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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (124 page)

BOOK: La corona de hierba
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El se levantó, le dio el pañuelo y permaneció detrás de su silla, apretándole un hombro. Mejor no verle la cara.

—Te querré siempre por eso que has dicho —dijo él, poniéndole la otra mano en los ojos para empaparla en lágrimas, que luego lamió—. Es la Fortuna —añadió—. He tenido el peor consulado posible; del mismo modo que he tenido la peor vida posible. Pero no soy de los que se rinden ni de los que se amilanan ante las dificultades. Hay mucho que ganar, pero la raza no acabará hasta que yo muera. — Le dio otro apretón en el hombro—. He absorbido tus lágrimas. En cierta ocasión arrojé un monóculo de esmeralda a una cloaca porque para mí no tenía valor; pero nunca perderé tus lágrimas.

La soltó y salió de la casa. Caminaba ufano y animoso. Todas las lágrimas que otras mujeres habían vertido por él eran lágrimas egoístas derramadas por su corazón de enamoradas. No por el suyo. Y Aurelia, que nunca lloraba, lo había hecho por él.

Quizá otro se hubiese ablandado y reconsiderado las cosas, pero no Sila. Al llegar a su casa tras el largo paseo, la exaltación interna se había desvanecido; cenó muy complacido con Dalmática, la tomó de la mano, le hizo el amor y durmió sus habituales diez horas sin soñar, o sin recordar lo que había soñado. Se despertó una hora antes del amanecer y se levantó sin despertarla, comió en su despacho un poco de pan recién hecho con queso y, mientras lo hacía, estuvo mirando distraídamente una caja del tamaño de uno de los templetes de sus antepasados. Estaba en una esquina de la mesa y contenía la cabeza de Publio Sulpicio Rufo.

El resto de los condenados había huido, y sólo Sila y unos cuantos íntimos sabían que no se habían adoptado todas las medidas pertinentes para aprehenderlos. Pero Sulpicio tenía que caer, y arrestarle a él sí que era imprescindible.

Lo de la barca cruzando el Tíber había sido una añagaza, porque aguas abajo Sulpicio había vuelto a cruzarlo, pero, en lugar de ir a Ostia, se había dirigido al pequeño puerto de Laurentum, unas millas más abajo. Allí había intentado tomar un barco y, traicionado por un criado, habían dado con él. Los secuaces de Sila lo mataron sin contemplaciones, y conociéndole de sobra para reclamar dinero sin darle pruebas, decapitaron a Sulpicio, metieron la cabeza en una caja impermeable y se la habían enviado a Sila a su casa. Y allí les pagó. Ahora tenía la cabeza de su adversario, separada del cuerpo dos días antes.

El segundo día de enero, antes de salir de Roma, Sila convocó a Cinna al Foro. Allí, en el muro de los
rostra
, en una larga lanza, estaba clavada la cabeza de Sulpicio. Sila se apresuró a coger a Cinna del brazo.

—Míralo bien —dijo—. Y no olvides lo que ves; recuerda la expresión de su rostro. Dicen que cuando decapitan a una persona, los ojos conservan la vista. Si nunca lo habías creído, ahora te lo creerás. Ahí tienes a uno que vio su cabeza rodar por el polvo. Recuérdalo bien, Lucio Cinna. No pienso morir en Oriente. Lo cual quiere decir que regresaré a Roma. Si entorpeces mis medidas para la salvación de Roma, verás tu cabeza rodar por el polvo.

Su respuesta fue una mirada de desdén e indignación, pero bien podía Cinna haberse ahorrado el esfuerzo, porque nada más decirle aquellas frases Sila arreó a la mula y se alejó trotando del Foro sin volver la vista atrás, y con el rostro oculto por el amplio sombrero. En modo alguno con la imagen del general victorioso; más bien una especie de Némesis para Cinna.

Finalmente se volvió a mirar la cabeza de ojos muy abiertos y mandíbula desencajada. Apenas amanecía; si la quitaban ahora nadie la vería.

—No —dijo Cinna con fuerte voz—, dejadla. Que toda Roma vea hasta dónde está dispuesto a llegar el que invadió la ciudad.

En Capua, Sila se encerró con Lúculo para dar un repaso a toda la logística del traslado de la tropa a Brundisium. Su primitiva intención había sido zarpar de Tarentum, pero resultaba inviable por falta de barcos de transporte. Tenían que hacerlo desde Brundisium.

—Zarparás tú primero, con toda la caballería y dos de las cinco legiones —dijo Sila—. Yo iré detrás con las otras tres. Pero no me esperes en la otra orilla del Jónico; en cuanto desembarques en Elatria o Buchetium, ponte en marcha hacia Dodona. Saquea todos los templos de Epiro y Acarnania; no reunirás una gran fortuna, pero imagino que no estará mal. Lástima que los escordiscos hayan saqueado hace poco Dodona. De todos modos, no olvides que los sacerdotes griegos y del Epiro son astutos, Lucio Licinio. Y es muy posible que en Dodona se las arreglasen para esconder gran parte del tesoro a los bárbaros.

—A mí no me esconderán nada —dijo Lúculo sonriente.

—¡Estupendo! Marcha por tierra hacia Delfos y haz lo que sea preciso. Hasta que me una a ti, eres dueño del frente.

—¿Y tú, Lucio Cornelio? —inquirió Lúculo.

—Tendré que aguardar en Brundisium a que vuelvan los barcos, pero antes tendré que esperar aquí en Capua hasta tener la seguridad de que todo sigue bien en Roma. No confío en Cinna ni en Sertorio.

Como los tres mil caballos y las mil mulas no eran un rebaño muy del agrado de los habitantes de las afueras de Capua, Lúculo marchó hacia Brundisium a mediados de enero, pese a que ya faltaba poco para el invierno y tanto Lúculo como Sila dudaban de que pudieran zarpar antes de marzo o abril. Pese a la imperiosa necesidad de abandonar Capua, Sila seguía sin decidirse. Los informes de Roma no eran muy halagüeños. Primero supo que el tribuno de la plebe Marco Virgilio había pronunciado un discurso extraordinario en los
rostra
ante la multitud que llenaba el Foro, evitando infringir las leyes de Sila diciendo que no era una asamblea. Virgilio había propuesto que Sila —que ya no era cónsul— fuese despojado de su
imperium
y llevado a Roma, por la fuerza si era preciso, para responder de los cargos de traición, del asesinato de Sulpicio y de la ilegal proscripción de Cayo Mario y otros dieciocho que habían huido.

No sucedió nada después del discurso, pero Sila se enteró de que Cinna estaba presionando activamente a muchos de los senadores sin derecho a la palabra, solicitando su apoyo, cuando Virgilio y otro tribuno de la plebe, Publio Magio, presentaron una moción al Senado recomendando a la asamblea centuriada que despojasen a Sila del
imperium
y le hicieran responder de las acusaciones de traición y homicidio. La Cámara se resistió con firmeza a semejante maniobra, pero Sila sabía que aquello no presagiaba nada bueno. Todos sabían que seguía en Capua con tres legiones y era evidente que, pensando que no osaría marchar una segunda vez sobre Roma, se creían capaces de desafiarle impunemente.

A finales de enero recibió carta de su hija Cornelia Sila.

Padre, mi situación es desesperada. Habiendo muerto mi esposo y mi suegro, el nuevo
paterfamilias
, mi cuñado, que ahora se llama Quinto, se porta conmigo de forma abominable. Tiene una esposa que me hace la vida imposible. Cuando vivían mi esposo y mi suegro, no me causaban contrariedad, pero ahora el nuevo Quinto y su horrenda esposa viven conmigo y con mi suegra. Por derecho, la casa es de mi hijo, pero ellos parecen haberlo olvidado. Mi suegra, supongo que como es natural, se ha puesto de parte de su hijo y a todos les ha dado por echarte la culpa de la situación de Roma y de sus propios problemas. Y hasta dicen que enviaste deliberadamente a mi suegro a la muerte en Umbría. Como consecuencia de esto, mis hijos y yo estamos sin criados, nos dan de comer lo mismo que a la servidumbre y nos lo escatiman todo. Cuando me quejo, me dicen que jurídicamente dependo de ti. ¡Como si no hubiese dado a mi difunto esposo un hijo que es el heredero de la mayor parte de la fortuna de su abuelo! Esto es también causa de resentimiento. Dalmática me ha suplicado que me vaya a vivir con ella, pero considero que no debo hacerlo sin tu consentimiento.

Padre, lo que te pediría en lugar de que me permitas vivir en tu casa (si tus problemas te dan tiempo para pensar en mí) es que me busques otro esposo. Aún me quedan siete meses de luto; y si me lo permites los pasaría en tu casa en compañía de tu esposa. Pero no quiero abusar de Dalmática más tiempo y quiero tener mi propia casa.

Yo no soy como Aurelia y no quiero ganarme la vida. Tampoco me gusta la clase de vida que lleva Elia, aguantando el despotismo de Marcia. Por favor, padre, si me encuentras un marido te lo agradeceré enormemente. Es preferible casarse con el peor de los hombres que ir a vivir a la casa de otra mujer. Te lo digo tal como lo siento.

Por otra parte, estoy bastante bien, aunque me he acatarrado por el frío que hace en mi cuarto. Y los niños también. Me doy cuenta de que en esta casa no lamentarían gran cosa que a mi hijo le sucediese algo.

Considerada desapasionadamente, la súplica de Cornelia Sila era la menor de las contrariedades, pero fue la gota de agua que rompió el difícil equilibrio mental de Sila. Hasta recibir la carta no había sabido qué solución adoptar. Ahora lo sabía. La solución nada tenía que ver con Cornelia Sila. Pero también se le ocurrió algo para solventar sus desgracias. ¿Cómo osaba un patán arribista picentino poner en peligro la salud y el bienestar de su hija! ¡Y de su nieto!

Lo que hizo fue enviar dos cartas, una a Metelo Pío el Meneítos, ordenándole venir desde Aesernia a Capua, trayéndose a Mamerco, y la otra a Pompeyo Estrabón. La carta para el Meneítos constaba de dos escuetas frases. La de Pompeyo Estrabón, de muchas más.

Sin duda, Cayo Pompeyo, estarás al tanto de lo que sucede en Roma; el imprudente proceder de Lucio Cinna, por no hablar de su rebaño amaestrado de tribunos de la plebe. Yo creo, mi amigo y colega del norte, que nos conocemos lo suficiente, al menos por la fama —y lamento que nuestra carrera haya impedido una amistad más estrecha—, para saber que nuestros propósitos e intenciones son iguales. Yo encuentro en ti un conservadurísmo y un respeto por la tradición comparable a los míos y sé que no sientes afecto por Cayo Mario. Y me atrevería a decir que tampoco por Cinna.

Si de verdad crees que Roma estaría mejor servida enviando a Cayo Mario y sus legiones a luchar contra Mitrídates, más vale que rompas la presente ahora mismo. Pero si prefieres que sea yo y mis legiones quienes hagamos la guerra a Mitrídates, sigue leyendo.

Tal como están ahora mismo las cosas en Roma, me veo impotente para iniciar la empresa que habría debido poner en marcha el año pasado antes de que expirase mi consulado. En lugar de embarcarme para Oriente, me veo obligado a quedarme en Capua con tres de mis legiones para tener la garantía de que no me despojan del
imperium
, me detienen y me juzgan por el horrendo crimen de reforzar el
mos maiorum
. Cinna, Sertorio, Virgilio, Magio y todos esos hablan de traición y asesinato, claro.

Aparte de mis legiones de Capua y las dos que hay ante Aesernia y la otra en Nola, las tuyas son las únicas que quedan en Italia. Puedo confiar en que Quinto Cecilio en Aesernia y Apio Claudio en Nola respalden mis actos durante el consulado, pero te escribo para preguntarte si puedo confiar también en ti y en tus legiones. Porque podría muy bien suceder que en cuanto abandonara Italia nada contuviera a Cinna y sus amigos. En su momento no tendré ningún inconveniente en aceptar las consecuencias. Te aseguro que si regreso victorioso de Oriente, se la haré pagar a mis enemigos.

Lo que me preocupa es mi actual situación. Necesito suficiente margen de tiempo para abandonar Italia, y —como muy bien sabes— eso puede convertirse en cuatro o cinco meses más. Los vientos del Adriático y el Jónico en la actual estación son de lo más caprichoso y abundan las tormentas. Y no puedo poner en peligro tropas que Roma tanto necesita.

Cneo Pompeyo, ¿podrías encargarte de comunicar a Cinna y los suyos que estoy legalmente nominado para emprender esta guerra en Oriente? ¿Y que si intentan entorpecer mi marcha lo pasarán mal? ¿Que, al menos de momento, dejen de fastidiar?

Te ruego que me consideres tu amigo y colega en todos los aspectos si crees que puedes darme una respuesta afirmativa. Espero con ansiedad tu respuesta.

La respuesta de Pompeyo Estrabón le llegó a Sila antes de que sus legados regresaran de Aesernia. Estaba atrozmente escrita de puño y letra del picentino y constaba de una breve y lacónica frase:

No te preocupes, yo lo arreglaré todo.

Así, cuando el Meneítos y Mamerco finalmente se personaron en la casa que había alquilado Sila en Capua, le encontraron de mucho mejor humor y más tranquilo de lo que sus informadores en Roma habrían podido darles a entender.

—No os preocupéis, todo está arreglado —les dijo sonriente.

—¿Cómo puede ser? —inquirió atónito Metelo Pío—. Yo había oído que pensaban acusarte de homicidio y traición…

—Escribí a mi buen amigo Cneo Pompeyo Estrabón haciéndole partícipe de mis cuitas y me ha contestado que él lo arreglará todo.

—Sí, él, desde luego —dijo Mamerco con un esbozo de sonrisa.

—¡Ah, Lucio Cornelio, cuánto me alegro! —exclamó el Meneítos—. ¡No hay derecho que te traten así! ¡Fueron mucho más amables con Saturnino! Tal como están reaccionando se diría que Saturnino era un semidiós y no un demagogo! —Hizo una pausa, sorprendido por su propia destreza verbal—. ¿Verdad que he hablado estupendamente?

—Guárdatelo para el Foro cuando te presentes a cónsul —replicó Sila—. Conmigo pierdes el tiempo, porque no he pasado de la escuela elemental.

Semejantes comentarios desconcertaban a Mamerco, que a partir de aquel momento decidió coger por su cuenta al Meneítos e indagar con todo detalle la vida de Lucio Cornelio Sila. Ah, siempre circulaban historias en el Foro sobre individuos extraordinarios o de singular talento, pero Mamerco no las escuchaba porque se le antojaban exageraciones y lucubraciones de gente que no tenía nada que hacer.

—Se cargarán tus leyes en cuanto te marches de Italia. ¿Qué vas a hacer cuando regreses? —inquirió Mamerco.

—Ya me enfrentaré a ello cuando suceda, pero no antes.

—¿Y podrás hacerlo, Lucio Cornelio? Para mí, que se creará una situación imposible.

—Siempre hay maneras, Mamerco, y puedes creerme cuando te digo que no voy a dedicar los ratos de ocio de esta campaña al vino y a las mujeres —añadió Sila muy tranquilo, soltando una carcajada—. Mira, soy un mimado de la Fortuna y la diosa me cuida.

Se sentaron para hablar de los últimos focos de resistencia en la guerra en Italia y la terquedad con que resistían los samnitas, que aún dominaban en casi todo el territorio entre Aesernia y Corfinium y tenían en su poder las ciudades de Aesernia y Nola.

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