La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (15 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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El éxito de mis nuevos rujus fue completo, y en adelante todas las especies, reguladas por el trigo, fueron objeto de compraventa, y la circulación fiduciaria llegó a representar la mitad de la riqueza del país, pues, aparte de la que estaba en continuo movimiento, había una gran cantidad destinada a usos fijos. No había casa regularmente acomodada que no tuviese como principal adorno en las habitaciones de reunión nocturna, a modo de galería de cuadros, una serie completa de rujus, de las siete clases de emisión, con preferencia los de mujer. Estas incipientes aficiones artísticas las exploté yo, variando los tipos femeninos hasta el número de ocho, pues sabía que cada nuevo tipo representaba una cantidad enorme de onuatos de trigo en los graneros reales. Los ricos, que antes enseñaban con orgullo sus montones de semillas, y sus manadas de vacas y de cabras, ahora introducían al visitante en su cámara familiar, y le enseñaban la colección de rujus colgados de las paredes. Así inmovilizaban gran parte de sus bienes, que pasaban a manos de Mujanda. Los rujus de mayor circulación eran los de figura de niño, utilizados para la mayor parte de los cambios.

La prosperidad de la hacienda del rey y de la general, puesto que un rey rico distribuye entre sus súbditos, aun siendo tacaño, como Mujanda, más que pueda distribuir un rey pobre, no bastó, sin embargo, a aquietar los ánimos de una manera permanente, de donde saqué yo en claro una vez más, que la felicidad de un pueblo es cosa imposible de conseguir. Bien es cierto que las medidas adoptadas eran las primeras, las perentorias, y que aún conservaba yo preparadas para después otras de mayor transcendencia, que quizás alcanzarían lo que las primeras no habían alcanzado; pero no era indicio tranquilizador que la recompensa inmediata de mis esfuerzos fuera la ingratitud y la enemistad de los que recibían de mí tantos beneficios. Todo el pueblo murmuraba en voz baja, acusándome de abusos y de robos, porque suponían, demostrando con ello ser capaces y aun estar deseosos de hacer lo que me imputaban, que, siendo yo el autor de los rujus, mi riqueza podía aumentarse a mi arbitrio; los uagangas y pedagogos me acusaban de dilatar la provisión de los cargos de consejero, para ser solo en el torpe ánimo y en la floja voluntad de Mujanda, y este mismo llegó a sospechar que yo cambiaba rujus por mi cuenta y me enriquecía a expensas reales. No le bastaban los inmensos bienes acumulados por mi buen ingenio, sino que su ansia envidiosa se extendía, hasta los míos, que si, a decir verdad, algo y mucho habían crecido con mis trabajos de grabador, no eran suficientes para recompensar mi inteligencia y mis esfuerzos. Yo percibía, oído avizor, estos primeros leves rumores, y me apresuré a acallarlos con abundantes dádivas a los pobres, en la seguridad de que éstos, al menos, cederían mientras estuvieran ocupados en digerir mis donativos; pero comprendí que allí hacía gran falta una reforma orgánica. El equilibrio político, indispensable para la buena marcha del gobierno, se había roto en beneficio del rey y de los siervos, y en daño de la clase media, y había que restablecerlo por cualquiera de los medios que se emplean para restablecer el equilibrio de una balanza: o quitando del platillo que tiene de más, o añadiendo al que tiene de menos, o partiendo la diferencia. Esto último, que era lo más justo, me pareció desde luego lo más impracticable y lo más expuesto a desatar las envidias y los odios. El sistema de aligerar el platillo más pesado, ofrecía, además de las resistencias naturales en quienes viesen disminuidos sus privilegios, otro peligro más grave: si los desequilibrios eran muy frecuentes, y hoy se quitaba de un lado y mañana del otro, siguiendo con constancia el mismo procedimiento sustractivo, no tardarían en quedar los dos platillos vacíos. No había, pues, otro recurso que el de nivelar, añadiendo donde fuera menester. Este último sistema no ofrecía más inconveniente que uno: aumentando sin cesar los privilegios, hoy a unos, mañana a otros, siempre para conservar el ansiado equilibrio, no tardaría en ser tan enorme el peso total que se tronchara el eje de la balanza gubernamental y todo viniera abajo. Pero como esta catástrofe, aunque posible, no sería inmediata, y acaso ocurriría cuando yo hubiese muerto, me decidí desde luego por el criterio aumentativo, y con arreglo a él me dispuse a redactar una Constitución.

CAPÍTULO XI

Continúa la restauración.—Reformas introducidas en el mobiliario y en la indumentaria.—Invención de la pólvora.

Seis meses duró la ausencia de Mujanda; pues aunque el viaje hubiera podido terminarse en menos de la mitad de tiempo, el rey se complacía en prolongar sus visitas más de lo que conviniera a su alta dignidad. Los súbditos no se hartaban de ver a su legítimo soberano, y el soberano no se hartaba de vivir a costa de sus súbditos; y el único atractivo que podía apresurar el regreso del rey a Maya, el amor de sus esposas, estaba neutralizado por otro de igual fuerza, porque los reyezuelos y próceres, conocedores de la afición de Mujanda al sexo femenino, le ofrecían la flor de sus harenes, deseando recoger en cambio algún vástago regio. En este punto, sin embargo, les defraudó su soberano, que en la corte y fuera de ella dio señales de que nunca tendría sucesión.

Mientras tanto yo continuaba en Maya encargado del gobierno y dedicado a implantar algunas reformas menudas, preliminares de otras más importantes, cuya ejecución requería ciertos datos que el rey, por encargo mío, había de recoger en todas las localidades, y reunir en un acta confiada a la pericia de un pedagogo, que juntamente con cuatro uagangas formaba parte de la real comitiva. Sólo tuve que abandonar mi puesto dos veces para asistir a dos ceremonias jurídicas, una en Upala, con cuyo motivo volví a ver al corredor reyezuelo Churuqui, y otra en Lopo, la naciente ciudad creada por mi famosa transacción, donde el listísimo Sungo se veía y se deseaba para conservar el orden entre sus díscolos conciudadanos. Sólo la pesca en el río había podido librarles de morir de hambre, porque estos antiguos siervos manifestaban una invencible aversión al cultivo de la tierra, del que habían hecho cargo a sus siervos enanos; pero los hombrecillos accas, unos solos, otros con sus familias, se habían fugado de Lopo y refugiado en la vecina ciudad de Bangola; el reyezuelo Asato, el hijo del cabezudo Quiganza, les había concedido amparo y los había distribuido entre los uamyeras, sus súbditos, en calidad de siervos, sin que hasta el día uno solo hubiera vuelto a aparecer por su antigua morada. La causa de esta fuga eran, como ocurre de ordinario, las mujeres: los amos querían apropiarse las esposas de sus siervos (que, aunque enanas, no dejaban de apetecérseles), y éstos, conformes en prestarlas a su señor, se negaban a cederlas por completo. Muchos amos, irritados por la resistencia, habían impuesto duros castigos, y en algún caso habían dado la muerte a los pobres accas, que, aterrorizados, escaparon como pudieron, mientras los criminales quedaban impunes, porque la ley no decía nada sobre estos hechos. La población estaba excitadísima contra los de Bangola, a quienes se consideraba como extranjeros y enemigos, y deseaba la muerte de una mujercita acca, muy joven y graciosa, acusada de haber asesinado, durante el sueño, a su señor para vengar la muerte de su marido. En la ley antigua se reconocía la legitimidad de la venganza personal entre gentes de igual condición; por venganza, un hombre libre podía matar a un hombre libre, y un siervo a otro siervo. Si la condición era distinta el crimen no era legítimo, y el autor debía en castigo, si era hombre libre, libertar a toda la familia del muerto y pagar una multa al rey, y si era siervo, sufrir la última pena. El problema planteado era difícil, porque la opinión común negaba a los accas la dignidad personal; y aunque para este caso se les consideró como personas, quedaba aún otro punto obscuro. Un siervo establecido en Lopo, libertado por su dueño sin cumplir las formalidades antiguas, ¿era siervo como antes para los efectos de la ley penal, o gozaba de los privilegios del hombre libre? Era clarísimo en el caso presente que la condición civil había variado, porque la transacción borró de hecho los antiguos procedimientos para manumitir, y que la enana debía sufrir la pena de los siervos, en cuyo lugar se encontraban los individuos de su especie. Yo condené a muerte a la intrépida heroína, mas para librarla hice saber que en la corte no había reos para el próximo afuiri y que deseaba llevármela. Estas transferencias de víctimas de unas ciudades a otras eran muy frecuentes, porque en ninguna se quería celebrar el día muntu sin derramamiento de sangre; pero en el momento actual mi decisión produjo malísimo efecto, y la plebe se encargó de revocarla, amotinándose, apoderándose de la reo, y sacrificándola acto continuo.

Yo regresé a Maya disgustado por estos procederes, y para castigarlos, de acuerdo con el listísimo Sungo, envié a los jefes de los destacamentos de Viti y de Unya orden de atacar a Lopo. Al mismo tiempo, para mi tranquilidad, encargué a Sungo que aprovechase la ocasión de matar a Quizigué, del que le dije temer un acto de rebeldía; al frente del destacamento de Viti colocaríamos a Asato, el hijo de Quiganza, más aficionado a las armas que al gobierno; Sungo pasaría a gobernar la gran ciudad de Bangola, populosa y fructífera, como Maya, y su hijo cuarto, deseoso de obtener algún cargo, quedaría de reyezuelo en Lopo. Tan extensa combinación se realizó en seis días; Lopo quedó medio en ruinas, y Cané, el hijo de Sungo, encontró disminuidos sus súbditos en una mitad, pero más dóciles para someterse a sus mandatos.

El gobierno interior de la casa real, a falta de hijos, corría a cargo de la madre de Mujanda, la sultana Mpizi, «la hiena», llamada así porque su amor de madre era tan intenso que, habiéndosele muerto un hijo, le dio piadosa sepultura en su propio estómago. Como en Maya las atribuciones domésticas de un rey no están perfectamente deslindadas de las facultades públicas, tuve que entenderme, para evitar conflictos de jurisdicción, con el ama del palacio, y de aquí nacieron ciertas relaciones íntimas y censurables, no deseadas por mí, en verdad, que si fueron benéficas para la marcha de los negocios públicos, no dejaron de producir murmuraciones y críticas en todas las clases sociales. Desentendiéndome de ellas yo, continué mis trabajos de restauración, deseoso de contribuir, con cristiano desinterés, a la felicidad de los que tanta malquerencia me mostraban, y comencé por algunas reformas de carácter doméstico.

Mi primera innovación fue en el lecho, que era muy incómodo; se reducía a una tarima estrecha y alargada, puesta al ras del suelo de pizarra, más propia para quebrantar los huesos que para reposarlos. Construí para mi uso un catre de tijera, e hice rellenar de plumas dos colchones anchos y una almohada, y con estos elementos compuse un lecho blando y aseado sobre el cual se podía dormir beatíficamente. Mis esposas, ya por curiosidad, ya por deseo de agradarme, solicitaron tener camas como la mía, y yo, instruyendo a los veinte accas que tenía a mi servicio, cuyas facultades imitativas estaban muy desarrolladas, les hice construir catres para todas, en tanto que ellas mismas se cuidaban de hacer los colchones y las almohadas. En el primer día muntu que subsiguió la novedad se hizo pública, y en todas las familias entró el deseo de gozar del precioso invento. Yo no hice de él ningún misterio; al contrario, deseaba que se generalizara y que conocieran las comodidades que producía, para que se mostraran mejor dispuestos a recibir las reformas que vendrían después. Mis esperanzas, sin embargo, no se realizaron por el momento, y conforme se extendía el uso del catre de tijera, se iba aumentando la malquerencia de mis conciudadanos; porque, acostumbrados a dormir casi en el suelo, solían, cuando les molestaba el calor, rodarse instintivamente fuera del lecho y dormir sobre la fresca pizarra; y cuando comenzaron a hacer uso del catre, todas las noches se caían de él, y muchos se hacían contusiones, de las que yo, sin culpa real, era el único responsable. Este mismo inconveniente lo habían sufrido mis mujeres, pero no se habían atrevido a quejarse, y yo lo remedié aconsejando el uso de ligaduras al pecho y a las piernas. Otra de las contras de mi innovación era su costo excesivo, que para las familias numerosas se elevaba a una fortuna, pues el precio de cada juego completo no bajaba de cinco rujus pequeños, o sea dos onuatos y medio de trigo. Por último, en las noches de calor, el lecho de plumas se les hacía insoportable, y más insoportable aún cuando los insectos, abundantes en estas latitudes, se conjuraron también contra mi reforma. El tiempo se encargó de desvanecer estos males; las plumas fueron sustituidas por granzones majados, que antes se perdían en los rastrojos y que no costaban más que la molestia de recogerlos; se empleó otra madera más dura, que resistía los ataques de los insectos; en suma, el catre de tijera, con sus accesorios, se aclimató en el país, y los rudos cuerpos de sus habitantes creo que me lo agradecerán eternamente; pero mi recompensa fue un largo período de impopularidad, de la que participó el dios Rubango, de cuyas mansiones decía yo, así a propósito de éste como de todos mis inventos, haber traído las nuevas ideas.

Resuelto a seguir con tenacidad la obra emprendida, dedicaba todo el tiempo a preparar sorpresas, y no pasaba día muntu sin que mis mujeres, vehículo inconsciente de la regeneración de su patria, llevasen a la colina alguna nueva relación, que los indígenas, sin dejar de hablar contra mí, escuchaban con interés; no había fiesta completa si faltaba la comidilla habitual, la última cosa que el Igana Iguru había pensado por inspiración de Rubango. Y no era lo menos interesante de estas escenas la forma de que se valían mis mujeres para explicarse, y el público para comprenderlas, siendo casi todas las novedades tan fuera de los usos y del vocabulario del país. Después del lecho siguieron la mesa y la silla. En el país sólo era conocido el taburete para sentarse, y para comer, el suelo; de ordinario, los hombres comían de pie, y las mujeres sentadas, y en cuanto al uso de la vajilla, era muy limitado, porque los alimentos son por lo general secos y se sirven a la mano: pastas de trigo de maíz o de manioc, frutas, legumbres, huevos, pescado seco, y alguna vez tasajos de carne asada, son los platos ordinarios. El uso de las sillas y las mesas producía una verdadera revolución en las costumbres, y tuvo encarnizados partidarios y detractores; en cuanto a la silla, la variación principal estaba en el respaldo, absolutamente desconocido en Maya, y la ventaja sobre el simple taburete era innegable. Las mujeres, que pasan el día sentadas, se declararon en mi favor; pero los hombres estaban en contra porque su costumbre era sentarse en el bajo taburete o en el suelo, cruzar los brazos alrededor de las rodillas, y echar la cabeza sobre éstas para descansar o dormir. Tal postura les parecía más cómoda que permanecer tiesos sobre las nuevas sillas; y en cuanto a retreparse no había que pensar en ello, porque se mareaban y aun se desvanecían mirando un poco tiempo hacía arriba. El principal motivo de la oposición estaba, sin embargo, en que, juntamente con la silla y la mesa, apareció la idea de aplicarlas a las comidas familiares.

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