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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (35 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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Obedecí. Subí a la tarima y, entretanto él tornaba a ocupar su cómodo trono con cojines de terciopelo, yo me componía el hermoso vestido blanco para sentarme cumplidamente en la dura sillita. Mi cabeza quedaba a la altura del pecho del virrey, que se inclinó hacia mí y me susurró venenosamente:

—¿Acaso me habéis robado, doña Catalina?

Volví el rostro hacia él y, mirándole de manera inapropiada, es decir, derechamente a los anteojos, le respondí con una grande sonrisa:

—Por supuesto, Excelencia.

Una semana después de que mi joven cuñado Carlos retornara de México-Tenochtitlán con las nuevas sobre el retraso de su padre, del virrey y de los oficiales reales que debían hacerse cargo del tesoro, Rodrigo entró de golpe en el aposento que ocupábamos Alonso y yo desde la primera noche, la hermosa cámara de doña Juana de Zúñiga.

—¡Arriba, tiernos amantes! —exclamó a voces, tirando sin contemplaciones de la fina sábana que nos cubría—. ¡Aflojad el dulce abrazo y salid del lecho como si os atacaran los piratas ingleses! ¡Hay algo que debéis ver!

Llevaba una antorcha en la mano y la sacudió sobre nosotros.

—¡Por vida de...! —exclamó mi señor esposo tratando en vano de echar mano a su espada.

—¡Maldito seas, Rodrigo! —le grité yo—. ¿Qué maneras son éstas? ¿No sabes llamar a la puerta?

—¿Para qué? —preguntó él, sentándose sobre el arcón—. ¿Para perderme el noble porte que ambos lucís en camisa?

—¿A qué este escándalo? —se enojó Alonso entretanto se subía los calzones—. ¿Qué acontece para que nos despiertes así a estas horas?

—Vestíos, mis señores duques, y acompañadme. Uno de los negros de Yanga ha descubierto algo que debéis ver.

—¿De quién se trata? —quise saber, componiéndome a toda prisa como si, en verdad, nos atacaran los piratas ingleses.

—Del mestizo viejo. Ese que corre como una liebre. Pedro.

—¡Ah, sí, Pedro! El de la nariz rota.

—El mismo. Pues, a lo que se ve, Pedro gusta de caminar a solas por el campo durante la noche. Dice que le ayuda a dormir. Yo tengo para mí que es de los que no duerme nunca por las cosas horribles que le han acontecido en su vida.

Alonso y yo ya estábamos vestidos y armados. Eché un poco de agua de la jarra en la palangana y me refresqué el rostro para terminar de despertarme.

—¿Qué horas son?

—Las tres de la madrugada —replicó Rodrigo sin alterarse.

—¡Las tres de la madrugada! —soltó mi señor esposo abriendo mucho los ojos—. De cierto que el tal Pedro no duerme jamás.

—No, ya te lo he dicho —porfió Rodrigo entretanto salíamos los tres del aposento al patio. Fuera refrescaba—. Lo que ha visto se halla a menos de un cuarto de legua. Después del hallazgo vino a contarlo y ya hace un rato que tornó a marchar hacia allí en compañía de los otros cimarrones y de los marineros de la
Gallarda
. Yo mismo los envié para que estuvieran a la mira.

—Pues ¿qué fue lo que vio? —pregunté, alarmada.

Rodrigo se caló el chambergo por el frío, colocó la antorcha en un hachero del vestíbulo y suspiró.

—Están robando el tesoro de la pirámide.

—¡Qué! —grité horrorizada—. ¡No es posible! Nadie ha podido entrar sin que nos diésemos cuenta.

—Martín, compadre, aún estás dormido. Te he dicho que el lugar se halla a poco menos de un cuarto de legua de aquí.

—¿Han hallado otra entrada? —inquirió Alonso cuando ya salíamos al oscuro patio de armas.

—O la han creado —murmuró mi compadre, encaminándose hacia el portalón del muro—. Debemos ir andando pues los caballos podrían alertar de nuestra presencia.

—Con esta oscuridad, tardaremos a lo menos media hora —estimó Alonso, mirando el negro cielo sin luna ni estrellas.

—Pues para luego es tarde. Vamos.

Salimos los tres del palacio y tomamos la recta senda que partía del portalón. Al arribar al final, en lugar de tomar a diestra o siniestra, proseguimos derechamente y nos metimos en el campo y, luego, en la espesura del bosque. Avanzábamos hacia el oeste, de eso me hallaba cierta por la orientación del palacio, aunque de nada más.

Al cabo, tras algo menos del tiempo previsto por mi señor esposo, arribamos a un claro iluminado por el resplandor que brotaba del fondo de una barranca y, de súbito, conocí dónde me hallaba y cuál era aquel lugar: el día que arribamos a Cuernavaca, por estar quebrados los puentes de nuestro camino, hubimos de ir hacia el norte para buscar otra entrada dando un grande rodeo de más de legua y media. De retorno hacia la aldea, dentro de una de las muchas barrancas que la atravesaban y que debíamos pasar por puentes y acueductos de los ingenios azucareros, advertimos con grande asombro una inmensa caída de agua de hasta veinte estados, con las paredes cubiertas de selva y con pájaros volando a la redonda en su interior. Era como un pozo asaz profundo y de bordes tan grandes como el Arenal de Sevilla, cuyo fondo quedaba tan lejos que amedrentaba asomarse.

—¡El salto de agua
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que vimos al llegar! —exclamó Alonso, echándose de bruces a tierra como Rodrigo y como yo pues por el lado contrario de la barranca había grande movimiento de gentes, a veces andando despaciosamente bajo el peso de cajas y fardos y a veces marchando raudamente hacia el pozo en busca de más. En amplio número formaban hileras aguardando para entrar o salir, de tantos hombres como había. A lo que se veía con aquella luz, todos eran esclavos negros o
tamemes
indios, y estos últimos eran los que sobrellevaban en las espaldas las cajas más grandes y pesadas con la ayuda de la cuerda que apoyaban en sus frentes.

Arrastrándonos sobre el vientre como las culebras, nos fuimos allegando hasta el borde del enorme pozo por ver más de lo que allí acontecía. Cuando nos asomamos, quedamos maravillados: habían limpiado de selva una espiral que giraba a lo largo de la pared del pozo desde arriba hasta algún punto allá abajo y habían colocado en ella una sucesión de andamios y planchones de madera por los que circulaban las filas de hombres que subían con las cajas y fardos del tesoro o bajaban de vacío. Incontables hacheros y candiles de aceite habían sido clavados en las maderas de los andamios para iluminar el lugar. Si estaban bregando tan duramente a aquellas horas, significaba que trabajaban de noche y dormían de día para no ser descubiertos.

Del fondo de la barranca, el aire que subía hasta nosotros era valederamente frío y, aún así, permanecía impregnado de aromas de laurel y pimienta como el día que arribamos a la caída de agua por primera vez. Debía de haber laureles y pimenteros entre los árboles que crecían en las paredes del pozo.

Rodrigo, tumbado del costado de mi ojo huero, dio un súbito respingo.

—¡Voto a tal! —exclamó en susurros—. ¡Maldición, Guzmán, menudo susto me has dado!

Guzmán era uno de los hombres de la
Gallarda
, vecino de Santa Marta.

—Disculpadme, señor Rodrigo —murmuró el marinero—. Hemos advertido vuestra presencia cuando tratábamos de allegarnos hasta la parte de arriba de la barranca por ver si podíamos cruzarla.

—Para mí tengo que el puente más cercano se halla a unas quinientas varas hacia el norte —musitó mi señor esposo desde mi diestra. Los muchos paseos y caminatas de las últimas semanas habían servido para algo más que para ocupar ociosamente el tiempo.

—Pues vamos sin tardanza —dije yo—. Presto amanecerá y se esconderán para dormir.

Sigilosamente, los cimarrones, los marineros y nosotros tres tornamos a internarnos en el bosque y, avanzando junto al cauce, fuimos atravesando la espesura hasta que divisamos el puente que había mentado Alonso. Ahora el salto de agua nos quedaba lejos y podíamos movernos con mayor libertad mas no convenía que nos arriesgáramos por si los ladrones habían puesto guardas en las cuatro direcciones para prevenir un asalto. Salimos a descubierto encogidos como ranas y nos arrastramos hasta el puente, que cruzamos tratando de no hacer ningún ruido pues las maderas eran viejas y crujían. Cuando por fin nos hallamos al otro lado, corrimos a escondernos de nuevo en el bosque. Las nubes que aquella noche ocultaban la luna y las estrellas, por más de entorpecernos los pasos, también nos auxiliaban.

Tornamos a bajar hacia el salto de agua tomando todas las prevenciones posibles, y muy a la mira por si topábamos con guardas, mas lo que hallamos, cerca ya del lugar, fue una choza grande levantada con cajas del tesoro y techada con hojas de palma. Como las cajas habían sido dispuestas de cualquier manera, muy desatinadamente, por las rendijas y hendiduras se escapaba la luz y se escuchaban con claridad las voces de los que se hallaban dentro, que charlaban, bebían y reían con animación. Hasta el olor del tabaco que fumaban nos llegaba derechamente a la nariz.

Hice gestos a los hombres para que vigilaran el contorno y Alonso, Rodrigo y yo tornamos a echarnos de bruces al suelo y, serpenteando, cada uno se arrimó hasta una rendija para ver y escuchar lo que acontecía dentro.

—¿Han sacado ya todo cuanto ordené? —preguntó un viejo con aspecto de criado de casa principal. Aunque vestía ajadas ropas de viaje, se notaba que estaban hechas de buenas telas y muy bien elaboradas.

—Acabarán esta noche, señor Juan —respondió uno de los fumadores, sin quitarse la pipa de entre los labios—. Mañana desmontarán los andamios y el día después de mañana partiremos temprano con las mulas de regreso a casa.

—¡Qué ganas tengo de hallarme de nuevo en Tultitlán! —dijo suspirando uno que se hallaba recostado sobre unas cajas y que se cubría con una manta.

—Pues cuando regresemos, Miguel y tú tendréis que llevar a los esclavos y a los
tamemes
hasta Azcapotzalco, como ordenó don Luis —le soltó el tal señor Juan, que se sentaba en la única silla que había en la choza—. Después de un tiempo podrán tornar a sus casas mas ahora conviene que queden recogidos, no sea que se vayan de la lengua.

—Eso, como ya dije en Tultitlán —señaló con mucha calma el segundo fumador—, no es ningún problema. Todos son de los pueblos de la encomienda de su señoría. Por más, estamos obrándolo todo antes de la llegada de los tesoreros y los oficiales reales, que para eso los está retrasando don Luis. Nadie conocerá jamás que falta un quinto del tesoro y la palabra de un esclavo negro o de un indio tributario no vale nada frente a la palabra de un virrey.

Abrí de súbito los ojos de tal forma que casi se me salió el ojo de plata.

—Esa Catalina Solís que se viste en hábito de hombre es la que me preocupa —afirmó el que se cubría con la manta—. Ella sola ha matado a todos los hermanos de la poderosa familia Curvo y ha desbaratado la conspiración de los beneméritos. Yo no me inquietaría tanto por la lengua de los trabajadores como por esa mujer que se hace llamar Martín Ojo de Plata. Ella sí que es peligrosa y la tenemos durmiendo aquí al lado, en el palacio de don Hernán Cortés, a menos de un cuarto de legua. Lo mismo ahora nos tiene a la mira y nos está montando alguna celada.

Todos se echaron a reír muy de gana por la chanza.

—¡Ya basta, Simón! —le espetó el viejo Juan sin perder la compostura—. Procura que los negros y los indios acaben esta noche de sacar el quinto de su señoría. ¡Ve!

Simón se levantó del lecho de cajas, dejó caer la manta al suelo y, tras dar un trago de una jarra, salió por la abertura que servía de puerta.

—Vosotros dos —siguió diciendo el viejo criado señalando a los dos fumadores—. ¿Habéis dado de comer a las mulas?

—No —admitió uno de ellos—. Mas ahorita mismo vamos. Levanta, Lorente, que el recuaje estará nervioso y no conviene que hagan ruido.

—¡Nadie conoce que estamos aquí! —protestó el tal Lorente, golpeando la pipa contra una de sus botas para vaciarla de cenizas de tabaco—. Nadie nos vio llegar, nadie nos ha visto sacar los cajones y nadie nos verá marchar pues su señoría ya se ha encargado de dejar expedito el camino de Tlayacapan.

—¡Lorente! —le gritó el viejo Juan—. ¡Acude ahora mismo con Nicolás a dar de comer a las mulas! ¿Acaso te parece bien desatender a los animales? Mañana por la noche ambos os encargaréis de que las carguen entretanto se desmontan los andamios. No podemos perder tiempo.

—Mi señor Juan Villaseca —dijo Lorente levantándose muy dignamente de la caja en la que se sentaba—. Ya conozco que sois criado de su señoría desde hace muchos años y que le gobernáis la encomienda de Tultitlán cuando él reside en México o en el Perú, mas no voy a consentiros que me afrentéis pues yo, señor mío, conozco muy bien mi oficio. He sido arriero toda mi vida y mi padre también lo fue, de los mejores de Segovia.

—Pues ve a dar de comer a tus mulas y cuida mucho de ellas pues tienen un luengo y difícil camino hasta Azcapotzalco.

—¿También las va a encerrar allí su señoría como a los negros y a los indios? —se mofó Nicolás saliendo por la puerta tras el ofendido Lorente.

—A ellas no —repuso el viejo criado—, mas sí a las cajas y fardos que acarrearán hasta allí.

El viejo Juan se había quedado solo en la choza de cajas, o eso nos pareció, aunque, de súbito, dirigió la mirada hacia un rincón oculto a nuestra vista y su rostro se suavizó.

—Miguel —dijo—. Levántate. Ya está amaneciendo.

La voz de un muchacho adormilado replicó:

—Ya voy, padre.

¡Estaba amaneciendo! Me separé a toda prisa de la rendija por la que había estado mirando y toqué las espaldas de Alonso y Rodrigo para que se volvieran y me vieran indicarles por señas que debíamos marcharnos de allí como ánima que lleva el diablo. Aunque nublado, era cierto que el cielo principiaba a clarear y aún debíamos cruzar el puente.

—No te inquietes —me dijo mi señor esposo cuando nos hallábamos a suficiente distancia de la choza como para no ser oídos—. Ellos son quienes tienen que ocultarse. Nosotros podemos caminar tan lejos como queramos y cruzar por donde más nos convenga sin tener que escondernos. Forma parte de nuestra vida aquí dar luengas caminatas por los contornos del pueblo.

—El esportillero tiene razón —admitió Rodrigo—. Podemos seguir por el bosque hacia el norte hasta alcanzar un lugar en el que estemos seguros. No hay de qué preocuparse.

Me volví hacia él, sublevada y con un dedo acusador le apunté al centro del pecho.

—¿Quieres que también te arranque el corazón, necio? —le largué con el genio vivo—. ¡El virrey está robando un quinto del tesoro o, por mejor decir, un millón de ducados! ¿Conoces que un millón de ducados son trescientos y setenta y cinco millones de maravedíes, ignorante? Y, por más, lo ha organizado todo para que nadie le descubra nunca. Cuando lleguen los escribanos, contadores, fiscales y veedores y principien a tomar registros de lo que se va sacando de la cueva, no sospecharán que falta un quinto y que ese quinto lo ha robado el propio virrey de la Nueva España.

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