No lejos del aula se levantaba el palacio real, protegido siempre por un impresionante dispositivo de seguridad.
En una pausa, un estudiante flaco y vivaracho se acercó a Iker.
—¿Eres originario de Menfis?
—No, de la región tebana.
—Un paraje magnífico, al parecer.
—Tebas es mucho más pequeña que Menfis.
—¿Te gusta estar aquí?
—He venido a aprender.
—¡Pues no quedarás decepcionado! Los profesores nos hacen dura la vida, pero nos imparten una excelente formación. Los mejores alumnos accederán a la alta administración, y no será una ganga, pues el visir ha reorganizado todos los servicios del Estado, que, en adelante, tienen que dar prueba de eficacia. No se trata de holgazanear en los despachos o de dormirse en los laureles. Nadie es nombrado escriba de modo vitalicio, y más vale evitar la cólera de Khnum-Hotep. Puesto que tampoco el faraón se muestra más tolerante, es inútil contar con su clemencia.
—¿Reside el rey a menudo en Menfis?
—A menudo, sí. Todas las mañanas, el visir le somete los expedientes importantes. Desde la reunificación del país no falta el trabajo.
—¿Has visto alguna vez a Sesostris?
—Dos veces, cuando salía de su palacio. No puedes perdértelo: ¡realmente es el mayor de los egipcios!
—¿Y por qué hay tantos policías y soldados alrededor del palacio?
—Por Sobek el Protector, responsable de la seguridad del faraón. ¡Es un verdadero maníaco! Sin duda teme que algunos dignatarios decepcionados la tomen con su majestad. Y, además, la situación se envenena en la región sirio-palestina. El general Nesmontu parece controlarla, pero, con los terroristas, nunca se sabe. Uno de ellos podría ser lo bastante loco como para intentar matar al rey.
—Explícame esto, Sobek —exigió el visir Khnum-Hotep, mostrándole la serie de denuncias que se acumulaban sobre su mesa desde hacía varios días.
El interpelado examinó los documentos. Algunos capitanes de barcos mercantes protestaban enérgicamente contra la arbitraria modificación de las reglas de navegación, el aumento injustificado de las tasas y el comportamiento inadmisible de las fuerzas del orden.
—Yo no di estas directrices.
—¿Eres el jefe de todas las policías del reino y el responsable de la circulación fluvial?
—No lo niego.
—¡Entonces no controlas a tus subordinados! Eso es grave, Sobek, extremadamente grave. Por esas inexcusables faltas, la reputación del faraón puede salir perjudicada. Incluso el propio proceso de reunificación podría ser cuestionado. Si las milicias locales dictan la ley, interceptan los cargueros y les imponen rescate, ¿adonde iremos a parar? Muy pronto tendrá lugar el regreso de los jefes de provincia.
—De momento, no tengo explicación plausible.
—El reconocimiento de tu impotencia me deja consternado. ¿Aún te crees digno de tus funciones?
—Voy a demostrártelo. Estos deplorables incidentes se aclararán muy pronto.
—Espero tu informe y resultados concretos.
Sobek el Protector actuó con la mayor rapidez. Sus inspectores llevaron a cabo profundas investigaciones. Él mismo interrogó a los capitanes y comparó sus testimonios.
A la luz de las informaciones obtenidas, la verdad salió a flote, de modo que Sobek se presentó de nuevo ante el visir.
—Mis subordinados no violaron las reglas de circulación —afirmó—, salvo en un solo caso, en el que fueron engañados por falsos documentos administrativos.
—¿Qué significa eso?
—Que una pandilla de malhechores, especialmente hábiles, intenta provocar disturbios.
—¿Han sido detenidos?
—Por desgracia, no.
—¿No hablarás en serio?
—Por desgracia, sí.
—¿Está amenazada la paz civil?
—No exageremos —protestó Sobek—. Tengo la seguridad de que se trata de un grupito bien preparado y muy móvil, no de un ejército. En adelante, irán dos policías a bordo de cada barco mercante. Además, modifico mi código de mando. A ti, visir, te corresponde hacer saber que las reglas de navegación no han cambiado y que ningún capitán debe ceder ante la provocación si intentan convencerlo de lo contrario.
Khnum-Hotep se tranquilizó.
—¿Están esos bandidos vinculados a los ataques contra la acacia de Abydos?
—No hay nada que lo demuestre. No es la primera vez que se cometen este tipo de fechorías, y las medidas que propongo devolverán la calma. Naturalmente, el acoso ha empezado, y los culpables acabarán en la cárcel.
—He aquí dos escándalos sucesivos que han hecho que se hable mucho de ti, Sobek.
—Me importa un comino.
—A mí, no. En caso de incompetencia, me vería obligado a tomar medidas. No olvides que también eres responsable de la seguridad del faraón.
—¿Consideras que su majestad está amenazada?
—Te apoyo aún, pero no toleraré más incidentes.
Iker dividía su tiempo entre el trabajo de sacerdote temporal en el templo de Ptah y los cursos de derecho en la escuela del visir. Reservado, concienzudo, gozaba de la estima general. El escriba trataba con el superior de los servidores del dios, el guardián de los misterios, el encargado de las ropas, los ritualistas, los contables, los responsables de los graneros y los rebaños. Pero ninguno de esos dignatarios, que se mostraban distantes con los jóvenes escribas, le diría lo que él deseaba saber: las costumbres del monarca y el modo de acercarse a él. No forzar las cosas y aguardar una oportunidad parecía la actitud adecuada. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar?
Al finalizar una clase de derecho sobre la Casa del Rey y sus responsabilidades, el profesor anunció una noticia que hizo saltar el corazón del escriba: los tres mejores alumnos tendrían el privilegio de ser presentados al Portador del sello real, que, por lo general, los llevaba ante el faraón para demostrarle la calidad de la enseñanza impartida. Los tres escribas formulaban ante el monarca propuestas de reforma que pudieran simplificar el arsenal legislativo.
Iker redujo al mínimo su tiempo de descanso. Como tema, eligió la gestión de los graneros, insistiendo en la necesidad de acumular reservas en las ciudades principales y facilitar su distribución durante las malas crecidas. A causa de textos obsoletos se manejaban, por negligencia, disposiciones injustas.
Llegó el día de la proclamación de los resultados.
Los dos primeros nombres que pronunció el profesor no eran el suyo. Pero el tercero y último…
Un estudiante le dio un codazo.
—¿Estás durmiendo, Iker? ¡Cualquiera diría que la noticia te ha dejado frío! Y, sin embargo, todos soñábamos con ello. Ya estás entre los elegidos que van a ver al faraón.
Buenos competidores, los que no habían tenido suerte felicitaron a los vencedores.
Casi en trance, Iker pensaba ya en el instante en que iba a abalanzarse sobre el tirano para apuñalarlo.
Taparrabos impecable, túnica inmaculada, peluca corta de buena calidad, sandalias de cuero, los tres aprendices de juristas mostraban una sobria elegancia, pero les costaba disimular su nerviosismo.
En el momento de meter el puñal bajo sus vestiduras, Iker se preguntó a sí mismo: ¿no registrarían a los visitantes, fueran quienes fuesen? Si le encontraban el arma, sería detenido y encarcelado de inmediato.
Obligado a dejarla, el justiciero no tenía ya modo de herir al monstruo. Tendría, pues, que apoderarse de la espada de un guardia y actuar con la velocidad del rayo. El registro se llevó a cabo sin incidentes. Un secretario y un policía guiaron al grupito hasta la sala de audiencias de Sehotep.
—Sed concisos —recomendó el profesor—. El Portador del sello real dispone de muy poco tiempo.
El alto personaje impresionó a los jóvenes. El primero farfulló, el segundo olvidó un punto clave de su razonamiento e Iker expuso sus ideas con relativa confusión.
—Interesante; tal vez mis servicios saquen de ahí algunos elementos —juzgó Sehotep—. Que vuestros alumnos sigan estudiando y aprendan a dominarse mejor.
—¿Cuándo los presentaréis a su majestad? —quiso saber el enseñante.
—Esta costumbre no está ya en el orden del día.
Iker tenía que resolver dos dificultades: entrar en palacio con el puñal y, luego, ser admitido ante el rey. Tanto la una como la otra parecían insuperables.
El escriba no quería renunciar. ¿Acaso no le había sonreído la suerte hasta entonces? Instalarse en Menfis parecía muy arduo y, sin embargo, se le habían abierto algunas puertas.
De modo que decidió seguir comportándose como un estudiante modelo y un sacerdote ejemplar. En el instante en que su profesor le propuso una larga formación aceptó de inmediato, y cuando el superior del templo de Ptah le pidió que ayudara a los astrónomos, consagrando sus noches a observar el cielo, obedeció sin rechistar.
Aquella posición privilegiada tenía una ventaja: desde el tejado del templo se veía el palacio real. Iker no sólo anotó la localización de los astros, sino también las idas y venidas de los guardias, con la esperanza de descubrir un fallo en el sistema de seguridad.
Engañosa esperanza.
No había menos policías de noche que de día, y el relavo se efectuaba con una precisión y una rapidez que excluían cualquier intrusión. Sobek no era un aficionado, y sus hombres tampoco.
Iker pensó en preguntar al responsable de la seguridad del templo de Ptah para obtener más detalles sobre las costumbres de la guardia personal del monarca, pero renunció a ello porque habría hecho que lo miraran con malos ojos. ¿Cómo conseguir informaciones sobre el interior del palacio sin saber concretamente dónde residía el faraón?
Introducirse en el edificio parecía imposible. Quedaba, pues, la posibilidad de apuñalar al tirano en el exterior, siempre que se conocieran las fechas de sus desplazamientos. Pero ¿cómo?
Cuando Gergu salió de la casa de cerveza donde una prostituta siria se había mostrado cooperadora, no andaba muy derecho. Encontró, sin embargo, el camino de la casa de Medes, cuyo portero lo hizo esperar. Tambaleándose, no obstante consiguió alcanzar el despacho de su patrón.
—Más vale que te sientes —aconsejó Medes.
—Tengo sed.
—Te bastará con agua.
—¿Agua para festejar nuestro éxito? ¡Con el informe que os reservo, merezco vino, y del mejor!
Medes cedió. La actitud de Gergu era tal que Medes creyó que no era necesario quebrar su agradable optimismo.
—La cosa funciona a las mil maravillas —afirmó tras haber vaciado una copa—. El rumor se propaga a toda velocidad y se alimenta de sus propios chismes. Yo no lo creía, pero habéis tenido razón al atacar a Sobek.
—¿Has pagado correctamente a los falsos policías que sembraron el desconcierto en el tráfico fluvial?
—Utilicé a intermediarios, todos están muy satisfechos. Nadie llegará hasta nosotros. Es imposible, sin embargo, aumentar nuestra ventaja, pues Sobek ha tomado medidas radicales. Hay policías en cada barco mercante, y se han reforzado los controles.
—No importa, nuestro primer objetivo ha sido alcanzado: empañar la reputación de Sobek el Protector. Hasta el visir comienza a dudar de su competencia, de su honestidad, incluso.
—¡Me complace imaginar su cólera! Debe de ser una pesadilla para él, que se consideraba intocable.
—Pasemos, pues, a la fase siguiente —decidió Medes.
—¿No será… imprudente?
—¿De qué habría servido hacer tantos esfuerzos si nos detenemos ahí? Debilitar a Sobek no basta. Hay que acabar con él.
A Gergu ya no le apetecía beber.
—Seamos pacientes, tal vez el visir lo destituya.
—No tiene todavía cargos bastantes contra él, y Sobek sigue estando muy cerca del rey. Nosotros debemos proporcionar las pruebas de su indignidad.
—No veo cómo.
—¿Dispones de algunos testaferros capaces de mentir con seguridad?
—Eso no es un problema.
—Entonces, nos libraremos de Sobek asestándole un golpe fatal, que transforme las sospechas del visir en certidumbres.
Cada vez que el libanés se encontraba con el Anunciador perdía momentáneamente el apetito, de tanto como se contraía su estómago. Aquel hombre inaprensible lo asustaba y lo fascinaba al mismo tiempo. Desde que el halcón-hombre había estado a punto de matarlo imprimiendo en su carne una marca indeleble, el comerciante sabía que trabajaría siempre para él y que nunca escapa ría. Resignándose a su suerte, obtenía de ello los máximos beneficios y jugaba limpio con su temible patrón. En cuanto llegaba a su conocimiento un nuevo elemento lo informaba de ello, pues el Anunciador no le perdonaría el retraso ni la negligencia. No había golosinas en las mesas bajas; menos almohadones, más austeridad… El libanés intentaba evitar, por todos los medios, las reprimendas del Anunciador.
—Dame sal.
—¡En seguida, señor!
El Anunciador paseó una mirada despectiva por el salón del libanés. ¿De qué servía todo aquel lujo? Regida por la verdadera fe, la nueva sociedad lo erradicaría.
El comerciante regresó con un cuenco.
—He aquí la flor de los oasis.
El Anunciador se alimentó con la espuma de Seth.
—¿Qué debes comunicarme?
—Son sólo rumores, pero tan persistentes que sin duda no carecen de fundamento. Se sospecha que el jefe de todas las policías del reino, Sobek el Protector, pone trabas a la libre circulación de las personas y modifica arbitrariamente las reglas de navegación. Los dos asuntos han sido acalla dos, pero las relaciones entre el visir Khnum-Hotep y él van degradándose.
—A fin de cuentas, ¿podemos comprar al tal Sobek?
—De ningún modo. Es un policía puro y duro, un in corruptible. Alguien intenta comprometerlo para que pierda su puesto.
—¿Tienes alguna idea concreta?
—No, señor. Pero estoy haciendo una investigación, sin poder aseguraros que tendrá éxito. Quien osa meterse con Sobek el Protector debe de ser tan venenoso como prudente.
—¿Se dejará engañar el visir por las falsas acusaciones?
—Es poco probable, pero Khnum-Hotep vela por la adecuada aplicación de la ley, y su reputación de rigor no es exagerada. Si se le procura una buena prueba, bastante adornada y creíble, se verá obligado a destituir a Sobek de sus funciones. Despedido éste, todo el sistema de seguridad se dislocará, al menos por algún tiempo… Y Sesostris será vulnerable.