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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (2 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»Aunque existían diferentes movimientos reformistas en el seno de la Iglesia, era el catarismo, que había nacido en Albi, muy cerca de nosotros, la herejía por antonomasia, la que había arraigado fuertemente entre las clases populares del Languedoc gracias a sus promesas de igualitarismo y tolerancia respecto al cumplimiento de los preceptos.

»Se puede decir que, a pesar del poco entusiasmo que yo mostraba por la religión, había llegado a resultarme atractiva y misteriosa aquella visión que propugnaba de un mundo concebido como un eterno enfrentamiento entre dos principios igualmente poderosos, el bien y el mal. Geniez me lo recriminaba continuamente. Pero su padre, sin embargo, no sólo era tolerante con la innovación religiosa, sino que más de una vez convirtió el castillo de Saint–Ange en lugar de predicación de los prefectos del catarismo.

»Mi padre temía por él, pues hacía tiempo que Roma ya había tomado las armas, alarmada ante la expansión de la herejía. Un ejército internacional de cruzados había caído sobre el Languedoc, y, tras el incendio de Béziers la situación se había convertido en una auténtica guerra. Todos sabíamos que no tardarían en tomar Provenza.

»Pero Monsieur de Saint–Ange era obstinado. No porque, en realidad, le importase un comino el erigirse en valedor de la doctrina albigense, sino, más bien, porque no estaba dispuesto a consentir ningún atentado contra su propia libertad, contra su derecho a expresar sus ideales o a compartirlos con los campesinos, con quienes, a menudo, se le podía ver confrontando opiniones de igual a igual, tras haber escuchado al prefecto o a alguno de los profesores a quienes hacía venir desde París para explicarnos los nuevos avances científicos o las nuevas tendencias filosófico–culturales. Quizá pensaba que su parentesco con Felipe II le dotaba de cierta protección, de cierta inmunidad ante las hordas católicas. En cierto modo es posible que así fuera, puesto que hubieron de pasar tres años desde la toma de Béziers hasta la noche de la tragedia.

»La recuerdo perfectamente. Geniez me había rogado que le acompañara al sermón antiherético que se había instaurado la costumbre de celebrar semanalmente en el cementerio o en el atrio de la iglesia. Aunque en absoluto me interesaba y ya había asistido aquella mañana a la obligada misa diaria, acudí por el placer de estar en su compañía.

»Aquella noche el sermón tuvo lugar en el cementerio. Aún puedo ver los esfuerzos del enjuto predicador intentando volver al redil a las ovejas descarriadas mediante un discurso enardecido y terrorífico: el dragón cayendo sobre nosotros, el lago de azufre y fuego abriéndose para devorarnos, los diablos arrancándonos pedazos de carne con sus enormes tenazas… Y todo esto, ¡sólo por leer las Sagradas Escrituras en provenzal o por no venerar a los santos!

»Hacía frío cuando regresábamos al castillo, donde mi familia y yo habíamos sido invitados a cenar por Monsieur de Saint–Ange. Llegábamos tarde. Yo caminaba deprisa y en silencio, sobrecogida todavía por las horribles imágenes sugeridas en el sermón. Geniez, por el contrario, no paraba de hablar excitadamente, mostrando su admiración por el predicador y su deseo de subir él mismo al púlpito un día a arengar a los fieles.

»Tardamos más de veinte minutos desde que dejamos el cementerio hasta que las tenues luces del castillo se hicieron visibles. Se oían extraños ruidos y voces lejanas que parecían provenir de él. Los sonidos se hacían más audibles y las luces parecían titilar, sacudiéndose nerviosamente, según nos acercábamos. Geniez seguía ajeno al mundo, absorto en un insoportable discurso que en aquel momento me aturdía y disgustaba. Traté de hacerle ver mis temores, pero no me escuchó. Cuando estuvimos lo bastante cerca, los sonidos comenzaron a hacerse reconocibles. Objetos arrojados con violencia estrellándose contra el suelo o las paredes, hombres gritando presas de un paroxismo colérico. Nos detuvimos en seco, tratando de vislumbrar algún movimiento en el interior del castillo.

»Los vigías no estaban en sus puestos, ni tampoco los centinelas. Un grupo de diez o doce caballos desconocidos esperaba a la puerta. Corrimos hacia el interior asustados, ciertos ya de que algo terrible estaba sucediendo, y sin detenernos a pensar en nuestra propia seguridad.

»Entramos justo a tiempo de ver a Monsieur de Saint–Ange siendo arrojado contra el suelo del comedor por un hombre de barba roja y descomunal barriga. Geniez lanzó un chillido y corrió en auxilio de su padre.

»—¡Padre! ¿Quiénes son estos hombres? ¿Qué quieren? —gritó, ayudándole a levantarse.

»Había al menos cinco hombres en aquella estancia, todos ellos ataviados con las vestiduras, armas e insignias de los cruzados, pero se oían ruidos y voces provenientes del piso superior que indicaban la presencia de más. Sus espadas estaban desenvainadas, sus rostros rabiosos. Uno de ellos sujetaba a mi madre de espaldas contra su pecho, asiéndola por el cuello y por la cintura, mientras mi padre, sentado sobre una silla, la miraba desesperado y sintiendo la aguda punta de una espada hundiéndose en su garganta con cada oscilación de su pecho.

»Yo temblaba aterrada, aún al otro lado del umbral, contemplando las sangrantes figuras de dos de los criados del castillo yertas al pie de la escalera. Nadie se había dado cuenta de mi presencia. Quise esconderme tras una de las enormes columnas a sólo unos pasos de mí, pero mis músculos se negaban a obedecer. Seguí de pie, petrificada, escuchando los quejidos de angustia de mi madre y las protestas, pronto acalladas con un golpe en la nuca, de Geniez. Sentía mi corazón latir y latir y la sangre se agolpaba en mi cerebro anestesiado por el terror. Contuve un grito al percatarme de que otros hombres descendían por la escalera. Si me quedaba donde estaba me verían. Conseguí dispararme hasta la columna y me apoyé con todas mis fuerzas, deseando poder fundirme en ella y desaparecer así de aquel horrible tormento.

»Los hombres bajaban arrastrando unos grandes sacos que producían un ruido metálico al saltar sobre los escalones. El de la barba roja, el que había luchado con Monsieur de Saint–Ange, los esperaba, impaciente, en el comedor.

»—¿Qué habéis encontrado? —les preguntó, con una voz ronca y desagradable.

»—Sólo plata —respondió uno de ellos, dejando ver, rabiosamente, sus dos únicos y negros dientes—. Candelabros, roscas de frascos de perfume, peines, cepillos…, pero ni rastro de joyas.

»—Entiendo —dijo el barrigudo mesándose la barba.

»Echó un perezoso vistazo a la enorme mesa de roble que nos había sido preparada. Había restos de comida sobre tres de los platos. Sin duda, mis padres y Monsieur de Saint–Ange habían empezado a cenar sin nosotros. Tomó una copa de plata y, lentamente, vertió en ella el vino hasta que se derramó por los bordes. Luego, con toda parsimonia, se acomodó en una de las macizas sillas de roble y alcanzándose la fuente del cordero se sirvió un gigantesco pedazo, desgarrándolo con sus propias manos. Comenzó a masticarlo flemáticamente mientras se sabía el blanco de todas las miradas. Sus hombres se reían al oírle eructar cuan ruidosamente podía. Bebió, y el vino resbaló de sus labios, colándose por los entresijos de su barba roja, que parecía absorberlo como si fuese una esponja.

»No podría decir cuánto tiempo duró la angustia de aquel terror, de aquel atenazante silencio. Segundo a segundo se hacía mayor, como niebla caliginosa cuyo espesor aumenta conforme avanza la noche.

»—Excelente comida, chevalier —se burló, pasándose la manga por el escondido espacio que ocupaban sus labios—, digna de un rey. —Y sus hombres prorrumpieron en carcajadas.

»Luego, tomó el enorme cuchillo de trinchar la carne y, mirando a mi madre, que seguía sujeta e inmovilizada, se levantó y se aproximó a ella, blandiéndolo en un juego malévolo. Mi madre se retorció aterrada, gritando, al tiempo que un hilillo de sangre empezaba a brotar de la garganta de mi padre.

»—¡Callad a ese maldito perro! —bramó súbitamente el jefe, y, al darse la vuelta, la grasa de cordero brilló sobre su barba alumbrada por la mortecina luz de las velas.

»Fue entonces cuando me di cuenta de que Deacon, mi perro, ladraba desde uno de los salones opuestos al comedor, a mi espalda.

»—Yo iré —dijo uno de los hombres, uno con aspecto de deficiente, mientras desenvainaba la espada.

»No tardé en oír cómo se incrementaban los ladridos de Deacon, y, luego, sus gemidos de dolor. Me lo imaginé atado, indefenso, luchando por liberarse y sufriendo por su impotencia para defender nuestras vidas y, en aquel momento, la suya propia. No lo dudé. Me deslicé sin respirar, sobre las puntas de los pies, los pocos metros que me separaban de la puerta. Nadie se dio cuenta.

»Cuando llegué a la estancia, vi a Deacon ladrando ferozmente, atado a una de las columnillas clásicas que decoraban la chimenea, con la espuma derramándose entre sus fauces, los ojos centelleantes y todo su cuerpo en tensión, tratando, vanamente, de lanzarse sobre el hombre, que, a prudente distancia de él, se desternillaba con una risa grotesca mientras le amenazaba con el atizador del fuego.

»—Se acabó el juego —dijo, y, tras arrojar el hierro, desenvainó su espada y la alzó en el aire por encima de su cabeza.

»Miré desesperada a todas partes buscando algo que pudiese servirme para atacarle, pero no lo encontré. Inconscientemente, me abalancé sobre él con las manos extendidas y le empujé con todas mis fuerzas. Perdió el equilibrio, tropezó con Deacon, y cayeron él y su espada. Se levantó, sobrecogido, al sentir el morro de mi perro entre sus piernas, y se apartó velozmente de él, asustado. Cuando se recuperó, me miró con sus ojos bovinos. Lejos estaba el pánico que antes me invadiera. La ira, el odio y la repugnancia habían tomado posesión de mí.

»—¡Vaya, vaya! —exclamó—. ¡Mira por donde voy a tener una fiestecita privada!

»Consiguió alcanzarme él antes que yo el amparo de Deacon que, deshecho en ladridos, custodiaba la espada. Me apretó contra sí, dejándome sin posibilidad de movimiento. Sentí su repulsiva baba enfriándose en mi cuello y mis mejillas, sus manos adiposas tratando, excitada y torpemente, de levantar mi larga falda, posándose luego sobre mis muslos. Atrapé su labio inferior entre mis dientes y mordí y mordí hasta que, tirando frenéticamente de mis cabellos, consiguió apartarme de sí, blasfemando.

»Volé entonces hasta Deacon y, tomando la espada, asesté un golpe contra la cuerda que le aprisionaba. ¡Y qué placer sentí entonces al ver sus agudos colmillos aferrados al cuello de su enemigo! ¡Y cómo me decía a mí misma con el corazón palpitante, “No lo sueltes, Deacon, no lo sueltes”, al ver al hombre luchando inútilmente, exhausto ya, por apartarle de sí, sintiendo como su cuello se desgarraba, aumentando su tormento, al intentarlo! Y entonces la ira que me arrebataba habló por mi boca rogando: “Mátalo, mátalo, mátalo”, y yo misma apretaba mis dientes, enfurecida, como si también los tuviese clavados en su garganta, por el enloquecido afán de animar a Deacon a acabar con él, a destrozarlo, a retorcer sus colmillos en aquella nauseabunda carne. Y qué orgullosa me sentía de él, que había sabido hallar el punto exacto de la yugular, que se había prendido a ella, ignorando el dolor que aquel hombre trataba de infligirle, hasta que, tendidos ya en el suelo, supo que aquel cuerpo inerme había perdido todo hálito de vida y se apartó de él.

»Entonces vi la sangre manando de la herida del hombre y a Deacon con el lomo humedecido por la suya. El terror me invadió de nuevo. Quería huir, a toda costa, de aquella pesadilla. Deseaba desaparecer, que la tierra se abriera para tragarme antes que afrontar la muerte de mis seres queridos y, luego, mi deshonra y mi propia muerte. Presa del pánico, corrí hasta la trampilla del pasadizo en el que tantas veces habíamos jugado Geniez y yo, y, levantando el tapiz que ocultaba la portezuela, la abrí y me agaché dispuesta a penetrar en el angosto agujero. Pero no lo hice. No me pregunte por qué. Creo que, en el fondo, siempre fui valerosa. Sí, estoy segura de ello. O quizá era sólo que las pasiones me arrebataban el juicio… Recogí la espada del suelo, ignoro con qué intención ni sé qué pensamientos pasaron por mi cabeza en aquellos momentos. ¿Qué podía hacer yo por ayudarles? Tal vez preferí morir junto a ellos antes que padecer la angustia de su muerte y la conciencia de mi cobardía.

»Sosteniendo el enorme peso de la espada con ambas manos, anduve, temblorosa y aún indecisa, hasta la puerta del comedor, rogando a Dios por nuestras vidas. Me oculté tras la columna sujetando a Deacon por la cuerda que había quedado alrededor de su cuello, instándole al silencio, y observé la cruenta escena.

»Mi padre y Monsieur de Saint–Ange estaban sentados y con las frentes apoyadas sobre la mesa. Detrás de cada uno de ellos, un hombre con la espada ya alzada amenazaba con decapitarles. No pude encontrar a mi madre. Geniez estaba de pie, cerca del cerdo de la barba roja. Los otros dos desconocidos habían desaparecido del comedor.

»—¡Canallas! —gritaba Geniez—. ¡Condenados asesinos! ¡Pagaréis por esto!

»Los hombres se mofaban de él y bebían de sus siempre colmadas copas de vino.

»—¡Usurpadores asesinos! —Continuaba gritando—. ¡Usurpáis el sagrado nombre de los cruzados! ¡Lleváis puestas sus ropas y portáis sus símbolos y su pendón, pero no su conciencia! ¡No sois más que vulgares ladrones, aves de rapiña escudadas tras el nombre de Cristo! ¡Él os hará pagar esta ofensa!

»—Acabemos con esa lengua —dijo uno de ellos, avanzando hacia Geniez.

»—Todavía no —dijo el jefe calmosamente, y el otro se detuvo y le miró, impaciente y molesto. Luego, se dirigió a Geniez—. Y bien, jovencito, ¿quieres ver morir a tu padre? Te lo preguntaré una vez más y sé que ahora no me defraudarás. Porque ahora sabes de lo que soy capaz, ¿verdad?

»Y, con su bota, dio la vuelta a un cuerpo en el que no había reparado, al estar medio oculto a mis ojos por la mesa, y pude ver que era el cadáver de mi madre, y yo misma me sentí morir. Pero el horror continuaba sin detención, sin dejarme siquiera un segundo de paz, un instante para pensar o llorar. Mi temblorosa mano flaqueó y Deacon escapó de mi lado entre roncos y desquiciados ladridos de cólera.

»Lo que vino después fue muy rápido. Deacon se abalanzó sobre el hombre que estaba a punto de asesinar a mi padre tan sorpresivamente que su espada cayó al suelo.

»—¡Detened a ese perro! ¡Detened a ese perro o mataré a este hombre! —gritó el que estaba tras Monsieur de Saint–Ange.

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