La conquista del aire (11 page)

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Authors: Belén Gopegui

BOOK: La conquista del aire
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Sol le pasó los dedos por la boca.

—Buenas noches.

Fingía voz de sueño. Después respiró como si se hubiera dormido. Él, en cambio, sí sentía la tentación de dormir un rato, pero ¿a qué hora se despertaría? Leticia y la ponencia que debía terminar para el congreso de Budapest, y Budapest con Leticia se le aparecieron con la desvergüenza del color dentro de ese cuarto en blanco y negro. Buscó a tientas su ropa. Se vistió en el salón, iluminado por el resplandor de la calle. No se atrevía a cerrar la puerta del cuarto de las colchonetas. Al fin se acercó descalzo hasta Sol. Ella abrió los ojos y, antes de que él hablara, se puso de pie y se envolvió en la colcha.

—Te acompaño —dijo.

—Vas a coger frío.

—Ahora me meto en la cama, no te preocupes.

Sol le precedía por el salón, llevaba la colcha como un manto. Santiago se paró a ponerse los zapatos. Cuando terminó, reanudaron aquella procesión absurda por el pasillo. Sol abrió la puerta. Se besaron en el quicio, esta vez sin aprensión pero sin fe, un beso anónimo, uno más entre los miles que se habrían dado esos dos años. Mientras él esperaba el ascensor, ella dijo:

—Dile a Carlos que me llame si quiere. Un chico que ha entrado este año en el coro tiene un hermano en una empresa de electrónica. Le conté la historia de Jard y me ha dicho que la empresa de su hermano está interesada en hablar con ellos.

El ascensor había llegado, pero Santiago no lo abrió.

—Creí que se te había olvidado lo de Carlos —dijo.

Sol no contestó. Ninguno se movía.

—Bueno, adiós —dijo ella. Y cerró la puerta.

Marta miraba por el ventanal el cielo frío de primeros de marzo. Era raro que ella estuviese en casa a las cinco y cuarto un día laborable. Tal vez por eso no había llegado a sentarse en el sofá. Ahora, los de la secretaría general técnica de Hacienda y su jefe estarían pidiendo la segunda copa. Marta se había marchado valiéndose de su fama de persona estricta: los otros darían por supuesto que iba a volver al ministerio. Antes, con su otro jefe, casi siempre volvía. Pero a veces también demoraba la comida con los demás, se relajaba, se achispaba sin dejar de tener presente que en cierto modo seguía trabajando.

Esta vez no había hecho ninguna de las dos cosas. Se había ido a casa y ahora estaba sintiéndose extraña, descolocada, y buscaba un reclamo en ese cielo frío. Una obligación. Podía distraerse con una revista o dormir, pero no le parecía bien, debido, se dijo, a lo que Manuel Soto ya en la carrera llamaba su sentido calvinista de la responsabilidad. Puesto que había robado una tarde, tenía que ser para algo. Y lo malo era que sabía para qué la había robado. Marta se proyectó en los edificios de enfrente, en la cúpula de San Francisco el Grande y en la amplia extensión de suelo y cielo que podía abarcarse desde su casa. Le gustaba mirar lejos. El año que buscaron el piso habían visto otros más nuevos o menos caros, pero ella se había empeñado en que cogieran ése. A veces se arrepentía. Si en lugar de ciento veintiocho mil pesetas durante cuatro años hubieran estado pagando noventa mil, podría tomarse de otra forma los problemas de Carlos, sus propias dudas con respecto al trabajo y, sobre todo, esa idea de Guillermo de comprar una casa medio derruida justo ahora.

Varias nubes llegaron desde la izquierda; la tarde se oscureció. Pronto anochecería, vendría Guillermo y ella tendría que afrontar la conversación de la compra. Era una oportunidad. Lo que siempre habían dicho, no un piso sino una casa verdadera, con suelo y con tejado; por lo visto podrían incluso plantar uno o dos árboles junto al que ya había en un pequeño jardín. Guillermo estaba dispuesto, además, a trabajar en la reconstrucción de la casa con amigos; experimentarían, modelarían la casa como quisieran y todo eso dentro de Madrid, sin aislarse, sin atascos obligatorios. «Construir una casa no cuesta tanto; lo que cuesta es que te dejen, y aquí nos dejan porque en teoría no se trata de construir», le había dicho Guillermo cuando ella habló del dinero. «Pero es que ahora ni siquiera tenemos dinero para la entrada de una casa en ruinas», insistió ella. «Tenemos un poco, podemos mudarnos a una casa más barata, yo intentaré sacar más con los informes; en último caso, podemos pedir algo», fueron las palabras de Guillermo y a Marta el mundo había empezado a darle vueltas: otro traslado, pedir dinero y su contrato a punto de terminarse. «Ya lo devolveremos; cuando la casa esté acabada no tendremos que pagar alquiler —intentó tranquilizarla él, y luego añadió—: Siempre habíamos dicho que queríamos un barrio así para el niño o la niña, cuando vengan.» ¿Por qué la hostigaba así? ¿Por qué se sentía hostigada? Apoyó la frente en el cristal. Después la separó y vio la pequeña mancha que dejaba la piel. Cogió un cigarrillo, marcó en el teléfono el número de Jard, S.L.

—¿Carlos?

—Marta, ¿cómo estás?

—Bien. Quería hacerte una proposición. ¿Estás muy ocupado ahora?

—Ahora sí, porque tengo una visita. Pero a las seis habré terminado.

—Quería raptarte.

—Me parece una buena proposición. ¿Dónde quieres que nos veamos?

Quedaron a las seis y media en la cuesta de Moyano. Aunque no faltaba mucho, a Marta le parecía demasiado tarde. Dejó una nota a Guillermo y bajó a la calle. Esperaría mirando los puestos de libros. No quería pensar. Había llegado ya a una conclusión: si Carlos estaba en condiciones de cumplir su promesa y devolverles el dinero en mayo, entonces le diría a Guillermo que siguieran adelante con la casa en ruinas. Si no era así, tendría que volver a planteárselo, pero no ahora.

Carlos llegó con diez minutos de antelación. Se besaron. Luego Carlos se puso a mirar los libros que estaba mirando ella. Marta cogió una edición de
Materialismo y empirocriticismo
.

—Hace poco estuve con Manuel Soto, uno de mi facultad que al principio colaboraba en
A trancas
, aunque duró muy poco, no creo que te acuerdes. Me dijo que yo era del sector jacobino y tú, Vladímir Lenin.

—Se ve que nunca le llevaste al ateneo. —La mirada de Carlos recorría los libros amontonados. Vio uno de Paul Cardan,
Los consejos obreros y la economía en una sociedad autogestionaria
. Lo sacó para enseñárselo a Marta—. Dile a Manuel que éstos eran los libros que queríamos llevar a la práctica. Dile que leninistas y consejistas nunca se han llevado bien. Aunque no creo que ni tu amigo ni casi nadie sepa hoy lo que era el consejismo.

—Algunos quedamos —contestó Marta mirando la bolsa de lona de Carlos, la vieja bolsa de Alberto.

Carlos llevaba su Babour negro de siempre y debajo un jersey de lana fina, unos pantalones de pana y unos zapatos muy limpios. Marta propuso bajar hacia el paseo del Prado. Anduvieron un buen rato en silencio. Quería a Carlos y pensaba que de algún modo, al hacerlo, se estaba queriendo a sí misma, queriendo los años en que ensayaban la felicidad, tan seguros se sentían de haber escogido un entorno de objetivos y aspiraciones donde no habría lugar para la mala conciencia. Aunque el motivo de su llamada era preguntarle por Jard, ahora no le apetecía. Mucho más que las reuniones en el ministerio, estar con Carlos la hacía ver la realidad en términos políticos. Era como si Carlos le pusiera delante la posibilidad de reordenar el mundo, y se estaba preguntando cómo lo conseguía, si con su manera pausada de andar, con su forma de vestir siempre idéntica, o si era sólo el peso de tanto recuerdo acumulado. En todo caso, y excepto cuando Carlos se exaltaba, a Marta le parecía que el mundo daba vueltas más despacio estando con él. Lograba pensar en Guillermo, en el ministerio o en Alemania sin prisa, como si cada cosa pudiera ser puesta en su sitio poco a poco. Ésa era, sí, una visión política: aceptar que ni la distribución de la riqueza ni tampoco la distribución de los sucesos venían dadas de antemano; aceptar que los hombres y mujeres no vivían siempre cuesta abajo presionados por la pendiente o cuesta arriba en el túnel del ascensor. A veces también ocupaban una superficie plana donde los desplazamientos obedecían a una causa comprensible.

—Perdona por haberte asaltado así —le dijo.

—Me ha venido muy bien. No sé cuánto tiempo llevaba ya sin salir a dar una vuelta. Cuéntame cómo estás.

—Bien. Algunos líos en el ministerio, pero todo lo demás bien.

—¿Líos?

—Nada grave. Han cambiado al director general, y supongo que el nuevo hace que sea más difícil engañarse, creerte que eres una persona de izquierdas que intenta hacer bien su trabajo.

—Yo creo que eres eso.

—Ya, pero también sabes lo que quiero decir. No puede ser que tengamos que estar eligiendo siempre entre lo malo y lo menos malo.

—Lo malo y lo menos malo, eso me suena —dijo Carlos mirando hacia un banco de madera—. ¿Nos sentamos ahí?

Marta se recostó en el brazo del banco para poder mirar mejor a Carlos. Al fondo, la fuente de Neptuno se superponía a la portada de
Los consejos obreros
, y a su despacho en el ministerio, al aula grande del ateneo de Magallanes, y al suelo de baldosas de aquella parroquia donde Carlos y ella se habían conocido. Sacó una cajetilla del bolsillo de la chaqueta.

—¿Y dónde hemos dejado lo bueno, Carlos?

—Estamos en ello, ¿no? Se supone que si seguimos con quebraderos de cabeza ideológicos es porque todavía no nos hemos resignado.

La voz de Carlos sonaba apagada. Marta pensó que al sentarse en el banco Carlos había dimitido de cualquier afán de representación: ya no quería enarbolar con sus afirmaciones estandarte alguno y deliberadamente las mantenía a la altura de su cara, de los coches cruzando a ambos lados del bulevar que hacían el ruido del viento cuando barre la superficie del agua.

Ante el silencio de Marta, Carlos continuó:

—Yo todavía creo en lo razonable, en mantener algunos espacios que intenten regirse con criterios sensatos, y que ese intento nos recuerde lo que somos.

—El ateneo era algo parecido a eso y se cerró. Pero no se cerró sólo porque nos echaran del local. Todo el mundo estaba un poco cansado.

—Tiene su lógica —dijo Carlos—. Nadie aguanta peleando por cosas que están fuera de su entorno real. Lo normal es hacer lo que hicimos, intentar llevar la batalla a nuestros trabajos, tú al ministerio, yo a Jard. Lo anormal es hacer horas extraordinarias.

—Pero eso es imposible, Carlos, no se puede ser razonable si nada lo es a tu alrededor.

—¿Entonces qué nos queda? ¿Someternos? ¿Elegir pero dejando que otros decidan de acuerdo con qué valores podemos elegir?

—No lo sé. —Marta dio una calada al cigarrillo. Le había venido una frase muy dura a los labios: a veces, «Carlos, me da miedo pensar si no estaremos jugando a cambiar lo que no puede cambiarse porque en el fondo nos viene bien, porque ese juego nos distrae de nuestras vidas y sirve para legitimar nuestras equivocaciones». Una frase dura y parcial, pensaba, y se la repetía en silencio obligándose a no decirla. Tiró el cigarrillo y cambió de postura. En vez de mirar a Carlos se colocó junto a él, la espalda apoyada en el respaldo del banco. Qué poco, se dijo, le había durado la tranquilidad. El mundo se había puesto a girar demasiado deprisa otra vez. Guillermo y la casa y la necesidad de tomar una decisión daban vueltas. Si te pregunto ahora por el dinero voy a parecerte cruel, pensó volviendo la cabeza hacia Carlos. ¿Pero ha sido mejor otras veces, cuando Santiago y yo nos hemos callado por cobardía?

—¿Cómo va Jard? —se oyó decir.

Carlos dijo que en Huertas había bares tranquilos, que le apetecía beber algo caliente.

—Va mal —respondió al rato empujando la puerta de un pub con sillones de mimbre. Los dos pidieron té.

¿Cuánto de mal?, quería saber Marta. Y callaba.

—Nos hemos metido en un lío —dijo Carlos—. Antes producíamos tres fuentes de alimentación más o menos sencillas. Una se vendía especialmente bien, pero ya os conté lo que nos pasó. Cuando os pedí el préstamo habíamos empezado a diseñar un modelo más complicado. Lo hemos terminado, es bueno, pero no sirve para compensar todo lo que se ha perdido. Si lo perfeccionamos, un conocido de Sol podría conseguir que la empresa donde trabaja nos proporcione algunos contratos con hospitales y con centros de cálculo en Grecia. Ellos se encargarían de la distribución. Mientras, el tiempo pasa y seguimos perdiendo dinero.

Trajeron el té. Marta lo sirvió sin dejar que reposara.

—¿Para qué querías verme? —dijo Carlos.

—No es que necesite el dinero. Pero por lo visto venden una casa medio destruida en Ciudad Jardín y Guillermo tiene la descabellada idea de que la compremos.

A Marta le sorprendió haber hablado sin miramientos. Por qué tenía que sorprenderla, se preguntó. Era amiga de Carlos desde hacía dieciséis años, los dos habían hablado de asuntos mucho más extraños y delicados, qué tenía de raro hablar francamente ahora.

—No creo que sea una idea descabellada —contestó Carlos después de probar el té—. Conociendo a Guillermo, la casa debe de ser una oportunidad.

—¿Y qué le digo, Carlos?

—Quería haber esperado un poco, pero no voy a mentirte. Jard va cuesta abajo. No sé cuándo podré devolveros el dinero. Desde luego, en mayo no. Si todo sale bien, a lo mejor después del verano os puedo dar una parte, y ya ves que ni siquiera es seguro.

Marta se puso a fumar. Acababa de entender que estaba enfadada con Carlos y que por culpa de ese enfado, y no por los años de confianza, se había puesto a hablar sin miramientos. Estaba enfadada con él porque en menos de una hora la había hecho pasar de la serenidad a la política, de la política a lo razonable, y de lo razonable al naufragio absoluto de la serenidad, a la irritación que le producía pensar en Carlos como en un colgado, como en el amigo parásito cargado de deudas. No quería pensar en él así, sin embargo había caído en la tentación de hacerlo y eso le parecía mal, y era su malestar con ella misma lo que la hacía enfadarse con Carlos.

—¿No podemos ayudarte? —preguntó.

—Ya me estáis ayudando, Marta. En cinco meses os he traspasado el problema de cómo me gano la vida.

—Jard no es sólo tu forma de ganarte la vida. Acuérdate de cuando nos contaste a Santiago y a mí la idea de montarla. Si te animamos fue, entre otras cosas, porque para nosotros tenía un valor simbólico que lo hicieras. Y más de una vez nos hemos servido de ese valor.

—Tienes una memoria generosa. Pero al final voy a conseguir que ni Guillermo, ni Santiago ni tú estéis a gusto.

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