La corona de hierba (53 page)

Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
2.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Druso efectuó una profunda inspiración, separó las piernas y siguió la perorata.

—¡Yo os insto a que acabéis con eso! ¡Acabad con la existencia de las tierras públicas de Italia y Sicilia! ¡Hagamos ahora mismo acopio de valor para acometer lo que se debe, repartiendo todas las tierras públicas entre los pobres, los que las merecen, los antiguos combatientes y todos los que vengan! ¡Empecemos con los más ricos y aristócratas de entre nosotros, que cada uno de los que aquí están sentados tenga sus diez
iugera
del
ager publicus
, que cada ciudadano romano tenga sus diez
iugera
! Para algunos de nosotros es algo baladí, mas para otros será una bendición. ¡Acabad con ello, os digo! ¡Acabad radicalmente con ello! No dejéis nada que los hombres perniciosos del futuro puedan aprovechar para destruir nuestra clase, nuestra prosperidad. ¡No les dejéis nada con lo que puedan jugar, salvo
caelum aut caenum
, cielo o fango!
[ 1 ]
¡He jurado hacerlo, padres conscriptos, y lo haré! ¡No dejaré nada del
ager publicus
romano bajo el cielo que no sea fango inútil de marismas! ¡No porque me preocupen los pobres y menesterosos! ¡No porque me preocupe el futuro de los ex combatientes del censo por cabezas! ¡No porque tenga rencor a los de esta Cámara y a nuestros bucólicos caballeros por la posesión de esas tierras! Sino porque, ¡y es mi única razón!, las tierras públicas de Roma representan un desastre venidero, al estar ahí a disposición de algún general que les eche el ojo para sus tropas, al estar ahí a merced de algún tribuno de la plebe demagogo que las quiera como medio para convertirse en el primer hombre de Roma, al estar ahí para que las deseen dos o tres plutócratas como preámbulo para hacerse dueños de Italia y Sicilia!

La Cámara lo había oído y no tenía más remedio que reflexionar; ése fue el logro de Druso. Filipo no decía nada, y cuando Cepio pidió el uso de la palabra, Sexto César se la negó, alegando tajante que ya se había hablado mucho y que la sesión se reanudaría al día siguiente.

—Has estado muy bien, Marco Livio —dijo Mario al pasar junto a él, camino de la salida—. Sigue con tu programa con ese espíritu y serás el primer tribuno de la plebe en la historia capaz de arrastrar al Senado.

Sin embargo, para gran sorpresa de Druso —ya que apenas le conocía— fue Lucio Cornelio Sila quien le abordó afuera y le animó a seguir hablando.

—Acabo de regresar de Oriente, Marco Livio, y quiero saberlo todo con detalle. En primer lugar, qué leyes habéis promulgado y todo lo que pensáis respecto al
ager publicus
—dijo el extraño personaje, de tez bronceada por la misión en Oriente.

Sila estaba, efectivamente, interesado, ya que era uno de los pocos de la Cámara con suficiente inteligencia y discernimiento para darse cuenta de que Druso no era un radical ni un verdadero reformista, sino más bien un hombre muy conservador, preocupado por preservar los derechos y privilegios de su clase y hacer que Roma fuese lo que siempre había sido.

Llegados a la hondonada de las votaciones y a resguardo del clima invernal, Sila recabó la opinión de Druso, planteándole de vez en cuando una pregunta. Pero fue Druso quien habló largo y tendido, agradecido al fin de que un Cornelio patricio estuviese dispuesto a escuchar lo que la mayoría de Cornelios patricios consideraban traición. Al final, Sila le tendió la mano, agradeciéndole sinceramente las explicaciones.

—Votaré a favor vuestro en el Senado, aunque no pueda hacerlo en la Asamblea plebeya —le dijo.

Siguieron caminando juntos hasta el Palatino, pero ninguno de los dos manifestó el deseo de solazarse con un jarro de vino en un despacho calefactado, pues no sintieron ese mutuo agrado que induce a tal invitación. Al llegar a casa de Druso, Sila le dio una palmada en la espalda y siguió colina abajo por el clivus Victoriae hasta la calle donde estaba su casa. Tenía muchas ganas de hablar con su hijo, cuyos consejos cada vez apreciaba más, pese a que era consciente de que carecía del juicio de la madurez. El joven Sila era una caja de resonancia de partidarios, y para una persona con pocos clientes y escasas esperanzas de reunir multitudes, elemento inapreciable.

Pero no iba a resultar halagüeño el regreso a casa. Nada más entrar, Elia le dijo que el muchacho sufría un grave resfriado. Además, había un cliente que había insistido en esperar, alegando que traía noticias urgentes. La simple mención de la indisposición del hijo bastó para que Sila se olvidase del cliente y no se apresurase a entrar en el despacho, sino en la cómoda sala de estar en que Elia había instalado al jovencito, pensando en que el cubículo de dormir, oscuro y sin ventilación, no era lo más adecuado para el enfermo. Su hijo tenía fiebre, faringitis, moqueaba, y le miraba con ojos de adoración, aunque legañosos. Sila se tranquilizó, le dio un beso y le animó diciéndole:

—Hijo mío, si te cuidas, la indisposición te durará dos intervalos de mercado, pero si te dejas, la tendrás dos semanas. Te aconsejo que dejes hacer a Elia.

Luego se dirigió al despacho, con el entrecejo fruncido, pensando en qué le aguardaría, pues sus clientes no eran asunto que le preocupasen gran cosa, ya que al no ser un hombre generoso no repartía mucho dinero; su clientela la formaban principalmente soldados y centuriones, gentes anodinas de provincias y del agro a los que había ido ayudando conforme les conocía y que había captado como clientes. Y de esos pocos, además, eran escasos los que vivían en Roma.

Era Metrobio. Debía de habérselo figurado, pero no se le había ocurrido. Indicio evidente de lo bien que había logrado apartarle de su mente. ¿Qué edad tendría ahora? Poco más de treinta años; quizá treinta y dos o treinta y tres. ¡Cómo pasaban los años! Camino del olvido. Pero Metrobio seguía siendo el mismo, y a juzgar por el beso que se dieron, continuaba siendo suyo. Pero Sila se estremeció; la última vez que Metrobio había ido a visitarle había muerto Julilla. No le traía suerte, aunque él considerase el amor un sustituto de la suerte. Pero para Sila el amor no era sustituto de nada. Se apartó resueltamente de Metrobio y se sentó detrás del escritorio.

—No deberías haber venido —dijo con sequedad.

Metrobio lanzó un suspiro, se sentó airoso en la silla de clientes y apoyó los brazos cruzados en el escritorio, mirándole triste con sus hermosos ojos.

—Lo sé, Lucio Cornelio, ¡pero soy cliente tuyo! Tú hiciste que me concediesen la ciudadanía sin ser hombre libre, y estoy legitimado como Lucio Cornelio Metrobio, de la tribu Cornelia. Si acaso, imagino que tu mayordomo debe de estar más preocupado por lo poco que vengo por aquí que por lo contrario. ¡De verdad que no hago ni digo nada que empañe tu preciosa reputación! Ni a mis amigos y compañeros del teatro, ni a mis amantes ni a tus criados. ¡Te ruego que me creas porque es de justicia!

Los ojos de Sila se llenaron de lágrimas, pero se apresuró a parpadear.

—Lo sé, Metrobio. Y te lo agradezco —dijo con un suspiro, levantándose para acercarse a la consola en que estaba el vino—. ¿Una copa?

—Sí, gracias.

Sila dejó la copa de plata en el escritorio ante el actor, le pasó los brazos por los hombros y apoyó la mejilla en la espesa cabellera. Pero antes de que Metrobio tuviese tiempo de alzar las manos para cogerle los brazos, había vuelto a su asiento tras el escritorio.

—¿Cuál es ese asunto urgente? —inquirió.

—¿Conoces a un individuo llamado Censorino?

—¿Qué Censorino? ¿El asqueroso Cayo Marcio Censorino o el Censorino que frecuenta el Foro, que es de buena posición y tiene unas curiosas ambiciones senatoriales?

—El segundo, Lucio Cornelio. No sabía que conocieras tan bien a tus compatriotas romanos.

—Desde la última vez que te vi he sido pretor urbano y el cargo ha acrecentado mis conocimientos.

—Me lo imagino.

—¿Y qué hay de ese segundo Censorino?

—Va a presentar una acusación contra ti ante el tribunal de traiciones, alegando que aceptaste un importante soborno de los partos para traicionar los intereses de Roma en Oriente.

—¡Por los dioses! —exclamó Sila parpadeando—. ¡No tenía la menor idea de que hubiese en Roma alguien tan al corriente de mis aventuras en Oriente! Y eso que nadie se ha molestado en requerirme para que haga un informe completo ante el Senado. ¿Censorino? ¿Cómo se habrá enterado en el Foro de lo que sucedió en Oriente, y más aún al este del Éufrates? ¿Y tu cómo lo has sabido, si a mí no me ha llegado ni un rumor?

—Es un fanático del teatro y su principal diversión es celebrar fiestas con actores, y cuanto más trágicos, mejor. Yo acudo normalmente a sus fiestas —dijo Metrobio sonriente, sin ninguna admiración por el tal Censorino—. ¡No, Lucio Cornelio, no es ningún amante mio! Le desprecio, pero me encantan las fiestas, aunque ya no son tan divertidas como las que tú solías dar. Pero Censorino hace lo que puede y en ellas te encuentras con todo el mundo, con gente que conozco y que me gusta. Y sirven buena comida y buen vino —añadió, frunciendo los labios con aire pensativo—. De todos modos, estos últimos meses he advertido que Censorino se rodea de gente rara. Y le ha dado por lucir un monóculo hecho de una sola esmeralda purísima y de talla perfecta, una joya que él no habría podido adquirir, aunque tenga dinero para aspirar al censo senatorial. Quiero decir que se trata de una joya digna de un Tolomeo de Egipto, no de un asiduo al Foro.

—¡Fascinante! —exclamó Sila sonriente, tomando un sorbo de vino—. Ya veo que tendré que frecuentar a ese Censorino… después del juicio, si no antes. ¿Tienes alguna pista?

—Creo que debe ser agente de alguien. De los partos o de algún otro pueblo de Oriente. Esos invitados tan raros deben de ser orientales, porque visten riquísimas túnicas recamadas en oro, van cargados de alhajas y no les falta dinero que poner en las manos romanas condescendientes.

—No pueden ser los partos —dijo Sila, convencido—. A ellos no les importa lo que suceda al Oeste del Éufrates, de eso estoy seguro. Es Mitrídates. O Tigranes de Armenia. Pero yo creo que debe de ser Mitrídates del Ponto. ¡Bien, bien! —dijo frotándose las manos—. Así que Cayo Mario y yo somos causa de preocupación en el Ponto, ¿no es eso? Y, por lo visto, Sila más que Mario. Eso es porque parlamenté con Tigranes y firmé un tratado con los sátrapas del rey de los partos. ¡Vaya, vaya!

—¿Y qué harás? —inquirió Metrobio, preocupado.

—Bah, no te preocupes por mí —respondió Sila, animoso, levantándose a cerrar del todo las maderillas de la persiana—. Hombre prevenido vale por dos, decididamente. Esperaré a que Censorino tome la iniciativa y…

—¿Y qué?

—Pues le haré desear no haber nacido —dijo Sila, enseñando los terribles colmillos y dirigiéndose a la puerta que daba al vestíbulo a echar el cerrojo, para a continuación hacer lo propio con la que daba a la columnata del jardín—. Mientras tanto, el mayor amor de mi vida, aparte de mi hijo, está aquí y la cosa no tiene remedio. No puedo dejarte marchar sin acariciarte.

—Ni yo me iré hasta que lo hayas hecho.

Se abrazaron, reclinando mutuamente la mejilla en el hombro respectivo.

—¿Recuerdas años atrás? —dijo Metrobio, soñador, sonriendo con los ojos cerrados.

—¿Cuando tú ibas con aquel faldellín ridículo y el tinte chorreando por los muslos? —dijo Sila, también sonriendo, pasándole una mano por el pelo y la otra voluptuosamente por las duras nalgas.

—Y tú con aquella peluca de serpientes vivas…

—¡Era la Medusa!

—Y lo parecías de verdad.

—No hables tanto —añadió Sila.

Transcurrió más de una hora antes de que Metrobio se fuese; nadie había prestado atención a su visita, pero Sila contó a la cálida y afectuosa Elia que acababan de prevenirle contra una inminente querella ante el tribunal de traiciones.

—¡Oh, Lucio Cornelio! —exclamó ella alarmada, parpadeando.

—No te preocupes, cariño —dijo Sila alegremente—. Ya verás como todo queda en nada.

—¿Te sientes bien? —inquirió ella angustiada.

—Créeme, esposa mía, hacía años que no me sentía tan bien o… con tantas ganas de hacerte el amor apasionadamente —añadió, abrazándola por la cintura—. Vamos a la cama.

No hubo necesidad de que Sila hiciera más indagaciones sobre Censorino, pues al día siguiente Censorino atacó. Se personó ante el tribunal del pretor urbano, el picentino Quinto Pompeyo Rufo, y presentó una querella contra Sila por aceptar un soborno de los partos para traicionar a Roma.

—¿Tienes pruebas? —inquirió con gravedad Pompeyo Rufo.

—Tengo pruebas.

—Pues dime lo esencial.

—No, Quinto Pompeyo. Lo haré ante el tribunal. Quiero la pena capital, no que se le aplique una multa; la ley no me obliga a desvelarte las circunstancias —dijo Censorino, manoseando la alhaja dentro de la toga; demasiado valiosa para dejarla en casa, pero demasiado llamativa para exhibirla en público.

—Muy bien —dijo muy estirado Pompeyo Rufo—. Diré al presidente del
quaestio
de maiestate
que convoque el tribunal en el estanque de Curtius dentro de tres días.

Pompeyo Rufo contempló cómo Censorino cruzaba casi a saltos el bajo Foro hacia el Argiletum, y llamó a su ayudante, un joven senador de la familia Fanio.

—Quédate cuidando el despacho —le ordenó, poniéndose en pie—, voy a hacer un recado.

Localizó a Lucio Cornelio Sila en una taberna de la Via Nova, cosa no tan difícil como hubiera podido parecer, pues sabía cómo indagarlo, como todo buen pretor urbano. El compañero de libación de Sila era nada menos que Escauro, príncipe del Senado, uno de los pocos de la Cámara que se interesaba por lo que había hecho Sila en Oriente. Estaban en una mesita al fondo de la taberna, un local bastante frecuentado por gentes de alcurnia suficiente para pertenecer al Senado, pero al dueño se le salieron los ojos de las órbitas al ver entrar una tercera
toga praetexta
. ¡El príncipe del Senado y dos pretores urbanos, nada menos! Cuando se lo dijera a sus amigos…

Other books

The Fly Guild by Todd Shryock
Material Witness by Vannetta Chapman
Olympia by Dennis Bock
This Time by Kristin Leigh
Down and Out in Bugtussle by Stephanie McAfee