¿no me veré obligada a haceros callar? Para siempre. Después de todo, una tercera muerte no engrosaría demasiado mi deuda, ¿no creéis?

La joven la escrutó y replicó con honestidad:

—Lo pensé cuando advertí los bajos de vuestra túnica, lavada a toda prisa y pasada por la plancha. Entendí que no podíais vestir vuestra muda porque seguramente estaba maculada de sangre.

—Quemé la túnica. No habéis respondido a mi pregunta —insistió Marguerite, cuya voz acusaba la fatiga.

—Según creo, al menos si doy asenso a vuestras confidencias, únicamente habéis cometido un crimen del todo imperdonable. ¿Tenéis madera de asesina?

—No, más bien de medrosa

—A veces son la misma cosa. El miedo es un móvil poderoso. Ahora bien, la amenaza que represento para vos no os supone nada que no hayáis aceptado ya, quizás incluso deseado: el castigo por vuestros actos. ¿Os hubierais confiado a mí de no ser así?

—Probablemente no, cierto.

—Por lo tanto, no hay razón para temer nada de vos.

—¡Qué extraña noche! —murmuró la hospedera—. Este silencio implacable que nos rodea. ¿No se diría que el mundo aguarda expectante nuestras palabras?

—¿Qué fue de Rolande y de vos? —repitió Alexia.

—Nos vimos obligadas a marcharnos. Sabéis cuán tenaces son las sospechas, incluso las infundadas. Para muchos éramos las hermanas del maldito. Arruinadas y huérfanas, ingresamos cada cual en un convento alejado donde nuestro pasado no pudiera alcanzarnos.

—Pero lo hizo. Con la llegada de Blanche a Clairets, perdón, de Anne.

—Ignoro si fue el destino o cualquiera de sus repulsivas estratagemas lo que la condujo hasta aquí. Habiendo mudado de ciudad y de nombre como quien cambia de sombrero, Anne se libró nuevamente de las garras del Santo Oficio, que había requisado todos sus bienes. Todos los que escamoteó a sus víctimas. Tenía que ocultarse por un tiempo y luego encontrar dinero, mucho dinero. ¿Qué mejor presa que una depositaria a la que podía chantajear amenazándola con desvelar su pasado? Rolande manejaba grandes sumas y todas las hermanas confiaban en ella. Los errores en los libros de contabilidad pasarían inadvertidos. Anne procedió con astucia. Evitó a Rolande unos meses, lo que fue posible gracias a su entrada en el noviciado. Luego, escogió el día apropiado para presentarse ante mi hermana.

—Rolande jamás hubiera aceptado robar a la abadía y a la abadesa, y mucho menos para rendir servicio a una criatura tan ruin —afirmó Alexia.

Marguerite asintió con la cabeza y añadió:

—En lugar de eso, mandó aviso a mi abadía de Clairmarais, y yo solicité mi traslado. —Marguerite se pasó las manos por el rostro. Con los ojos cerrados, prosiguió con la misma voz átona—: No hubo forma de hacerla entrar en razón. Anne se rio en nuestras narices cuando apelamos a su conciencia. Nos soltó a la cara que le parecíamos muy divertidas, pero que quería dinero, y rápido.

—¿Quién tomó la decisión de…?

—¿Matarla? —El tono de Marguerite se volvió categórico—. ¿Acaso no conocíais bien a mi hermana? Ella jamás hubiera aceptado la idea de asesinar a nadie. En cuanto a su participación, tuvo que decidirse, forzada y en contra de su voluntad, a fin de protegerme. Me escondí en la iglesia abacial, confundiéndome con las sombras. Me acerqué a Anne por detrás y la golpee una y otra vez con todas mis fuerzas. Sola. Debía parecer evidente que se trataba de un castigo, no de una bellaquería perversa. Me acordé del tarot. Ordené a Rolande que me ayudara a izar el cuerpo. Logré convencerla amenazándola con denunciarme a mí misma y diciéndole que ella sería entonces la responsable de mi muerte en la horca. Accedió por bondad, porque era un alma pura. Se equivocó.

Las lágrimas resbalaron por las pálidas mejillas de la hospedera. Ni siquiera se molestó en enjugarlas. Consternada, Alexia las vio estrellarse una tras otra contra las manos cruzadas sobre el regazo.

—¿Qué os impulsó a cometer ese horrible acto que jamás os perdonaréis? Y no estoy hablando de Anne.

—Rolande se hallaba en un sinvivir. El continuo recuerdo de los ojos muertos, completamente abiertos, de Anne, la asediaba. Yo no cesaba de repetirle la verdad: habíamos obrado con justicia al librar al mundo de un monstruo.

—¿Decidió denunciaros?

Una mirada insondable se posó sobre la joven. Alexia observó en ella toda la miseria, desesperanza y devastación del mundo.

—Ni mucho menos —balbuceó Marguerite—. Denunciarse ella misma. Estaba convencida de que Rolande sería fiel a su promesa y callaría mi nombre, mi verdadero papel en el asesinato.

—Pero entonces, ¿por qué?

—Porque la amaba. Rolande era el único ser por el que sentí amor verdadero. Sabía que la abadesa se negaría a juzgarla y la entregaría al brazo secular, porque ella también la amaba. Me negué a que humillaran a mi hermana, a que la arrastraran por el lodo en cuanto nuestro pasado saliera a la luz, a que la ultrajaran. Merecía sosiego. Y procuré dárselo. Aquella noche se encontraba rezando en la capilla de Saint-Augustin. No sintió nada y se desplomó, liberada. El resto no fue más que una mera puesta en escena para despistaros. Confieso que en el fondo ya nada me importaba. —Se dobló presa de una crisis de llanto. Farfulló—: Deseé tanto rodearla con mis brazos y besarla una última vez… De haber tenido la fuerza suficiente, la hubiera asfixiado contra mi pecho acunándola, como cuando era niña. Siempre la consideré una hija. Nos parecíamos tanto. ¡Dios mío, era una ricura! Con sus manitas de bebé y sus piececitos rosas. Y su boquita de piñón. Un amor. Mi dulce amor.

Alexia comprendió entonces que la muerte de Rolande había sumido poco a poco a Marguerite en la locura. Después de todo, ¿no era ese el único lugar tranquilo donde podía pasear en compañía de su hermana, de su hija?

Marguerite se irguió y repitió con apremio:

—No sufrió. No se dio cuenta de nada, ¿verdad? Decidme que no sabía que iba a morir a manos mías.

—No. Jamás lo supo —mintió Alexia—. Su hermosa alma descansa en paz. —Acarició la mejilla húmeda de la religiosa y susurró—: Marguerite, querida… voy a tener que informar a la abadesa, ponerla al tanto de nuestra conversación.

—Por supuesto, es inevitable. Estoy cansada, muy cansada. ¿Permitís que me retire? Sabéis dónde encontrarme. Gracias por haberme ofrecido vuestra grata compañía y compartir este delicioso gubilete de infusión conmigo. Id con Dios, querida mía. Que Él vele por vos.

Alexia se levantó y abrazó a Marguerite.

—Id con Dios. Rezaré para que os conceda Su indulgencia.

—Me contentaría con Su amor para con mi hermana —dijo la hospedera con un hilo de voz—. Yo estoy dispuesta a pagar por mis faltas.

Después de que la religiosa cerrara la puerta tras de sí, la joven se quedó en pie largo rato. Alexia había tomado su decisión. Sabía que Marguerite elegiría un fin honorable, en la quietud de su habitación. Se apagaría rememorando los recuerdos de Rolande y Monge. Alexia le daría tiempo.

Volvió a tomar asiento sobre el taburete y releyó por undécima vez la breve misiva de su adorado amor. Finalmente, aquella espantosa estancia en Clairets le había proporcionado lo que buscaba. Era digna de él. Había cambiado tanto en tan pocos años. Aquellos adustos muros, aquellos pasillos interminables barridos por el viento y aquellos rincones inquietantes le habían enseñado a viva fuerza la gloria y el sufrimiento del ser humano.

Alexia de Nilanay acompañó con plegarias amigas la agonía de Marguerite, que se encontraba un piso más abajo.

Se levantó y salió del dormitorio con un candil en la mano. Se tomaría el tiempo de ir a buscar a Hermione de Gonvray al
herbarium
. Entonces, y solo entonces, revelaría a la abadesa, sin prisas y con todo lujo de detalles, la desconcertante charla que acaba de mantener. Concluiría con la suposición de que Marguerite había sucumbido a la demencia. Para terminar, se inquietaría con la idea de que la hospedera tratara de quitarse la vida. Entonces ya sería demasiado tarde para cambiar el curso del destino. En justicia y conciencia, así debía suceder todo.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
al día siguiente

E
l señor de Villanueva había dormido como un tronco y se sorprendió al constatar, despertándose con un amplio bostezo, que eran bien pasadas las seis. Había tenido un sueño propio de un joven, profundo y reparador como no recordaba haber disfrutado en largo tiempo. Le invadió un hambre voraz, así que se dirigió a la cocina donde, rodeado de olores suculentos y de la febril actividad de los sirvientes laicos que preparaban ya el almuerzo, comió con avidez ante la mirada satisfecha y cómplice de Clotilde Bouvier, la encargada.

Ordenó cuidadosamente sus escasos efectos personales y los guardó en un reducido baúl de viaje mientras revivía los últimos acontecimientos de la víspera. ¡Dios santo! Habían discutido durante horas en el gélido despacho de la abadesa: las dos apoticarias, la futura condesa de Mortagne, Plaisance de Champlois y él. El conde Aimery tuvo la delicadeza de no inmiscuirse en los asuntos de la abadía al no haber sido invitado formalmente.

Puesto que lo había mantenido en secreto, Arnaldo de Villanueva hubo de fingir a veces sorpresa, aun cuando sabía perfectamente que Arnau Amalric había sido el amante y mentor de la temible Anne, alias Blanche de Cerfaux, y que la presencia de la joven fue lo que le atrajo a las inmediaciones de Clairets.

En el momento de cerrar el arcón, en la mente del sabio aún revoloteaban innumerables incógnitas sin respuesta. Las revelaciones de la señora de Nilanay lo convencieron de la culpabilidad de la difunta Marguerite en los dos primeros crímenes; por el contrario, las explicaciones de las apoticarias respecto al tercero lo dejaron perplejo. Al preguntarle a la hermana Baskerville por el móvil del asesinato de Agnès Ferrand, esta le respondió con sequedad que a buen seguro la portera había descubierto la identidad de la asesina y la hospedera la había eliminado para acallarla por siempre jamás. Irremediablemente, el señor de Villanueva pensó: «¿Por qué entonces Marguerite Bonnel no mencionó ni una sola vez el último homicidio cuando se confesó con la señora de Nilanay?». Los perturbadores ojos azules de la apoticaria se clavaron en los suyos. Para su asombro, Arnaldo de Villanueva leyó en ellos una encarecida súplica. Así pues, reprimió la pregunta, convencido de que Mary de Baskerville nunca protegería a un culpable desalmado, como tampoco lo haría la hermana Gonvray.

El galeno lanzó un suspiro. Cada uno de los presentes conocía retazos de verdad que ocultaba al resto. Si con ello preservaban la paz de todos, de la abadía y del monasterio de Dame-Marie, ¿qué más daba? A su juicio solo una cosa importaba por encima de todo: se había evitado lo peor.

No obstante, una angustia soterrada lo carcomía desde el almuerzo. La difunta Anne o Blanche había prestado sus maléficos servicios a un sinfín de hombres poderosos y acaudalados. Por consiguiente, a esta le hubiese bastado amenazarlos con enviar una carta anónima a un tribunal del Santo Oficio para que alguno de sus viejos comitentes, preso de la desesperación, comprara su silencio sin rechistar. Luego: ¿por qué Clairets? ¿Por qué chantajear a su antigua hermana política, Rolande, que no poseía bien alguno a excepción de unos libros de cuentas? Era evidente: Anne pretendía despistar a la Inquisición un tiempo, y una abadía era un escondite ideal. Pero, ¿por qué Clairets? Pues porque Anne perseguía otra cosa, algo de mucho más valor que las posesiones de su ex cuñada. Así y todo, atraída por la idea de obtener más ganancias, decidió matar dos pájaros de un tiro chantajeando a Rolande. Y ese tiro fue el que acabó con ella. Un alivio para el mundo, aunque este hubiera privado a Arnaldo de una inestimable fuente de información. Sin duda el tormento inquisitorial habría hecho cantar a esa abominable criatura.

El señor de Villanueva se sentó en el pequeño taburete triangular de su habitación esperando a que lo avisaran de que su carruaje estaba ya preparado.

¿Qué fue a buscar Anne allí dentro? La respuesta era evidente: la cruz de Bèziers, de la que su amante, Arnau Amalric, le había hablado cometiendo un terrible error, o bien una pista que la condujera hasta ella.

Aquella noche en el
scriptorium
de la abadía de Dame-Marie, el médico había mentido a aquel que se creía un ángel caído. Tenía que debilitarlo para poder vencerle. Arnaldo ignoraba si el crucifijo poseía poderes verdaderos. Ninguno de los escritos que había consultado durante todos esos años los mencionaba. En el fondo, el señor de Villanueva dudaba que fueran ciertos, por las razones que expuso a Arnau Amalric. Dios jamás permitiría que la representación del cuerpo de Su Hijo martirizado en la cruz concediera la facultad de sembrar horror y destrucción. En verdad, el señor de Villanueva no creía que la cruz de la perdición otorgara la inmortalidad a su dueño, mas… ¿tenía la absoluta certeza? El abismo que separaba la serenidad y la inquietud se resumía en ese único interrogante. ¿Y si otro chiflado, asqueado de su anonimato y su mediocridad, sediento de gloria y excesos, se convencía un día de lo contrario? Todo volvería a empezar de nuevo.

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